Bastaría el retrato que en 2010 le hizo a Lady Gaga para entender que Wolfgang Tillmans es un fotógrafo fuera de lo común. No tanto porque retrata “al natural” a la estrella del pop más retocada de la historia (algo que ya se ha convertido en habitual dentro del show business), ni siquiera porque consiguió que pareciera espontánea una imagen muy preparada (son bien conocidos los nombres de los peluqueros y maquilladores que la hicieron aparecer “con la cara lavada”). Lo que pocos fotógrafos habrían estado dispuestos a hacer es mostrar una dimensión que nadie asociaría a Stefani Joanne Angelina Germanotta, alias Lady Gaga: la vulnerabilidad. Hasta mostrarse así es fruto de una refinada estrategia de marketing. Pero para que el proyecto funcionara, había que elegir al mejor. Es decir, a Tillmans.
Nacido en 1968 en Remscheid, Alemania, adquirió renombre en los años noventa, cuando fotografió la escena acid house para la revista independiente i-D. Para el Guardian, junto a Juergen Teller y Terry Richardson, formaba la trinidad de la fotografía de vanguardia de aquellos años. Un estilo no convencional y aparentemente casual que veinte años después sigue marcando la tendencia. Teller se dedicó a la publicidad, Richardson se convirtió en fotógrafo de moda, y Tillmans se hizo un artista. En el año 2000 ganó el Turner Prize, el premio más importante del arte contemporáneo en Inglaterra, y a principios de 2004 fue elegido miembro de la Royal Academy of Arts.
Hablar de un artista así no es fácil. Es imposible aplicarle las categorías habituales. Hace retratos, pero no es un retratista; le encantan los paisajes, pero no es un paisajista; su obra documenta un momento histórico, pero no es un documentalista. Además, Tillmans, hay que admitirlo, no es un artista para todos. No solo porque parte de su obra solo es apta para un público adulto sino porque para entrar en su mundo hay que estar dispuestos a poner en cuestión, al menos un poco, lo que siempre se ha pensado de la fotografía y del arte.
Remscheid es una ciudad de cien mil habitantes que también vio nacer a Wilhelm Röntgen, Premio Nobel inventor de los rayos X, y a Johann Vaillant, fundador de la multinacional de sistemas de calderas que lleva su nombre. Es un pequeño centro industrial donde se producen martillos, alicates y otras herramientas que los padres de Tillmans exportaban a América del Sur. Wolfgang no era bueno en la escuela y de pequeño quería ser jardinero o astrónomo. Luego se hizo artista gracias a una fotocopiadora. En 1984 llegó a Remscheid la primera fotocopiadora digital capaz de aumentar imágenes hasta un 400 por ciento. «Adoraba agarrar esos folios A3 en los que aparecía un objeto transformado que me hacía enloquecer», ha declarado Tillmans: «Ese interés por la textura y la superficie de la estampación fotográfica me acompaña aún hoy. Cuando hice mi primera exposición, en 1988, comprendí que necesitaba una cámara fotográfica para realizar imágenes que fotocopiar. Así decidí dedicarme a la fotografía».
Entretanto, en las discotecas alemanas hace su aparición el acid house. Música electrónica, decibelios y sudor. «Por primera vez formaba parte de una cultura juvenil, de un movimiento», cuenta Tillmans: «Abracé con entusiasmo esta música liberadora y la “vida de los club”, tan diferente de los años ochenta con esa ropa llena de flores. Aquella escena musical a caballo entre los años ochenta y noventa era tan potente porque era omnicomprensiva, carecía de jerarquías. En cierto modo te abría la mente». Su fotografía nace en aquel contexto. En sus imágenes también pone en escena una vida sexual desinhibida de la generación nacida en el 68; la homosexualidad aparece retratada con una crudeza intencionada.
Lo de Tillmans es algo así como una bulimia figurativa que se nutre de instantes cotidianos y de imágenes construidas con una despreocupación buscada. De ese periodo son sus primeras imágenes de prendas de ropa: vaqueros, calcetines, chalecos. Las suele llamar Faltenwurf: «Era una reflexión sobre el significado de la ropa, el aspecto esencial de esas membranas que están entre nuestro cuerpo y el mundo».
Luego están las naturalezas muertas: fruta, plantas, restos de comida abandonados a la luz de una ventana. Restos de mandarina y de granada se muestran en toda su sencilla belleza en una mesa sucia de cocina o en un alféizar. Un poco como la Canasta de frutas di Caravaggio, un poco como las botellas de Morandi. Todas estas imágenes terminan en las páginas de la revista i-D. «Me entusiasmaba explorar eso que podríamos definir con la palabra “identidad”, una identidad fracturada, como si no fuera una sola entidad sino que estuviera compuesta por diversos aspectos, niveles distintos».
¿Y quiénes son esos chicos fotografiados en Bournemouth, la ciudad inglesa donde Tillmans frecuenta la academia de arte, Londres, Nueva York y Berlín? ¿Son la ropa que llevan puesta, la pose que adoptan, la mirada que conceden a su amigo fotógrafo? Normalmente les ilumina una luz cálida, la de la mañana o la del ocaso. Todos traicionan esa vulnerabilidad que veinte años después será sorprendente en Lady Gaga, pero que en estos rostros marca la dimensión de una época. Varios críticos, al referirse a la obra de Tillmans, han usado la palabra Zeitgeist, el espíritu de la época.
