Va al contenido

Huellas N.1, Enero 2000

MISIÓN

Viento del Este

Antonio Simone, Laura Cioni, Giovanna Parravicini

Tres testimonios de viajes y encuentros más allá del telón de acero. Eran los años 60-70 cuando jóvenes universitarios de CL fueron a Polonia, Checoslovaquia y la URSS para verse a escondidas con los cristianos de la Europa Oriental. El valor de don Francesco Ricci y del padre Romano Scalfi El ciclostil y el 128

ANTONIO SIMONE

Confieso que he sido una espía; aún más, porque era a la vez una espía de Occidente y de los países comunistas. He robado al Este y al Oeste lo más precioso que tenían y se lo he pasado a los demás. Años setenta, decenas de viajes entre Milán, Praga y Varsovia. La frontera con Checoslovaquia era la más difícil: largos y atentos registros, difícil transportar Biblias y libros, sólo alguna carta en papel de celofán guardada en los botes de mermelada; pero con muchas ganas de encontrar a los hermanos en la fe perseguidos y de comunicar la experiencia del movimiento.
¡Si hubiera sabido que la lista Mitrokhin* iba a suscitar tanto revuelo la habría anticipado yo! Todos nosotros, espías, sabíamos que existían los campos de adiestramiento de los terroristas rojos en las cercanías de Karlovy Vary, en Checoslovaquia. Había estado en Karlovy Vary y la gente lo sabía, también conocían la presencia de los italianos. Así, durante varios años, en la montaña, participando en los ensayos del coro y en diferentes aventuras, conseguíamos encontrarnos con los amigos cristianos perseguidos, y con sus guías espirituales, con el entonces cardenal de Cracovia, Karol Wojtyla, con el cardenal de Praga Tomacek, con el teólogo Zverína, que como perseguido nos ha dejado una de las lecciones más importantes con su Carta a los cristianos de Occidente. Cuánta riqueza en nuestra historia gracias a don Ricci, al grupo de Rusia Cristiana y a nosotros, espías del CSEO (Centro de Estudios de Europa Oriental). Sobre todo, esos viajes confirmaron la dimensión de la catolicidad de nuestra experiencia del movimiento, el encuentro con todos los católicos, ortodoxos, greco católicos, el reconocimiento mutuo, la pasión de la Iglesia más allá de la reducción que veíamos que envenenaba nuestro país.
Sin embargo, para todos los espías llega el día Mitrokhin. Es de noche, en la frontera de Hof, entre las dos Alemanias; viajo con un amigo, hoy periodista de un importante periódico nacional, y un ciclostil escondido en un viejo Fiat 128. Para los jóvenes internautas e hijos de la informática, recuerdo que el ciclostil es ese aparato que si lo haces girar durante toda la noche, a la mañana siguiente podrás repartir tus ideas en panfletos ante las escuelas y recibir guantazos de los de la izquierda (entre estos tal vez estaba también D'Alema). El ciclostil había que llevarlo a una ciudad de la frontera entre la Alemania del Este y Polonia; allí los “colaboracionistas” lo pasaban por el río que dividía a la Alemania del Este de Polonia y una vez en la otra orilla, lo teníamos que recoger y entregar a sus destinatarios en Polonia.
El guardia de la aduana hace bien su trabajo y descubre el ciclostil; activa la alarma, se cierra la frontera y nos llevan a un búnker. Nos dejan solos, el tiempo para despertar a los otros guardias que, dada la hora, dormían. Conseguimos sustraer las señas de los destinatarios que estaban escondidas entre las pastillas y las medicinas y nos las comemos para hacerlas desaparecer como en las películas de espías que yo había visto en la tele. Una vez que nos comemos los comprometedores papeles, esperamos a que desmonten la máquina y la monten de nuevo, y luego nos interrogan durante horas.
Desde ese día no pude atravesar más las fronteras con los países del Este hasta la llegada del Papa polaco. Era un espía descubierto, pero, tranquilos, aquel día no fui a la cárcel, preferí esperar a “tangentopolis”.

