A la aventura
ELISA BUZZI
Un niño de ocho años, más avispado que la mayoría y loco por el fútbol, pide a la maestra poder leer durante el recreo en vez de jugar. ¿El motivo? Harry Potter. Tres hermanos, entre ocho y once años, pelean furiosamente, todo por conquistar el derecho de leer un libro antes que los otros. ¿La razón? ¡Harry Potter! Al regreso de la habitual salida de compras, una madre es recibida por un extraño silencio: la televisión apagada, las gameboy yacen inertes, incluso el ordenador está misteriosamente abandonado... porque los hijos están leyendo. ¿Qué? Harry Potrer, naturalmente.
Ahora, unos padres, agotados por la cotidiana lucha contra Pokemon, Digimon, Bola de Dragón, Power Rangers y toda similar basura televisiva japonesa, estaría casi tentado de aceptar estos fenómenos, sin hacerse demasiadas preguntas, llegando incluso a concebir disparatadas esperanzas: «A lo mejor se acostumbran a leer y llegan a comprender que es bonito». Pero, a la larga, una irreprimible tendencia humana, alimentada por una serie de voces más bien preocupantes (¡son historias de magia! En Estados Unidos los cristianos fundamentalistas han pedido que se retire del mercado) inducen a preguntarse de qué se trata y cuáles son las razones de que las historias del pequeño aprendiz de brujo hayan arrasado entre los jóvenes lectores. En efecto, el fenómeno tiene aspectos sorprendentes: los primeros cuatro volúmenes de la serie de aventuras de Harry y sus compañeros de la escuela de magia de Hogwarts y su lucha contra el oscuro y pérfido Voldemort, han vendido en todo el mundo setenta millones de ejemplares, llegando a ser el evento editorial de los últimos años y convirtiendo la autora, la principiante Joanne Kathleen Rowling, en una de las mujeres más ricas y famosas de Inglaterra. Es más, lo que se conoce ya con el nombre de “HarryPottermanía” ha contagiado a millones de lectores, más o menos jóvenes, con club de fans, páginas en Internet y otras manifestaciones folklóricas. La misma autora nos sugiere indirectamente una primera respuesta en uno de sus libros: podría ser que Miss Rowling haya encontrado efectivamente en algún libraco antiguo la fórmula mágica de la bruja de Bath «¡que tenía un libro que no se lograba nunca dejar de leer! Te veías forzado a ir por la calle con la nariz pegada al libro, tratando de hacer todo con la mano que te quedaba libre». La hipótesis, seguramente fascinante, no deja de ser atrevida y quien no renuncie a una investigación racional puede, por ejemplo, comparar los libros en cuestión con algunos ejemplares de la literatura contemporánea para chicos. No sé si alguien lo ha hecho, pero resulta realmente penoso. No me refiero claramente a los clásicos, sino a esa multitud de publicaciones variopintas que parece servir únicamente para extinguir los primeros pasos hacia la lectura de las jóvenes mentes. A menudo, los autores de literatura para chavales, que parten de una infancia tan desoladora como su propia forma de escribir, confunden la imaginación con el sin sentido y el realismo con la reducción a lo banal. La moraleja que trasmiten es normalmente una mistura de ecologismo y multiculturalidad, con una inevitable exhortación a la tolerancia universal, indigesta incluso para mentes menos inocentes que las infantiles. Mientras tanto, lo que se pierde irremediablemente es el simple e inestimable placer de leer una historia con todos sus ingredientes. El relato, la trama, la intriga y, sobre todo, el protagonista, el héroe con sus hazañas y sus pruebas, sus cualidades excepcionales y su humanidad, es lo que falta y, con ello, parece haberse extraviado la percepción de que la realidad, antes que ser un problema, es un horizonte lleno de fascinación e irresistible atractivo. Las historia de Rowling están escritas (y traducidas) muy bien, con equilibrio y ritmo, sin caer en lo vulgar o en el exceso a la hora de describir lo maravilloso y lo horrendo, con un discurrir que parecería pretencioso si no fuera porque los chicos han devorado incluso el último volumen de seiscientas veintitrés páginas. Además la autora transmite de inmediato al lector el placer de contar. Por lo que respecta al elemento mágico, que inquieta a ciertos padres, ocupa un lugar mucho menos relevante de lo que puede parecer a primera vista. Quizás la clave del éxito de Harry Potter sea la habilidad con la que combina tres de los géneros clásicos de la literatura infantil: el de aventura fantástica, el de los ambientes escolares y el policiaco, rico de suspense y golpes inauditos. Rowling utiliza el elemento mágico en un plano totalmente a-religioso, sin proyectarlo en un plan cósmico-filosófico. En el plano moral, en las pruebas que el pequeño mago debe afrontar, lo que cuenta de verdad no son sus extraordinarios poderes, sino otras virtudes: su inteligencia y determinación, su valor y lealtad. Y ni siquiera estas virtudes se demuestran realmente decisivas, porque Harry al final resulta siempre salvado por la amistad. En el fondo, esto es el verdadero argumento de las historias de Harry Potter, como en todos los grandes libros para chavales.