Entonces sus detractores liquidaban a estas imágenes como instantáneas comunes. «Estética de la instantánea es una definición fácil, pero no es correcta», explica Tillmans: «Mis fotografías nunca están desenfocadas, no hay ojos rojos… Lo que pretenden señalar es la inmediatez, la intimidad o la casualidad, la casualidad percibida». En realidad, tras el trabajo del fotógrafo alemán se esconde una gran labor técnica y de pensamiento. Salta a la vista nada más entrar en una exposición suya. Las imágenes no tienen marco y no están colocadas por núcleos temáticos. Son fotografías muy grandes, hasta de dos metros de lado, se sitúan junto a impresiones más pequeñas según un criterio evocativo que normalmente no tiene nada que ver con el sujeto retratado, sino que responde a reclamos de formas o colores. Jerry Saltz, crítico del New York Times Magazine, escribió que dentro de una exposición de Tillmans es como si estuvieras en un «acuario fotográfico».
En una conferencia en 2011 en la Royal Academy de Londres, Tillmans habló de una serie de fotografías tomadas en 2004 y tituladas Venus transit. «Hasta los 14 años me apasionó la astronomía. Aquella experiencia de observación intensa, mirando durante horas esos puntos de luz nocturna creo que ha tenido una influencia muy importante para mí». Entre los diez y once años, Tillmans descubrió que cuando tuviera 36 podría asistir a un fenómeno extremadamente raro: el paso de Venus por delante del Sol, algo que sucede cada 128 años. «Es un evento muy importante para la historia de la ciencia, que llevó al descubrimiento de Nueva Zelanda y Australia por parte del Capitán Cook». La misión de Cook tenía previsto observar desde el punto más alejado posible de Londres el tránsito de Venus para determinar, por el método del paralaje, la distancia entre la Tierra y el Sol. «Era el único modo, en aquel entonces, de situarnos en el universo, donde nos encontramos en relación con todo lo que nos rodea. Fue un fenómeno que me conmovió mucho ver, como si los mecanismos del sistema solar aparecieran ante mis ojos».
Con el tiempo, la incesante búsqueda visual de Tillmans pasó a concentrarse en la naturaleza del medio fotográfico. Por una parte, su capacidad para traducir, de un modo creíble, una realidad en tres dimensiones sobre un soporte plano; por otra, la potencialidad pictórica de la fotografía entendida en su sentido etimológico: escritura mediante la luz. Sucede que durante las interminables horas que pasa en la cámara oscura para imprimir sus fotografías, Tillmans retira a un lado las imágenes que descarta por diversos errores. Observando el proceso de impresión, se da cuenta de que puede hacer fotografías sin utilizar la cámara fotográfica ni el negativo. Esta posibilidad la enseñan también los libros de Historia, cuando hablan de Man Ray o László Moholy-Nagy. Pero de la cámara oscura de Tillmans empiezan a salir imágenes nunca vistas. Son formas abstractas, de colores tenues, marcadas por tramas de signos ininterrumpidos que atraviesan totalmente el folio de papel fotográfico. La imagen no representa nada, porque el material sensible no ha sido expuesto ante ningún objeto real. Sin embargo, estas imágenes, a veces, tienen algo de biológico, a veces incluso sensual. Cuando alcanzan los dos o tres metros de lado, asumen una fuerza visual muy potente.
Después de la búsqueda de sí mismo y de su reflexión sobre el lenguaje artístico, comienza para Tillmans una nueva etapa: «Después de pasar diez años explorando la relación entre abstracción y figuración, desde 2009 sentí un interés renovado por mirar el mundo. ¿Cómo aparece ante mí el mundo después de veinte años de carrera?». Comienza así un viaje global: Asia, África, América. El objetivo se posa sobre todo lo que habla a los ojos de Tillmans. Una habitación de hotel, suntuosas nubes, un tucán con un pico amarillísimo, restos de una langosta por los que camina una mosca, una calle de Addis Abeba, una cebolla solitaria, una mujer masai, el cielo estrellado, un desagüe en Buenos Aires, la masa de agua de las cataratas de Iguazú. Se titula Neue Welt, nuevo mundo, y es el último gran trabajo que presentó en 2012 en una exposición de Zúrich y en un libro. Un relato aparentemente inconcluso: pocos nexos lógicos y muchos vínculos cromáticos. No es un discurso que se pueda traducir en palabras, pero en él se percibe con precisión la impronta que deja en nosotros. Solo hay una palabra que pueda dar una idea: anhelo. Es el toque inconfundible de Tillmans, capaz de conferir a un faro de coche la dignidad de un rosetón de catedral, o de donar a una grúa en medio de un mar de inmundicias la solemnidad de una tragedia griega. El toque: como el de un gran pianista. Para reconocerlo basta con una breve secuencia de notas, aunque sea banal.
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