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Huellas N.7, Julio/Agosto 2001

LOS PROFETAS EN LA BIBLIA

Más allá de toda esperanza

Roberto Copello

Se mofaron de él, jamás le creían, fue arrestado, apaleado y condenado a muerte, «como cordero llevado al matadero», casi el anticipo del crucificado. Pero después del exilio viene el retorno, y después de la cruz, la resurrección. La historia de una de las figuras más dramáticas del Antiguo Testamento


Traidor, colaboracionista, gafe... Durante toda su vida a Jeremías, a quien alguien ha definido incluso como “el profeta que no sonreía nunca”, le colgaron esos sambenitos. Tal vez su figura sea la más dramática del Antiguo Testamento, el prototipo de las contradicciones y sufrimientos de Israel. Ningún otro profeta bíblico pertenece tanto a su época, ninguno ha visto su propio destino tan inextricablemente ligado al de su pueblo.
Vivió en la época del legislador ateniense Solón, pero con frecuencia se le ha comparado con Catón, el fustigador de las costumbres romanas, o con la mítica Casandra de la Ilíada, que predecía la destrucción de Troya, pero a quien nunca se tomó en serio. Durante años y años no dejó de condenar la degeneración moral y religiosa del pueblo de Israel, anunciando las más terribles catástrofes, pero sin ser escuchado. Además fue acusado de traición, se mofaron de él, fue arrestado, apaleado, torturado e incluso condenado a muerte. Un verdadero chivo expiatorio de una nación ciega. Por eso Jeremías fue visto con frecuencia como una prefiguración de Cristo: no sólo habla en nombre de Dios y predice el futuro, sino que su misma vida tiene valor profético. Igual que hará Jesús, Jeremías profetiza la destrucción del Templo, llora sobre las futuras ruinas de Jerusalén, condena la conducta de los sacerdotes, no es comprendido por sus paisanos y es humillado y condenado a muerte. Jeremías se define como «un cordero manso llevado al matadero» (11,19), casi encarna el Cordero de Dios profetizado por Isaías (Isaías 53,7). Después de Jeremías, el justo que sufre injustamente, el pueblo judío ya no podrá justificar su pretensión de establecer un vínculo mecánico entre el comportamiento humano y la retribución divina. Nadie podrá sorprenderse, en definitiva, de que el Mesías sea una figura sufriente, y no un soberano triunfante. La propia vida de Jeremías preparará la aceptación de la amargura de la Cruz y de la gloria de la resurrección.

Catástrofes y renacimiento
Pero la condena del pecado y sus profecías de catástrofes están siempre ligadas a un mensaje de esperanza, a la perspectiva de un renacimiento, al retorno del exilio babilónico; también Cristo para afirmar la victoria sobre la muerte tendrá primero que pasar a través de la Cruz.
Para comprender la figura de Jeremías es indispensable encuadrar el periodo histórico en el que vivió el profeta (ver también ficha cronológica). Entre los siglos VII y VI a.C. Oriente Medio se ve agitado por una serie de conflictos sin precedentes, una “tormenta en el desierto” que involucra a egipcios, sirios, caldeos, medas e incluso a los escitas del Mar Negro. Al final, después de una alianza, los caldeos (capital Babilonia) y los medas (capital Ecbatana) se reparten el control de la región. Palestina en aquellos tiempos se convierte en tierra de paso para los ejércitos extranjeros, soportando primero una breve ocupación egipcia y después la del babilonio Nabucodonosor, que sofocará varias revueltas (desencadenadas con frecuencia por cuestiones de carácter fiscal), destruirá el Templo de Jerusalén y deportará a los judíos a Babilonia. Son años de batallas perdidas para el pueblo de Israel, de divisiones políticas internas, de destrucción moral del pueblo y de los sacerdotes, insensibles a los intentos de reforma religiosa y cada vez más atraídos por creencias supersticiosas. Las diferentes tendencias políticas destacan por su absoluta falta de realismo: los fanáticos religiosos del partido de Sión creen ciegamente que el Templo es un talismán invencible e indestructible, que preservará siempre a Jerusalén (tesis ya sostenida por Isaías); el partido de la guerra piensa sólo en organizar acciones terroristas contra los babilonios, exponiendo a la población civil a duras represalias; el partido del Nilo mira a los egipcios como a posibles liberadores del yugo babilonio. En este contexto de incertidumbres y temores, defraudado incluso por los propios líderes religiosos, el pueblo olvida a Yahveh, no respeta ya el sábado, se confía cada vez más a los ídolos, a Baal, a los falsos profetas que pretenden conocer el futuro por medio de los sueños, evocando a los espíritus o con artes mágicas (Cf. Jeremías 27,9). Los Reyes no respetan la norma bíblica que impone después de siete años la liberación de los esclavos. Algunos incluso inmolan niños como sacrificios humanos a los ídolos.

