El “difícil” viaje de Juan Pablo II a la ex república soviética, con la intención de visitar a los numerosos fieles ucranianos como «pastor supremo de la Iglesia católica». Kiev, Lvov y la beatificación de los primeros mártires greco-católicos. Yendo más allá de las polémicas
Una «visita ardientemente deseada». En su primer discurso pronunciado a los pies de la escalerilla del avión que le ha llevado desde Roma hasta Kiev, Juan Pablo II habla de la magnitud de la espera ante la peregrinación a Ucrania. Un viaje definido por todos como «difícil» ya antes de su inicio a causa de las incomprensiones por parte del Patriarcado de Moscú, contrario hasta el final a la llegada del Papa, que ha sido en cambio acogido por las otras dos Iglesias ortodoxas no canónicas (la autocéfala y la que está bajo el autoproclamado patriarca Filarete de Kiev). Desde el punto de vista de las relaciones ecuménicas, es cierto que la visita de Juan Pablo II no ha obtenido los resultados que sí se obtuvieron hace dos meses en Grecia y Siria, o en los años anteriores en Rumanía y Georgia. Será necesario esperar para saber si la presencia del anciano peregrino, venido con toda humildad para confirmar a sus hermanos en la fe, habrá facilitado a la larga el diálogo con Moscú o no. La finalidad principal del viaje, sin embargo, era otra, y así lo expresó el mismo Wojtyla en la carta al metropolita Volodmyr de Kiev: el obispo de Roma llega a Ucrania «como pastor supremo de la Iglesia católica, tras reiteradas invitaciones, para corresponder a un vivo deseo de los católicos ucranianos, bastante numerosos y bien enraizados en el país, y reunirse con ellos confirmándoles en la fe en Jesucristo, nuestro único Señor». Los católicos en la ex república soviética son casi seis millones. La mayor parte están concentrados en la zona occidental del país, en el área de Lvov. La Iglesia de Ucrania es una iglesia mártir, que fue aniquilada y recluida a la clandestinidad por orden de Stalin tras la guerra, y cuyos pastores fueron perseguidos durante muchos años y deportados a los campos de concentración. Juan Pablo II ha querido visitarles y reconocer su testimonio, su fidelidad a Pedro y su martirio. Ha querido estar presente, él, primer Papa eslavo, «en la cuna de la cultura cristiana de todo el oriente europeo», a orillas del río Dnieper, en el lugar en el que en el año 988 tuvo lugar el bautismo de la Rus después de la decisión del príncipe Vladimir de abrazar la fe. «Vengo como hermano en la fe para estrechar a tantos cristianos que, en medio de las tribulaciones más duras, han perseverado en la adhesión fiel a Cristo», dice el Papa en la mañana del 23 de junio, en el discurso en el aeropuerto de Kiev, ante el Presidente ucraniano y los obispos que fueron a recibirle. Desde el comienzo, Juan Pablo II tiende la mano a Moscú: el Papa no se presenta como el paladín de occidente, no quiere hacer proselitismo, no trata de hacer «conquistas». «Peregrino de paz y de fraternidad, confío ser acogido con amistad incluso por cuantos, aun no perteneciendo a la Iglesia católica, tienen el corazón abierto al diálogo. Deseo asegurarles que no he venido con intenciones de hacer proselitismo, sino para dar testimonio de Cristo junto con todos los cristianos de cualquier Iglesia y comunidad eclesial y para invitar a todos los hijos e hijas de esta noble tierra a dirigir su mirada hacia Aquél que ha entregado su vida para la salvación del mundo». La mirada fija en el rostro de Jesús es lo único que hace posible humillarse, reconocer las culpas recíprocas, pedir y ofrecer perdón por las ofensas cometidas y sufridas, empezar de nuevo desde el principio. «Postrados ante el Señor común - dice Wojtyla -, reconocemos nuestras culpas».