En casa de Zverína, en Praskolesy
LAURA CIONI

Julio de 1972. Al llegar a la frontera de Austria con Checoslovaquia había que recorrer un larguísimo camino rodeado por una alambrada de pinchos; cada 100 metros los soldados apuntaban con los fusiles a los pocos automóviles que pasaban.
Esta era la primera imagen de un país al que me había vinculado en 1988, debido a la indignación por la suerte de la primavera de Praga y a la consternación por la muerte de Jan Palach; el país de Josef Zverína, teólogo y amigo de don Ricci y de otros amigos nuestros, desterrado durante los años de represión a Praskolesy, una pequeña ciudad al norte de Praga de pocos centenares de habitantes a la que no alcanzó la ola de esperanza suscitada por Dubcek. Cuando llegamos - éramos tres - nos recibió con su rostro afable y nos hospedó en la casa parroquial, en una habitación dividida por biombos; estaba predicando ejercicios espirituales a un modesto grupo de monjas ancianas que cuidaban a minusválidos, el único servicio de caridad que les permitía el régimen. Sólo unas pocas viejecitas asistían a su misa por la mañana. Esta era la Iglesia en aquella ciudad.
Me acuerdo que una vez, hablando de esos amigos, don Giussani me dijo: «La ternura no son sólo las flores de un árbol, la ternura es, más bien, el tronco» y al pensar después de tantos años en esta amistad, que no se ha interrumpido ni siquiera con la muerte, comprendo que se trata de la tenacidad de la comunión de los santos. Entonces nosotros lo vivíamos con el entusiasmo y el gusto de la aventura de jóvenes universitarios que sentían que formaban parte de algo más grande que ellos, un poco porque estaba en el ambiente y un poco porque en el claustro de “la Católica” se respiraba un aire intenso.
Teníamos nuestros problemas: buscar nuestro camino, el estudio que no siempre nos iba bien, la identidad de una universidad que se perdía, la voz de los maestros que se debilitaba, eran los últimos coletazos del Movimiento Estudiantil que no sabíamos cómo combatir. La presencia de don Giussani entre nosotros nos acompañaba con discreción, en el Aula Magna nos enseñaba lo que es la Iglesia y en la pequeña habitación de la escalera F, recibía a la gente. Nosotros no pensábamos que era el líder de un movimiento, sino un hombre tan atento a nuestra vida entera que corregía incluso nuestros primeros intentos de hacer un periódico mural, donde analizábamos la situación con el deseo de tener éxito y él le daba la vuelta a todo, obligándonos a poner en primer plano lo que éramos gracias a Cristo presente. Nuestra fuerza no era la capacidad de reaccionar ante los demás, sino la paz que nace de la conciencia de ser una presencia.
Agosto de 1976. El sábado por la noche entramos en Polonia. Nos quedamos sin gasolina, pero las pocas gasolineras que hay están marcadas en el mapa y están abiertas también de noche; entonces dos de nosotros nos vamos con un tanque vacío a por gasolina, recorriendo la carretera rodeada por árboles en pleno campo. Aquí y allá, míseros locales nocturnos donde se bebe una mala cerveza oscura; encontramos en nuestro camino muchos borrachos.
Nos habían invitado a conocer más de cerca el movimiento “Luz y vida” del padre Blachnicki, que tenía su sede en una construcción semiclandestina, en una localidad perdida del sur de Polonia. Nos hospedamos en una casa de campesinos en los alrededores, por precaución. Desde allí, vamos unas cuantas veces a ver al padre Blachnicki. Me acuerdo de su figura alta y austera y de que en el movimiento de “Los Oasis” no se bebía cerveza, sólo sidra, como acto de penitencia por el alcoholismo, una plaga en Polonia.
Decidimos ir a Oshwiecim, más conocida como Auschwitz: es un día gris, el cielo plomizo. También aquí alambrada de pinchos y después, las barracas y los míseros camastros y montañas de pelos y todos los horrores que después conocimos mejor por los libros y vimos en el cine. Recuerdo aquel día como una gran meditación sobre el pecado original: los últimos pabellones que se visitan son los de las cámaras de gas y son los únicos pintados con horrendos frescos al estilo del socialismo real que exaltan la liberación comunista.
La vigilia de la Asunción llegamos a Czestokowa y nos arrodillamos, como todos los peregrinos, delante de la Virgen Negra. A su tristeza está asociada la imagen, tantas veces vista en los cruces de las calles polacas, del Cristo pensativo.