La pérdida de la memoria histórica
Este es el cuadro dramático en el que se desarrolla la predicación de Jeremías, el profeta bíblico del que mejor conocemos su biografía. Hijo del sacerdote Jilquías, nació en Anatot, a cinco kilómetros al noreste de Jerusalén (la fecha es difícil de establecer) y es llamado aún joven a desempeñar su misión profética, tal vez en el año 626, durante el reinado del reformador Josías con el cual parece que tenía una buena relación (22,16). Jeremías es tan joven que le pide al Señor que le permita llevar una vida normal, que le libere de la tarea de fustigar al pueblo de Israel por haber traicionado al Dios de Moisés dedicándose a una religión vacía y formal y de profetizar una invasión de extranjeros «llegados del norte», que deportarán a los judíos y destruirán el Templo de Salomón. Los temores de Jeremías son comprensibles: afirmar que el Templo será destruido era algo inconcebible, ya que parecía negar la promesa de eterna fidelidad hecha por Dios a Abraham y a Moisés. Jeremías llega incluso a maldecir el día en que nació, pero Dios le conforta prometiéndole que estará siempre a su lado: «Si sacas lo precioso de lo vil, serás como mi boca. (...) Yo te pondré para este pueblo por muralla de bronce inexpugnable. Y pelearán contigo, pero no te podrán, pues contigo estoy yo para librarte y salvarte» (Jeremías 15,19-20). La vida de Jeremías se convierte entonces en un signo: renuncia incluso a casarse porque no quiere traer hijos al mundo que matarán en la guerra o morirán de hambre (cf. 16,4).
Jeremías ve en la catástrofe de su pueblo una necesidad moral, una consecuencia inevitable de la culpa de todo un pueblo que ha perdido su memoria histórica. Los judíos, confiando ciegamente en la Alianza garantizada por el Señor y en el Arca custodiada en el Templo, se sentían seguros y pensaban que podían permitirse cualquier pecado: ¡en cualquier caso el Señor estaba con ellos! Habiendo abandonado el yugo del Señor, dice en cambio Jeremías, el pueblo elegido caerá bajo el yugo del extranjero. El profeta establece por tanto un nexo causal entre culpa y castigo. Pero la tarea que le ha confiado Dios no es sólo destructiva: «Desde hoy mismo te doy autoridad sobre las gentes y sobre los reinos para extirpar y destruir, para perder y derrocar, para reconstruir y plantar» (1,10). Por tanto, también reconstruir y plantar. Pero primero hay que extirpar. De ahí la dureza extrema de los discursos de Jeremías, la repetición obsesiva de un único motivo, durante capítulos y capítulos, antes de llegar a anunciar la futura liberación, el retorno a la patria y el renacimiento que, en cualquier caso, los ojos del profeta no verán.