Cada uno es el primer hombre
CARMEN GIUSSANI
Un padre, una madre, un maestro, no pueden perderse esta obra póstuma de Albert Camus que fue hallada en su cartera el 4 de enero de 1960. La muerte sorprendió al autor prematuramente. En estas páginas queda su infancia, la memoria de las pocas grandes relaciones que le otorgaron esa mirada asombrada ante la vida que quedó en un rincón de su corazón de adulto. Los años en Argel imprimieron en él la pureza y la belleza, hijas de la pobreza en la que se crió y de ciertas presencias que habitaron a su lado: «Hay seres que justifican el mundo, que ayudan a vivir con su sola presencia» (p. 39).
En los dos primeros capítulos se describe la búsqueda del padre, porque «a alguien, como él, que nada posee y que quiere el mundo entero, no le basta toda su energía para construirse y conquistar o entender el mundo» (p. 33). En el tercero, la figura inolvidable del maestro: «Lo admiraba sin reservas, porque Malan, en tiempos en que los hombres son tan adocenados, era el único que tenía un pensamiento personal, en la medida en que es posible tenerlo, y en todo caso, bajo una apariencia falsamente conciliadora, una libertad de juicio que coincidía con la originalidad más irreductible» (p. 34). ¿Quién no desea para sus hijos un maestro así? «Porque cuando yo era muy joven, muy necio y estaba muy solo (¿recuerda en Argel?), usted se acercó a mí y sin mostrarlo me abrió las puertas de todo lo que yo amo en este mundo» (p. 37).
El libro está enteramente iluminado por la presencia de la madre, de la que el autor escribe en una nota: «Su madre es Cristo» (p. 259). Camus contempla en ella al “Justo sufriente” de cuya existencia lastimada por el dolor, la miseria y la soledad, emana una misteriosa claridad, una transparencia sorprendente que se opone a toda desesperación y maldad. Y vislumbra una esperanza que jamás renegó ni jamás gozó: «El niño se detenía entonces en el umbral de la puerta, con el corazón embargado, lleno de un amor desesperado por su madre y por lo que, en su madre, no pertenecía al mundo y a la vulgaridad de los días» (p. 148). Lo que no pertenece al mundo es la niñez del espíritu, la desnudez del alma, la capacidad de sufrir sin ser vencido, el amor silencioso que no pretende nada y vive de otro: «era como si nada pudiese contra su suave tenacidad, decenas de años de un trabajo agotador habían respetado en ella a la joven que el niño Cormery no tenía ojos suficientes para admirar» (pp. 56-57).
La segunda parte recorre los años del liceo, la amistad, la vida que se ofrece en todo su encanto, la tierra espléndida y aterradora, el amor desesperado por la mujer y la pasión por los libros: «Siempre había devorado los libros que caían en sus manos y los tragaba con la misma avidez que ponía en vivir, en jugar o en soñar» (p. 207).
La última página, a modo de extremo testamento, identifica a Camus y con él a ese “primer hombre” que somos todos, en el umbral de la Gracia: «sentía hoy que la vida, la juventud, los seres se le escapaban, sin poder salvar nada de ellos, abandonado a la única esperanza ciega de que esa fuerza oscura que durante tantos años lo había alzado por encima de los días, alimentado sin medida, igual que las circunstancias más duras, le diese también, y con la misma generosidad infatigable con que le diera sus razones para vivir, razones para envejecer y morir sin rebeldía».
