Va al contenido

Huellas N.8, Septiembre 2000

JUBILEO

Si sois lo que tenéis que ser, ¡prenderéis fuego al mundo entero!

Luca de Simoni

El 19 de agosto tuvo lugar la Jornada Mundial de la Juventud. Más de dos millones de jóvenes invadieron la Ciudad Eterna. Durante el encuentro en la explanada de Tor Vergata, el Papa dijo: «Es Él a quien buscáis»


Urbem quam dicunt Romam... Las calles desiertas, el aire límpido, 32 grados a la sombra. El majestuoso Coliseo, las termas de Caracalla, los foros imperiales. Además, el Parlamento, el Quirinal, Via del Corso con sus negocios cerrados por las vacaciones de “Ferragosto” [ndt. nombre con el que los romanos aluden al caluroso mes de agosto]. Por fin, las vacaciones. Muchos, miles, las pasamos aquí, en la ciudad, en Roma. En el colegio. Nos alojamos en el Instituto Cristo Rey, un bello edificio, con campo de fútbol, las mesas y las sillas apiladas en los pasillos, las notas del último curso colgadas junto a la dirección. En pocos minutos comprendemos para qué sirven los rectángulos dibujados en el suelo con cinta adhesiva, en las aulas, en el gimnasio, en la entrada: son lugares para dormir, y diligentemente desenrollamos la “galleta” y extendemos el saco de dormir. Nos rodean miles de chavales entre los dieciocho y los veinticuatro años. Con la selectividad recién aprobada o la licenciatura recién obtenida o a punto de conseguirse; todos han venido a Roma durante sus vacaciones. Para rezar. Para encontrarse con el Papa. Ese bueno y viejo Papa. Es 15 de agosto, media tarde; cuando cae un sol de justicia sobre la plaza de San Juan de Letrán comienza el encuentro de bienvenida. Después, continúa en la plaza de San Pedro, entre una muchedumbre que canta y grita. «Gio-vànnipaolo»... Otros, sudamericanos: «Juan Pablo Segundo, te quiere todo el mundo». Después, los ya habituales dichos: «¿Qué nos importa Ronaldo?, nosotros tenemos a Wojtylà, Wojtylaaaaa». Cada uno a su manera, como le sale. «¿Qué habéis venido a buscar? O, mejor, ¿a quién habéis venido a buscar?», truena sonriente desde el palco. «¿Qué habéis venido a buscar? La respuesta no puede ser más que una: ¡habéis venido a buscar a Jesucristo!». Sí, hemos venido a buscar a Cristo. En las piedras de esta ciudad, sobre la tumba del apóstol Pedro, en las palabras de este anciano que es más joven que todos nosotros. «No permitáis que el tiempo que el Señor os regala transcurra como si todo fuese una casualidad».



La peregrinación

A la mañana siguiente empezamos a caminar para visitar las cuatro basílicas en el centro de Roma. Es difícil seguir los dos pequeños carteles con el rótulo “CL” a través de la confusión de las calles, entre millares de peregrinos. «Será la diócesis de Caltanisetta», comentan algunos peatones. Es difícil no distraerse. «No permitáis que el tiempo transcurra como una casualidad»... Corremos en las encrucijadas y nos vamos alzando sobre las aceras. Todos entramos en San Clemente para admirar el espléndido mosaico del ábside que representa el árbol de la vida; después ante San Juan de Letrán, que el día anterior habíamos visto sólo desde el fondo de la plaza. Atravesamos la Puerta Santa, una de las cuatro de Roma, donde muchos como nosotros se arrodillan y hacen memoria de la misericordia de Dios. La Puerta de la Memoria. Nos sentamos en la Santa Cruz, la basílica que mandó construir la madre de Constantino para venerar las reliquias de la cruz de Cristo aquí conservadas. No la cruz, sino el crucificado: nosotros adoramos a quien ha muerto en la cruz, pero que ha resucitado para salvarnos de los pecados. Concluimos nuestra peregrinación en Santa María la Mayor, la primera iglesia que la cristiandad dedicó a la Virgen.