Fuego que quema
En el año 609 Josías es asesinado y el faraón Necao II coloca en el trono de Judá a Yoyaquím, hijo de Josías. Profetizar una victoria babilonia en ese momento parece una locura y Jeremías no se atreve mucho a abrir la boca. Pero una fuerza incontenible le impulsa a hablar. «En mi corazón hay como un fuego que me quema, encerrado en mis huesos: intento contenerlo, pero no lo consigo». Se pone delante de la puerta del templo y proclama a todos los que entran: «No os fiéis de quien sigue diciendo: “Estamos protegidos, tenemos el templo del Señor”. Os engañan» (C.f. 7,4). No basta ofrecer sacrificios al Templo si después se adora a los ídolos, se roba y se mata. No basta la fe sin las obras. Ya en su pequeño Anatot el profeta soportó amenazas de muerte. Cosas peores le suceden ahora en Jerusalén. Primero traman una campaña de difamación contra él (18,18), después sufrirá torturas y vejaciones de todo tipo y al final será condenado a muerte.
Por lo que respecta al poder, Jeremías carece totalmente de condescendencia. Es más, no pierde ocasión de provocar. El profeta se muestra inflexible tanto hacia los sacerdotes como hacia los soberanos. Al rey Yoyaquím le reprocha sin ambigüedad la ambición que le ha impulsado a construirse un gran palacio obligando a los súbditos a trabajar gratis. Cuando se le prohibe el acceso al templo, Jeremías empieza a dictar a su secretario Baruc mensajes terribles sobre la inminente invasión de los babilonios (36). Baruc va al templo a leerlos, pero el rey Yoyaquím pide que le traigan los royos y los quema. Después ordena el arresto de Jeremías y de Baruc que, sin embargo, se escapan. Jeremías manda escribir de nuevo esas profecías y anuncia: «El entierro de un borrico será el suyo: arrastradlo y tiradlo fuera de las puertas de Jerusalén» (C.f. 22,19). Esto sucederá así y cuando sube al trono su sucesor, Joaquín, el profeta lo define inmediatamente como «un fracasado en la vida» (22,30), para predecir después la deportación del rey y de su madre a un país extranjero: de hecho, en sólo tres meses, las tropas de Nabucodonosor conquistan las murallas de Jerusalén y deportan al rey y a los jefes del pueblo a Babilonia en el año 597. Jeremías no tiene mejor opinión del nuevo rey, Sedecías, al cual enseguida le reserva la visión profética de las dos cestas dejadas delante del Templo (24): una llena de higos de primera cosecha, que recuerdan a los hijos predilectos, deportados a Babilonia, pero que merecen la ayuda del Señor para poder volver a su patria; y la otra cesta llena de higos marchitos incomestibles destinados como el rey Sedecías y sus ministros a ser eliminados.

Más destrucciones
Cuando Nabucodonosor declara una nueva guerra a Israel, Sedecías le pide a Jeremías que consulte al Señor para que realice un prodigio y aleje al enemigo. Como respuesta Jeremías anuncia la destrucción de Jerusalén y un largo periodo de esclavitud: «Será reducida toda esta tierra a pura desolación y servirán estas gentes al rey de Babilonia setenta años» (25,11). Jeremías además invita a los judíos a rendirse: «El que salga y caiga en manos de los caldeos que os cercan, vivirá, y eso saldrá ganando» (C.f. 21,9 y 38,2). Es suficiente para considerar al profeta un traidor, incluso tal vez, un colaboracionista. En realidad Jeremías, cuando afirma la necesidad de aceptar la dominación babilonia no lo hace sólo por realismo político: está convencido de que el verdadero señorío sobre el mundo es el ejercido por Dios, a cuyo misterioso designio hay que someterse incluso cuando reserva duras pruebas a sus hijos predilectos. Sin embargo, el poder no está dispuesto a dejarse poner en cuestión: el jefe de la guardia del Templo, Pasjur, manda azotar a Jeremías y le deja durante un día y una noche encadenado cerca de la Puerta Alta de Benjamín. Al día siguiente Jeremías, nada indulgente, profetiza la deportación de Pasjur y su muerte en Babilonia, «y la de todos tus allegados a quienes has profetizado en falso» (20,6). En definitiva nada consigue plegar al profeta. Su fuerza moral proviene de una convicción superior y de cuanto el Señor le ha garantizado: que no morirá en manos de sus enemigos (39,17-18). Jeremías está tranquilo incluso cuando los sacerdotes y los falsos profetas piden su condena a muerte. En efecto, parte de la muchedumbre está de su parte y puede contar con la protección de un importante señor, Ajicam (26,24).

