La fuerza centrípeta que mantiene atados el hilo de la narración y las problemáticas existenciales que ésta genera es la esperanza. Los Miserables es una oda a la grandeza humana y una celebración de la esperanza como textura de la realidad. Sin renunciar nunca a las exigencias de la razón –cuyo redescubrimiento es el mérito fundamental de la revolución francesa–, Hugo reconoce que la razonabilidad última del ser humano, es decir el culmen de la sabiduría, consiste en reconocer que la providencia divina domina la historia dramática de nuestras vidas.
La historia humana está plagada de injusticias y la vida de cada hombre, por poco que uno se mire a sí mismo con sinceridad, está constantemente erosionada por las miserias de nuestras incapacidades: frente a cualquier ideal, el hombre antes o después cae bajo el peso de su nulidad. Amores traicionados, poderes corruptos, planes fracasados, ¿quién, pudiendo volver atrás, no modificaría algo de su vida pasada? No, querido Nietzsche, el hombre, aunque aspire al super-hombre, es y permanece un miserable.
Y sin embargo el hombre no es el único protagonista de su historia: detrás de sus acciones, como significado último de todos nuestros intentos, está un destino bueno que no nos ahorra nada, pero que nunca nos abandona.
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