En el próximo Meeting de Rímini, una gran exposición se centrará en una época reciente de la cultura italiana, conocida como periodo de los llamados “realismos”. Tema muy de actualidad. En la época moderna, una de las palabras que ha sufrido más cambios en su significado y que ha estado en el punto de mira de encendidos debates es la palabra ‘realismo’.
Comúnmente este término se utiliza para indicar una forma de juzgar la realidad y las circunstancias de la vida con una mezcla de desencanto y escepticismo. “Realista” parece ser quien tiene la dosis exacta de distanciamiento o de cinismo para poder tratar situaciones y personas sin esperar nada en el fondo.
Realista parece ser quien ha llegado a aceptar que siempre nos acecha una mala pasada y por eso anda con pies de plomo, con una actitud escéptica, que enfatiza los aspectos negativos y contradictorios de la vida. El realista de hoy parte de una especie de prejuicio según el cual cualquier valoración verdadera debe empezar fijando los límites y destacando los valores negativos y más críticos.
Es una actitud que, a menudo, no deriva de una reflexión consciente y que asumimos casi sin darnos cuenta. Un hábito que es mentalidad común.
El predominio de una concepción del hombre conforme a la cual la relación con la realidad resulta imposible ha atizado la reflexión de filósofos, artistas y científicos sobre esta palabra. Según tal concepción, que se basa en la negación del vínculo entre el hombre y el Misterio que lo crea - rechazando cualquier tipo de pertenencia -, la realidad se escapa del pensamiento y la experiencia. A partir de ahí, la tensión por ser “realistas” se ha acentuado de muchas maneras sin encontrar nunca satisfacción. Hoy, además, quien afirma que se relaciona con la realidad, que conoce la verdad y no una imagen parcial o ilusoria de ella, pasa por loco.
¿No es terrible el destino de una civilización que niega la posibilidad de relacionarse con la realidad reduciéndola a un laberinto de ilusiones o, como mucho, a cinismo? Lo describe proféticamente el salmo 14: «Dice el necio para sí:/ “¡No hay Dios!”./ Se han corrompido cometiendo execraciones,/ no hay quien obre bien./ El Señor observa desde el cielo/ a los hijos de Adán,/ para ver si hay alguno sensato,/ que busque a Dios./ Todos se extravían,/ igualmente obstinados,/ no hay uno que obre bien,/ ni uno solo».
Tras una noche en vela, el Innombrable de Los novios de Manzoni abre la ventana buscando desesperadamente un nuevo bien sobre el que reconstruir su vida, una nueva relación consigo mismo y con la realidad. Se habría quedado solo con sus grandes y terribles pensamientos. Pero el genio católico de Manzoni introduce una escena que plantea una hipótesis de bien, la posibilidad de reemprender una vida que se había oscurecido hasta el punto de pensar en el suicidio: la ventana se abre sobre un pueblo que acude al encuentro con el cardenal Borromeo, un pueblo que vive de la memoria del hecho cristiano capaz de dar sentido a su difícil existencia.
A lo largo de su historia, la Iglesia ha enseñado que la fe es el mayor realismo. En el libro del mundo, si el hombre no se defiende con su propia pretensión de medir y poseer ni se encierra en el estrecho ámbito de sus desilusiones y fatigas, puede leer el poder bondadoso del gesto del Creador y la llamada a concebir el valor de la existencia en relación con el misterio de Su paternidad. Ese gesto que fundamenta la bondad de cada detalle - «el Dios de los detalles», exclamaba Pasternak - es renovado, salvado y rescatado por el acontecimiento de Cristo, el Dios que vivió, murió y resucitó por amor a los hombres.
Quienes viven de la memoria de ese acontecimiento como algo que sucede ahora, perciben y construyen su existencia a partir de un bien que no se oscurece. En medio de los dramas de la historia personal y civil, son hombres que sostienen la esperanza.
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