Con su balbuceante lenguaje geopolítico, la Real Academia sueca ha premiado a uno de los nombres ilustres de la short story norteamericana, la canadiense Alice Munro, heredera de una tradición que engloba entre otros – por no salir del Nuevo Continente – nombres como los de Ernest Hemingway , Flannery O'Connor, John Cheever, Truman Capote o Raymond Carver. De hecho, Munro casi nunca se ha aventurado a salir de este difícil género, cuyo origen remontan los historiadores a Anton Pavlovich Chejov.
No es fácil describir en pocas líneas el estilo de Munro. El relato breve es un género poco frecuentado en la Europa de las ideologías y las novelas. Sin embargo, es a este tipo de obras al que Munro ha dedicado una gran parte de su vida. Su dificultad extrema radica, técnicamente, en el hecho de que carece puntos de apoyo. Una novela se puede apoyar en la historia que narra, en el equilibrio de la trama, en la psicología de los personajes, en las grandes temáticas que plantea, en la fuerza de las descripciones.
Por el contrario, la short story toma su fuerza precisamente de la escasez de todas estas cosas: una historia reducida a la mínima expresión, personajes más sugeridos que desarrollados, temáticas exiguas cuando no inexistentes o imperceptibles. Basta con leer el tótem de este género, Colinas como elefantes blancos, de Hemingway, unas cuantas páginas que constituyen uno de los acontecimientos fundamentales de la historia de la literatura. El relato breve se desarrolla en espacios semejantes a su estructura: una provincia anónima, un campo invariable, largas distancias, poca memoria, poca historia. En una Europa monumental, la vida de la short story se hace muy difícil.
Inferior a O'Connor y Carver pero sin duda superior a Cheever, Alice Munro ha sido y es una maestra del género. Sus historias y sus retratos se consuman en una aparente igualdad tonal. A menudo, como sucede en los relatos de Carver, parece que no pasa nada, la violencia de la vida cotidiana suele atravesar con crudeza sus páginas, pero hay que prestar atención para sorprender la devastación, el desastre, y también las leves incandescencias, las sonrisas.
Como el sur profundo en O'Connor o el noroeste extremo de los EE.UU en Carver, su tierra es Ontario. La diferencia entre Canadá y Estados Unidos es lo primero que llama la atención al lector, no tanto por el paisaje sino por la vida de sus habitantes: una vida pobre, más desestructurada, más aproximativa. Pero lo más llamativo de todo es la obediencia de la escritora a un orden narrativo tan férreo que a menudo parece que las historias que cuenta no existían antes, más que en la imaginación de la autora, es como si nacieran y se desarrollaran como si fueran una canción. Una frase lleva a otra, de una imagen se desarrolla otra… La palabra no es un medio para decir las cosas, sino que las encarna totalmente.
De este modo, la escritura alimenta su ambición de crear ella misma el mundo del que habla. De tal forma que la adhesión a la realidad se realiza de un modo distinto a las novelas: mientras la novela abre sus puertas y nos “deja entrar” en los eventos del mundo real (historias, temas, sentimientos, vida social, crónicas, etc), en la short story, y sobre todo en la obra de Munro, la partida se juega en la sutil correspondencia entre el desarrollo musical del texto y el mundo – la geografía física y humana – al que pertenece el relato.
En otras palabras, las historias de Munro son como un buen vino, que se comprende hasta el fondo sólo cuando se bebe en el lugar donde nació: sus relatos no se pueden comprender hasta el fondo sin el vínculo con el mundo en el que nacen. Como si la propia tierra, en su singularidad, no sólo generase personas, destino y caracteres, sino también le lengua y el ritmo con el que se dicen las cosas. Sólo quien lo ha experimentado sabe cuánto cuidado, cuánto trabajo hace falta para que un relato sea honesto y veraz.
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