La exposición

Pedro y Pablo. Dos hombres, amigos, que Le han encontrado. La exposición, realizada por la Asociación Meeting en colaboración con los Museos Vaticanos, dispuesta en el Palacio de la Cancillería, recorre las huellas que han dejado en Roma. Sarcófagos, inscripciones. Y una ciudad que, gracias a ellos, ha cambiado de rostro. Se abrazan, Pedro y Pablo, en un bajorrelieve grabado sobre una plancha de marfil. El uno y el otro, juntos, en el nombre de Cristo, conquistaron una ciudad.



Tor Vergata

Llegamos al alba a la estación de Tor Vergata, a algunos kilómetros del gran palco de madera que no alcanzamos a ver. Los faroles iluminan un enorme prado, todavía vacío con las primeras luces de la mañana. Juntos en este camino, hemos pasado de mil a siete mil. Se han unido a nosotros los demás jóvenes “cielinos” [ndr, apelativo que reciben en Italia los miembros de CL], transportados hasta aquí en trenes especiales. Nos ponemos en camino, los siete mil. Pronto seremos más de dos millones. El sol que sale trae consigo un calor sofocante, mitigado a duras penas por las fuentes situadas en las esquinas del prado. Montamos tiendas y refugios de emergencia con cajas y sacos de dormir para protegernos. Comienzan los cantos, también nosotros «bajo la misma luz/ bajo su misma Cruz/ cantando a una voz/ Emmanuel/ Emmanuel». Hacia las dos y media, nuestro sector está en silencio, las tiendas improvisadas han desaparecido, todos escuchan el testimonio de Carrascosa sobre la experiencia de las peregrinaciones a la Virgen Negra de Czestochowa. Vuelve el calor. En torno a las fuentes se ha formado un pantano. El prado es una muchedumbre oceánica. Ya ni siquiera nos fijamos en las ambulancias que socorren a los jóvenes peregrinos afectados por una insolación o por el cansancio. Hacia las seis llega el Papa. Da una vuelta con su coche entre los jóvenes, sus jóvenes. Sonríe feliz, él, octogenario, más joven que todos nosotros. «La juventud es una actitud del corazón: Comunión y Liberación saluda a Juan Pablo II», reza el cartelón que levantamos mientras él pasa y nos bendice. «¿Qué buscáis?», nos había preguntado el Papa unos días antes.«En realidad es a Jesús a quien buscáis cuando soñáis con la felicidad; es Él quien os espera cuando nada de lo que encontráis os satisface; es Él la belleza que tanto os atrae; es Él quien os provoca con esa sed de radicalidad que os impide plegaros a las conveniencias. Es Jesús quien suscita en vosotros el deseo de hacer de vuestra vida algo grande, la voluntad de seguir un ideal, el rechazo a dejaros tragar por la mediocridad...». Muy pocos nos han hablado así, testimoniándonos su fe. Es verdad, Roma no olvidará nunca este «bullicio». Nos alejamos bajo los fuegos artificiales para alcanzar el sector cercano a la salida donde pasaremos la noche y oiremos misa de mañana. Cansados, probados, pero «en el dolor, alegres». Seguros del acontecimiento extraordinario al que hemos asistido.



Vigilia de oración del sábado 19 de agosto

Aquí tenemos lo que es la fe.Es la respuesta a la palabra del Dios vivo por parte del hombre racional y libre.

La revelación divina, la pregunta de Cristo y la respuesta del hombre se han completado con el encuentro personal del discípulo con Cristo vivo, con el Resucitado. Ese encuentro pasa a ser el inicio de una nueva relación entre el hombre y Cristo, una relación en la que el hombre reconoce existencialmente que Cristo es Señor y Dios; no sólo Señor y Dios del mundo y de la humanidad, sino Señor y Dios de esta existencia humana mía concreta.

Todo ser humano tiene en su interior algo del Apóstol Tomás. Es tentado por la incredulidad y se plantea las preguntas fundamentales: ¿Es verdad que Dios existe? ¿Es verdad que el mundo ha sido creado por Él? ¿Es verdad que el Hijo de Dios se ha hecho hombre, ha muerto y ha resucitado? La respuesta surge junto con la experiencia que la persona hace de su divina presencia.