Albert Camus
El primer hombre
Tusquet (III edición, 2001)
Es un libro muy interesante sobre todo para jóvenes adolescentes. Está escrito sin alardes estilísticos en un correcto y sencillo castellano. A pesar de ciertos pasajes un poco ñoños, reúne unos cuantos ingredientes que lo hacen figurar como recomendable.
En primer lugar, nos cuenta su autora una historia verdadera basada en su propia experiencia de juventud. Es una novela en el sentido más ortodoxo del término, porque los lectores asisten al cambio que se produce en uno o varios personajes en su confrontación con la realidad que les toca vivir.
La protagonista de la historia, Muriel, es una joven de unos veintidós años que inicia su trabajo de maestra en un pueblo del pirineo navarro llamado Beirechea. Como sucede en muchas escuelas rurales de primera enseñanza, son múltiples las dificultades que tiene que afrontar en su trabajo. Inicialmente, dichas dificultades constituyen un serio obstáculo hasta el punto de que la protagonista se pone un plazo de un mes - que después amplía a tres meses - para abandonar el pueblo.
Pero sucede que hay otros personajes determinantes en el cambio que se produce en Muriel, porque constituyen una compañía inestimable para ella. Don José Mari, el cura, le dice en cierta ocasión. «¿Has pensado que Dios te ha elegido precisamente a ti para que estés con nosotros?». Muriel se fía de él porque, siendo forastero igual que ella, se siente tan perteneciente al pueblo como los que nacieron allí. Una vez, Muriel se queja de no comprender a los beirechetarras y el cura le dice: «No intentes comprender a los hombres. Ámalos».
Al lector le resulta bastante claro el proceso de maduración de la protagonista y cuáles son las razones que la llevan, poco a poco, a terminar amando la escuela, los alumnos y todo el pueblo, del que ya no quiere marcharse ni siquiera por un trabajo en un gran colegio de la capital.
Lucía Baquedano
Cinco panes de cebada
Colección Gran Angular,
Ediciones SM, 1981
Londres, invierno de 1946. El narrador y protagonista de esta historia de amor - de “odio” dirá él - es Maurice Bendrix, escritor de cierto éxito.
La “aventura” comenzó en junio de 1944, cuando conoció a Sarah, la mujer del funcionario de Estado Henry Miles. El final de la aventura es el principio de la cruz, del largo sufrimiento, de Sarah, Maurice e incluso Henry, precipitado por un milagro - el primero de una corriente que acabará desbordando al liberal y bienpensante Bendrix - que acontece una noche durante el bombardeo más crudo de la Guerra.
Un interlocutor nuevo ha entrado irremisiblemente en la vida de Sarah, tomando de ella todo para Sí.
A Él es a quien odiará Maurice: «Es sólo una coincidencia - pensé - una horrible coincidencia lo que casi la trajo a Ti al final. Tú no puedes pensar que marcas indeleblemente a una criatura de dos años con unas gotas de agua y una oración. Si yo creyera eso, empezaría también a creer en la carne y en la sangre. Ella no fue tuya todos estos años; fue mía» (pp. 292- 293).
Los personajes que recorren una ciudad aún en ruinas siguiendo una trama casi policíaca (género en que Greene es maestro indiscutible) constituyen una memorable galería de retratos humanos; no ya los magistralmente trazados como Bendrix, Sarah o el patético Miles, sino también Richard Smythe - el orador materialista de Hyde Park - pasando por el investigador privado Parkis, tal vez el personaje más entrañable de Greene, o el padre Crompton, que en su breve intervención se revela como maestro en la racionalidad de la fe.
Junto a El poder y la gloria, es una de las obras magnas del novelista británico, que él mismo separó como concepción de sus novelas menores o “entretenimientos”.