Dos liturgias para un aeropuerto
Domingo 24 y lunes 25. Juan Pablo II celebra la Misa en la periferia de Kiev, en el aeropuerto de Chayka. El palco sobre el que se encuentra el altar, enorme, tiene la forma de una nave de madera. El primer día la liturgia se celebra en rito latino, el segundo día en el rito bizantino seguido por la Iglesia greco-católica. En ambas ocasiones se ven muchos ortodoxos entre los fieles, signo de que el ecumenismo de los pueblos corre más veloz que el de las jerarquías eclesiásticas. En la homilía del domingo, el Papa pronuncia de nuevo palabras que encierran el deseo de la unidad de los cristianos: «San Vladimir y los habitantes de la Rus recibieron el bautismo de misioneros procedentes de Constantinopla, el mayor centro del cristianismo de oriente, y de esta forma la joven Iglesia entró en el ámbito de la preciosa herencia de fe y de cultura de la Iglesia bizantina. Esto sucedía a finales del primer milenio. Aun viviendo según dos tradiciones distintas, la Iglesia de Constantinopla y la de Roma permanecían todavía en plena comunión. En la Carta apostólica Euntes in mundum afirmo que debemos dar gracias al Señor juntos por este hecho, que representa hoy un auspicio y una esperanza. Dios ha querido que la madre Iglesia, visiblemente unida, acogiese en su seno, ya fecundo en naciones y pueblos, a esta nueva hija a orillas del Dnieper».
Al día siguiente, para la celebración de la Divina liturgia en rito bizantino, la multitud era mucho mayor. De nuevo se ven fieles ortodoxos entre la gente. Ut unum sint, para que todos sean una sola cosa, es el grito que repite Juan Pablo II. En la coexistencia de los dos ritos, latino y greco-católico, tan distintos entre ellos, se hace visible la riqueza de las tradiciones pluriformes presentes en la única Iglesia. «La unidad fundada sobre la verdad revelada y sobre el amor - explica el Papa - no anula al hombre, su cultura y su historia, sino que lo inserta en la comunión trinitaria, en donde todo aquello que es auténticamente humano se enriquece y se potencia. Es un misterio - continúa Juan Pablo II - bien reflejado en esta liturgia... En la humanidad nueva, que nace del corazón del Padre y que tiene como cabeza a Cristo y vive por el don del Espíritu, subsiste una pluralidad de tradiciones, ritos y disciplinas canónicas que, lejos de insidiar la unidad del cuerpo de Cristo, lo enriquecen con los dones referidos a cada uno». Palabras que parecen hacer referencia a la intervención del cardenal Lubomyr Husar, arzobispo mayor de Lvov, que el pasado mes de mayo presentó a sus colegas purpurados a la Iglesia greco-católica como puente hacia la ortodoxia.
Lvov, una zambullida en la memoria
Dejada a un lado la oficialidad de Kiev, el lunes 25 de junio Juan Pablo II voló a Lvov. Aquí la presencia de católicos es mayoritaria y lo demuestran las calles abarrotadas de fieles que aclamaban al Papa. La Iglesia salió de las catacumbas de la clandestinidad hace apenas un decenio, y la alegría de poder abrazar al obispo de Roma se hace incontenible. También aquí, al igual que en Kiev, Wojtyla celebra dos misas en el mismo lugar, un hipódromo a las afueras de la ciudad, según los dos ritos. El martes 26, durante la Misa, beatifica a dos católicos profundamente ligados a la ciudad. El sacerdote Zygmunt Gorazdowski, gran apóstol de la caridad y fundador de la Congregación de las hermanas de San José; y el arzobispo Giuseppe Bilczewski. Este último, nacido en la diócesis de Cracovia, había ido al colegio en la ciudad natal del Papa, Wadowice. «Esta beatificación - revela Juan Pablo II - constituye para mí un motivo particular de alegría. El beato Giuseppe Bilczewski se encuentra en la misma línea de sucesión apostólica que yo. Él consagró al arzobispo Boleslao Twardowski, que a su vez ordenó obispo a Eugenio Baziak, de cuyas manos recibí la ordenación episcopal. Hoy, por tanto, también yo recibo un nuevo y especial patrono. Doy gracias a Dios por este admirable don». En la homilía, el Papa invita al perdón recíproco a polacos y ucranianos en una tierra en donde las heridas seculares causadas por las luchas, guerras y conquistas no se han cicatrizado del todo. «Sentimos un impulso íntimo a reconocer las infidelidades al Evangelio en las que han incurrido no pocos cristianos de origen tanto polaco como ucraniano residentes en estos lugares. Es tiempo de poner tierra de por medio ante ese doloroso pasado».