Queridos amigos, también hoy creer en Jesús, seguir a Jesús siguiendo las huellas de Pedro, de Tomás, de los primeros Apóstoles y testigos, conlleva una opción por Él y, no pocas veces, es como un nuevo martirio: el martirio de quien, hoy como ayer, es llamado a ir contra corriente para seguir al divino Maestro, para seguir «al Cordero a dondequiera que vaya».

Quizás a vosotros no se os pedirá la sangre, pero sí ciertamente la fidelidad a Cristo. Una fidelidad que se ha de vivir en las situaciones de cada día. Estoy pensando en los novios y su dificultad de vivir, en el mundo de hoy, la pureza antes del matrimonio. Pienso también en los matrimonios jóvenes y en las pruebas a las que se expone su compromiso de mutua fidelidad. Pienso, asimismo, en las relaciones entre amigos y en la tentación de deslealtad que puede darse entre ellos.

En realidad, es a Jesús a quien buscáis cuando soñáis la felicidad; es Él quien os espera cuando no os satisface nada de lo que encontráis; es Él la belleza que tanto os atrae; es Él quien os provoca con esa sed de radicalidad que no os permite dejaros llevar del conformismo; es Él quien os empuja a dejar las máscaras que falsean la vida; es Él quien os lee en el corazón las decisiones más auténticas que otros querrían sofocar. Es Jesús el que suscita en vosotros el deseo de hacer de vuestra vida algo grande, la voluntad de seguir un ideal, el rechazo a dejaros atrapar por la mediocridad, la valentía de comprometeros con humildad y perseverancia para mejoraros a vosotros mismos y a la sociedad, haciéndola más humana y fraterna. ¡Es Él, Jesucristo!

Deseo concluir mi discurso, mi mensaje, diciéndoos que deseaba mucho veros. Quería encontrarme con vosotros, primero por la noche y luego en este día. Os doy las gracias por este diálogo a ritmo de gritos y aplausos.



Homilía de la Santa Misa del 20 de agosto

Queridos jóvenes, si estamos aquí hoy es porque nos vemos reflejados en la afirmación del apóstol Pedro: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68). Muchas palabras resuenan en vosotros, pero sólo Cristo tiene palabras que resisten al paso del tiempo y permanecen para la eternidad. El momento que estáis viviendo os impone algunas opciones decisivas: la especialización en el estudio, la orientación en el trabajo, el compromiso que debéis asumir en la sociedad y en la Iglesia. Es importante darse cuenta de que, entre todas las preguntas que surgen en vuestro interior, las decisivas no se refieren al «qué». La pregunta de fondo es «quién»: hacia «quién» ir, a «quién» seguir, a «quién» confiar la propia vida.

Sólo Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios y de María, la Palabra eterna del Padre, que nació hace dos mil años en Belén de Judá, puede satisfacer las aspiraciones más profundas del corazón humano.

En la pregunta de Pedro: «¿A quién vamos a acudir?» está ya la respuesta sobre el camino que se debe recorrer. Es el camino que lleva a Cristo. Y el divino Maestro es accesible personalmente; en efecto, está presente sobre el altar en la realidad de su cuerpo y de su sangre.

Sí, queridos amigos, ¡Cristo nos ama y nos ama siempre! Nos ama incluso cuando lo decepcionamos, cuando no correspondemos a lo que espera de nosotros. Él no nos cierra nunca los brazos de su misericordia. ¿Cómo no estar agradecidos a este Dios que nos ha redimido llegando incluso a la locura de la Cruz? ¿A este Dios que se ha puesto de nuestra parte y está ahí hasta al final?

¡El mundo no puede verse privado de la dulce y liberadora presencia de Jesús vivo en la Eucaristía!

Sed vosotros mismos testigos fervorosos de la presencia de Cristo en nuestros altares. Que la Eucaristía modele vuestra vida, la vida de las familias que formaréis; que oriente todas vuestras opciones de vida.