Si en los “entretenimientos” o novela estrictamente de espionaje Greene muestra al hombre capaz de oponerse al poder, en las grandes obras encarna dos factores propios del acontecimiento cristiano: la intervención directa y discreta de Dios en la carnalidad de los avatares humanos y el problema del sacrificio. Podríamos decir que casi le obsesiona la idea de la inmolación de un inocente. Toda su novelística está sembrada de cruces. Desde la muerte absurda del piloto cubano Raúl en Nuestro hombre en la Habana hasta la muerte redentora que es eje central en sus grandes composiciones; así el martirio del sacerdote alcohólico de El poder y la gloria, la misma inmolación de Sarah Miles o el misterio del sufrimiento del arquitecto Querry que le lleva a morir a un lazareto del Congo en Un caso acabado.
Tal vez sea este el espíritu del Fin del romance, como lo describe la cita de Leon Bloy que abre el libro: «El hombre tiene lugares en su corazón que todavía no existen, y para que puedan existir entra en ellos el dolor».
El fin del romance (The End of Affair)
Graham Greene, 1951
Edhasa, 2000
(traducción de Ricardo Baeza)
pp. 340, 1800 Pts
La poesía del pueblo
GUADALUPE ARBONA
Uno de los grandes santones de la crítica literaria norteamericana, Harold Bloom, resumía recientemente la narrativa de Flannery O’Connor del siguiente modo: «el brío y el empuje de O’Connor, el ímpetu propulsor de su espíritu cómico son apabullantes. Si lo medimos por el efecto estético de las ficciones que escribió, su catolicismo bien puede considerarse un santo oleaje (...) Más que simple comediante de genio, O’Connor entrevió con lucidez que la religión de sus coetáneos no era el opio, sino la poesía del pueblo». Efectivamente, el santo oleaje de la escritora fue la tradición católica que abrazó personalmente y que le concedió una mirada nueva sobre la sociedad sureña en la que nació y que estimó profundamente. Hasta tal punto amó su tierra y a sus habitantes, inspiración de sus relatos, que a través de la ficción los acercó al misterio y sus formas. Y ese último y más seguro tesoro del pueblo, la poesía, que logra reflejar su escritura, ¿de dónde nace? Su secreto reside en mirar a los hombres enteros, es decir, dependientes de Dios. La inolvidable galería de personajes, casi nunca heroicos, que presentan sus relatos está en esa marca indeleble de desear el infinito. Además, eligiendo la desconcertante vía cómica, refleja con ellos un desproporcionado modo de estar en el mundo. Van a la busca de una gracia, una búsqueda, en la mayoría de los casos no consciente. Esa inconsciencia que lógicamente exacerba su ridiculez, a la vez que exalta la gratuidad del Misterio. El Misterio que irrumpe de manera imprevista e imprevisible. Sus personajes, desde su situación, pueden ser testigos de un acontecimiento. Y la poesía - la O‘Connor lo sabía bien - sólo llega a serlo cuando abre a la totalidad «Cuanto más se mira un objeto, más mundo veréis dentro y conviene recordar que el escritor de narrativa serio habla siempre del mundo entero, por limitado que sea su escenario».
Ella no podía dejar de ser una combinación de sureña y católica. Amante de su tierra y de la cultura del sur, defendía el valor de lo que despectivamente se ha llamado el “cinturón bíblico” o el “Sahara de los Bozarts”. Sus raíces estaban en una cultura donde la lectura y recitado de los relatos bíblicos constituían algo tan familiar como el respirar. Además O’Connor se enorgullecía de este legado, custodiado como tesoro por los más pobres: «En el Sur, la Biblia la conocen también los ignorantes, y es este mythos que los pobres mantienen en común lo más valioso para el escritor. Cuando los pobres portan la sagrada historia en común, establecen vínculos con lo universal y lo sagrado, lo que les permite que cada una de sus acciones esté sopesada y vista bajo el aspecto de la eternidad. El escritor que ve el mundo bajo esta luz, estará agradecido de tener este bagaje porque aquí creer todavía es algo creíble, aunque para la mentalidad moderna no puede ser admirable».