La madera y el hierro
Es significativa la controversia que Jeremías sostiene en el templo con el profeta Ananías (28), que encarna una posición demagógica y utópica. En el año 593 el rey Sedecías se había entrevistado con los embajadores de los países vecinos para proyectar una eventual rebelión contra Babilonia. Jeremías, con uno de sus gestos provocadores, se presentó con un fardo de madera a la espalda. Y predicaba que sólo aceptando el yugo de Babilonia se habría podido permanecer en la tierra de Judá. Ananías, en cambio, profetiza la vuelta «en dos años» de la élite judía prisionera en Babilonia y para hacerse comprender coge el fardo de Jeremías y lo rompe. La respuesta de Jeremías, acusado de predecir falsamente, es durísima: no sólo anuncia que Nabucodonosor sustituirá el fardo de madera por uno de hierro, sino que profetiza la muerte de Ananías antes de un año, «porque has empujado al pueblo a rebelarse contra el Señor». Y Ananías, en efecto, muere.
En la vigilia del nuevo asedio babilonio de Jerusalén, Jeremías sorprende a todos diciendo que compren el campo de un pariente suyo, en su natal Anatot y le da a Baruc el contrato para que lo ponga a salvo enterrándolo en una vasija de barro. Es un signo de la confianza en el Señor, de invitación a la esperanza, con la seguridad de que Jerusalén será tomado, pero la vida no acabará y que, en el futuro, las tierras devastadas y abandonadas serán de nuevo cultivadas y habitadas por el pueblo elegido (32). Pero cuando Jeremías quiere ir a ver ese campo es detenido por la guardia en una puerta de la ciudad. Le acusan de querer pasar al lado de los babilonios (37,14) y lo meten en la cárcel. Algunos dignatarios van al rey Sedecías y le dicen: «Hágase morir a ese hombre, porque con eso desmoraliza a los guerreros que quedan en esta ciudad y a toda la plebe, diciéndoles tales cosas. Porque este hombre no procura en absoluto el bien del pueblo, sino su daño» (38,4). Meten en el fondo de una cisterna fangosa a Jeremías y su suerte parece marcada, pero un alto funcionario etíope (¡un extranjero!) se pone de su parte y convence al rey (que empezaba a alimentar algunas dudas sobre su propio destino) de que lo saque de allí y lo meta en una celda. Después los babilonios conquistan Jerusalén, prenden a Sedecías y lo deportan encadenado.

Liberado de la cárcel
Antes de incendiar el Templo y el palacio real, Nabucodonosor ordena al comandante general babilonio Nabuzaradán que libere a Jeremías de la cárcel y le ofrece protección y regalos (según una dudosa tradición referida en el segundo libro de los Macabeos, 2, 1-12, Jeremías habría aprovechado enseguida la benevolencia del soberano babilonio para realizar una tarea de enorme importancia: poner a salvo el Arca de la Alianza, escondiéndola en una caverna del Monte Nevo donde Dios mismo hará que la encuentren, al final de los tiempos). Nabuzaradán ofrece al profeta incluso la posibilidad de un exilio de lujo: «Desde hoy te suelto las esposas de tus muñecas. Si te parece bien venirte conmigo a Babilonia, vente y yo miraré por ti. Pero si te parece mal venirte conmigo a Babilonia, déjalo. Mira, tienes toda la tierra por delante; adonde mejor y más cómodo te parezca ir, vete» (40,4). Eso hará Jeremías: permanecerá en la viña devastada de Yahveh, un país a merced de soldados y de bandas armadas. Pero cuando, para escapar de los soldados babilonios, una banda de fanáticos escapa a Egipto, obligarán por la fuerza a Jeremías a seguirles, a pesar de que él había tratado de disuadirles de partir pronunciando una de sus acostumbradas y terribles profecías. Taparle la boca es imposible: también en Egipto seguirá profetizando desventuras y muerte para el resto del pueblo de Israel aunque no será más tierno con Babilonia, objeto de otras feroces invectivas. Después, ya no se tienen más noticias ciertas de Jeremías. Según Tertuliano, que escribe ocho siglos después, en Egipto el profeta habría encontrado el martirio, lapidado por sus compatriotas. Pero mientras tanto, durante el cautiverio de Babilonia, la mejor parte del pueblo de Judá había seguido leyendo con avidez sus profecías. Sobre todo las relativas al retorno a la Tierra prometida, la prueba de que Dios no había abandonado a su pueblo y no traicionaría las promesas hechas a Abraham y Moisés. Las cartas en las que Jeremías recomendaba a los exiliados trabajar y casarse, llevando una vida normal también en el exilio, se convertirían en un paradigma para los judíos de la Diáspora hasta nuestros días.
De esta forma la fama de Jeremías creció durante siglos al mismo tiempo que se confirmaba cada una de sus profecías con el establecimiento de la «nueva alianza» entre Dios y su pueblo (31,31-34), con el creciente sentido de culpabilidad del pueblo judío. Cuando Jesús preguntó a sus discípulos quién decía la gente que era él, le respondieron: «Algunos dicen que Juan el Bautista; otros, que el profeta Elías, otros, que Jeremías...».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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