Con los jóvenes bajo la lluvia
Al mediodía del martes Juan Pablo II se reúne con miles de jóvenes frente a la Iglesia de la Natividad de la Madre de Dios en Sykhiv, un barrio periférico de Lvov. Llueve, y a causa del viento el baldaquino del palco no logra resguardar al Papa. Pero el viento y la lluvia no le detienen. Con el hábito talar empapado, Wojtyla entona cantos polacos y responde al entusiasmo de los jóvenes. El mensaje que les dirige es, como siempre, comprometedor a la vez que fascinante. «Queridos jóvenes, vuestro pueblo está viviendo una transición difícil y compleja desde el régimen totalitario que lo ha oprimido durante muchos años a una sociedad finalmente libre y democrática. La libertad, sin embargo, requiere conciencias fuertes, responsables, maduras. La libertad es exigente y, en cierto sentido, cuesta más que la esclavitud. Por esto, abrazándoos como un padre, os digo: escoged el camino estrecho, que el Señor os indica a través de sus mandamientos. Son palabras de verdad y de vida. El camino que a menudo parece ancho y cómodo se revela después engañoso y falaz. No paséis de la esclavitud del régimen comunista a la del consumismo, otra forma de materialismo que, aunque sin rechazar a Dios de palabra, lo niega con los hechos, excluyéndolo de la vida. Sin Dios no podéis hacer nada bueno. Con su ayuda, en cambio, podéis afrontar todos los desafíos del momento presente».
Testigos en el «siglo del martirio»
El punto culminante del viaje es la liturgia del miércoles 27 de junio. Juan Pablo II beatifica a los primeros mártires de la Iglesia greco-católica: son Mykola Carneckyj y 24 compañeros, asesinados en los campos de concentración soviéticos; el obispo Teodor Romza, herido en un accidente de coche provocado por los servicios secretos y posteriormente envenenado en el hospital; el padre Omeljan Kovc, mártir de los nazis, y la sierva de Dios Josaphata Hordashevska, fundadora de congregaciones dedicadas al apostolado. «Estas tierras - dice el Papa tomando prestadas las palabras del heroico metropolita Yosyf Slipyi - han sido cubiertas por montañas de cadáveres y ríos de sangre». Hablando de los mártires, Juan Pablo II dice: «Sostenidos por la gracia divina, han recorrido hasta el final el camino de la victoria. Es el camino que pasa a través del perdón y la reconciliación; camino que conduce a la luz fulgurante de la Pascua, después del sacrificio del Calvario. Estos hermanos nuestros son los representantes de una multitud de héroes anónimos - hombres y mujeres, maridos y mujeres, sacerdotes y consagrados, jóvenes y ancianos - que a lo largo del siglo XX, el “siglo del martirio”, han afrontado la persecución, la violencia y la muerte con tal de no renunciar a su fe». «Yo mismo - añade Wojtyla - he sito testigo, en mi juventud, de esta especie de “Apocalipsis”. Mi sacerdocio, ya en su nacimiento, se inscribió en el gran sacrificio de muchos hombres y mujeres de mi generación. Su memoria no debe perderse, pues constituye una bendición. Hacia ellos se dirige nuestra admiración y nuestra gratitud: como un icono del Evangelio de las Bienaventuranzas vivido hasta el derramamiento de la sangre, ellos constituyen un signo de esperanza para nuestros tiempos y los que vendrán. Han manifestado que el amor es más fuerte que la muerte».
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