La lectura de la Biblia le ayudaba a valorar lo propio de su fe y, especialmente, la concreción de la mentalidad judía, sello del pueblo elegido depositario de la Alianza, que llega a ser marca definitiva con la Encarnación. Esta visión judía no puede ser eclipsada por el pensamiento conceptual griego que asume la fe de la Iglesia: «El genio judío de hacer lo Absoluto concreto ha condicionado el modo sureño de mirar las cosas. Esta es una de las razones por las que el Sur es una tierra de narradores. La fe es diferente si hemos aprendido una definición que si nos hemos conmovido con Abrahán mientras sujetaba el cuchillo sobre su hijo Isaac. Los dos conocimientos son necesarios, pero, en los últimos siglos, los católicos hemos dado demasiado énfasis a lo abstracto y se nos ha empobrecido la imaginación y la visión».
Inseparablemente unido a este sentido bíblico de la cultura sureña, se da en sus relatos el santo oleaje con el que identificaba Bloom la modulación católica de sus relatos; siempre aparece con la forma de un acontecimiento sorprendente, nada sentimental y que increpa de manera radical a los personajes. Toda la estructura de la acción y de la intervención de las criaturas en ella está encaminada a un final que actúa como una explosión en el recorrido. Y esto acompañado por una técnica narrativa pertinente. Para dar verosimilitud a lo inesperado se presenta la necesidad de que suceda algo. La pobreza de los personajes, aunque enterrada bajo un manto de oscuridad u oculta bajo una costra de indiferencia, reclama la gracia, siempre a través del tono grotesco.
Para lograrlo, y en ello estriba la grandeza del narrador, no necesitamos como lectores aclaraciones o intervenciones de éste. En general, y a excepción de algunas intromisiones aclaratorias al final de El negro artificial, son los personajes los que se nos dan con sus peculiaridades de carácter como en sus pensamientos, anhelos y sentimientos. Apoyados por una naturaleza elocuente, especialmente una iluminación - el sol, la luz lunar, la oscuridad de una habitación, la luz artificial vislumbrada en una estrecha consulta médica - que anuncia ese acontecimiento imprevisto que no por proceder del Misterio deja de ser perceptible.
En este sentido, la técnica narrativa de los cuentos está encaminada a permitir que la lectura procure una experiencia total pero siempre desde la perspectiva de un personaje bien definido. Los relatos están construidos con una estructura semejante; podemos sentir desde el inicio, en que el narrador descorre el telón, un momento cotidiano de la vida de los personajes. Puede estar ilustrado por una serie de analepsis - o saltos hacia el pasado de la historia -. Así ocurre en El negro artificial, en que se nos cuentan las circunstancias del nacimiento de Nelson, en La espalda de Parker, que recurre a relatar su vida en fuga hasta encontrar un nuevo motivo que tatuarse en la espalda, o en Las fiestas de Partridge, donde la visita airada del joven Calhoun responde a una serie de rebeliones anteriores. Pero lo importante es ese presente del discurso que está encaminado hacia un acontecimiento final desgarrador, a la vez que revelador. Esta estructura se hace más eficaz porque la focalización - es decir, el punto desde donde vemos y sentimos la historia - es la del protagonista que será el depositario de este acontecimiento final.
Los relatos de Flannery O’Connor reclaman un lector que actualice el texto, y se cumple si se mantiene, como recomienda la autora, una disposición interesada por la intersección entre realidad y misterio: «La mente que sabe captar la buena narrativa no es por necesidad aquella instruida, sino la mente siempre deseosa de poseer su sentido del misterio en contacto con la realidad y su sentido de la realidad en contacto con el misterio. La narrativa debe ser visión y ocultamiento». El lector no debe ceder a la tentación de intentar analizar exhaustivamente los relatos porque en ellos siempre existe un elemento imposible de cuadrar que deja el gusto de lo inaferrable, al mismo tiempo que se percibe su onda expansiva en el ámbito del lector. Y, de nuevo, las palabras de la autora nos ayudan, de modo sintético, a entenderlo: «un buen relato no puede ser reducido, puede solamente expandirse. Un relato es bueno cuanto más se ve en él y cuanto más se nos escapa. En ficción dos y dos es siempre más que cuatro».
Flannery O’Connor
El negro artificial
Ed. Encuentro, 2000
pp. 328, 2500 Pts
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