Si alguno de vosotros, queridos jóvenes, siente en sí la llamada del Señor a darse totalmente a Él para amarlo «con corazón indiviso» (cf. 1 Co 7,34), que no se deje paralizar por la duda o el miedo. Que pronuncie con valentía su propio «sí» sin reservas, fiándose de Él que es fiel en todas sus promesas. ¿No ha prometido, al que lo ha dejado todo por Él, aquí el ciento por uno y después la vida eterna?

Al volver a casa, no os disperséis. Confirmad y profundidad en vuestra adhesión a la comunidad cristiana a la que pertenecéis. Desde Roma, la ciudad de Pedro y Pablo, el Papa os acompaña con su afecto y, parafraseando una expresión de Santa Catalina de Siena, os dice: Si sois lo que tenéis que ser, ¡prenderéis fuego al mundo entero! (cf. Cart. 368).

Miro con confianza a esta nueva humanidad que se prepara también por medio de vosotros; miro a esta Iglesia constantemente rejuvenecida por el Espíritu de Cristo y que hoy se alegra por vuestros propósitos y de vuestro compromiso.



Una presencia, no un discurso

Aportación de don Giussani a la edición especial de L’Osservatore Romano dedicada a la Jornada Mundial de la Juventud.
13 de agosto de 2000


LUIGI GIUSSANI

La oleada de humanidad que nos invadió a todos al escuchar el primer discurso de Juan Pablo II ante el mundo con ocasión de su elección al pontificado, no podía dejar de interesar a los jóvenes.
En la “Carta” dirigida a ellos [con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud, ndr], el Sumo Pontífice afirma: «La juventud es el periodo de la vida en el que se produce un descubrimiento especialmente intenso del yo humano, y de las propiedades y capacidades a él inherentes». Es el momento en el que afloran con especial intensidad y evidencia las grandes preguntas que impulsan la búsqueda del sentido último de la vida, confiriendo a la existencia un “movimiento” especial. El corazón del hombre, siempre vivo y palpitante, grita la exigencia de una respuesta exhaustiva, en cualquier circunstancia en la que se vea obligado a vivir, incluso en la del olvido de sí mismo.
Pues el corazón espera siempre otra cosa, más concretamente a Otro.
Dicha espera comporta una actitud misteriosa que se plasma en nuestra experiencia como búsqueda de una compañía: «Os aseguro con franqueza que la aventura más bella y entusiasmante que os puede pasar es el encuentro con Jesús, el único que da un verdadero significado a nuestra vida. No basta buscar, hay que buscar para encontrar la certeza» (Juan Pablo II, Discurso a los militares italianos). Dice Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6).
El descubrimiento de la amistad de Cristo entusiasma cuando se es joven; también de viejo puede llenar el corazón de alegría: la juventud, en efecto, es una actitud del corazón. Como lo es para el Papa, que delante de una gran multitud de jóvenes revela la naturaleza y el valor de la compañía como encuentro con Jesús. No se trata de un discurso - como pasa tantas veces: los jóvenes lo escuchan y les deja indiferentes y, por tanto, solos -, sino de una presencia, como dijo el Papa en el Ángelus del pasado 30 de julio: «No se puede reducir el cristianismo a una doctrina, ni a simples principios, porque Cristo, centro del cristianismo, está vivo y su presencia constituye el acontecimiento que renueva constantemente a las criaturas humanas y al cosmos».
El acontecimiento de Cristo presente es la Iglesia, la compañía de personas que se origina por la presencia de un factor que realmente genera, aunque es invisible. La Iglesia es, por tanto, una realidad concreta, real, tangible de personas cambiadas por un encuentro. Un encuentro que suscita un tipo de vida nuevo, más alegre y más humano; es más, verdaderamente humano aun dentro de todos los límites que caracterizan la existencia de toda persona.
Todos los factores de la vida, familiares y sociales, tienden entonces a convertirse en objeto de una responsabilidad, que madura la verdad de la persona en la historia. De manera que el joven puede percibir, como provocación ideal de sus energías y de su tiempo, el contenido de la frase que sintetiza la mirada amorosa a una persona: «Era necesario que lo heroico se convirtiera en cotidiano y lo cotidiano en heroico».
Lo mismo que ha supuesto para el mundo entero la figura humana de quien guía la Iglesia hoy.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página