Viaje de estudios a Moscú
GIOVANNA PARRAVICINI

Los primeros intentos de elevar un puente entre Italia y la entonces impenetrable Unión Soviética se remontan a finales de los años sesenta, cuando el padre Scalfi emprendió su travesía por el país a bordo de su Volkswagen: una expedición de dos coches, que se intercambiaban el guía del régimen, de tal forma que el coche sin guía se perdiera sistemáticamente en algún pueblo; y allí, en la plaza principal, levantado el capó del coche, se reclamaba la atención de los curiosos y se charlaba con la gente. La respuestas de los interpelados eran más bien insatisfactorias: «¡Hemos ido al espacio pero no hemos visto a Dios, por tanto no existe!». Y como colofón, al final del viaje, el guardia de la frontera declaró abiertamente al padre Scalfi que, «¡si usted no se ha cansado de Rusia todavía, sepa que Rusia sí está harta de usted!».
Durante 20 años, Rusia nos cerró sus puertas, aunque sin demasiado éxito porque, de hecho, no se interrumpió nunca un vaivén de personas, de libros y de relaciones, a través de los canales más variados, desde las valijas diplomáticas a los estudiantes de lengua rusa. Durante el samizdat, empezaron a circular los textos del movimiento; se organizaban periódicamente seminarios en los que participaban amigos italianos junto a las comunidades de jóvenes rusos que se habían unido con el deseo de encontrar una respuesta verdadera a su ansia de humanidad. Todo esto, naturalmente, en un clima de conspiración absoluta: llamando sólo por teléfonos públicos, para evitar en la medida de lo posible los micrófonos omnipresentes en hoteles y residencias reservadas para extranjeros; en las casas de los amigos escribíamos la información, y los datos más importantes en papelitos que destruíamos inmediatamente, y en cualquier caso, como regla general, hablábamos siempre con la radio encendida de fondo, para “disturbar lo más posible al enemigo”.
En julio de 1979 me integré también yo en esta cadena: partimos un grupo de siete amigos, capitaneados por don Fernando Tagliabue, dentro de los muchos viajes de estudio de grupo organizados por las estructuras del PCI (era la única manera de ir a la URSS). Íbamos cargados de materiales “comprometedores”: Biblias y libros religiosos, rosarios, señas y números de teléfono camuflados en la agenda (a veces los escondíamos tan bien que no conseguíamos después ni siquiera nosotros mismos reconstruir el texto original).
Allí estábamos, en la aduana; las maletas, los bolsos y los bolsillos de los miembros del grupo pasaban por un registro; un nudo en la garganta, nos pasamos de un bolsillo a otro un papel comprometedor que nos habíamos olvidado de esconder: ¿será mejor tenerlo a la vista haciéndonos los locos o bien esconderlo debajo de la ropa? Y si nos revisan, ¿se darán cuenta del fraude? ¿Qué táctica será la mejor? Después de una media hora de ansiedad, nos encontramos todos al otro lado de la barrera, “en la patria”, como habíamos aprendido a decir del padre Scalfi, y con sorpresa, descubrimos que no nos habían encontrado nada a ninguno de los siete, mientras que a otros jóvenes comunistas, en ese momento un poco aterrados, les habían confiscado revistas pornográficas y otros materiales “inmorales y antisoviéticos”.
En definitiva, en el nuevo mundo en el que entramos, en el que había que tener miedo hasta de mirar durante demasiado rato una iglesia (estábamos aún lejos de la perestroika), en el que las horas de clase por la mañana tienen como finalidad descubrir quién eres (dónde estuvistes ayer, con quién hablastes, qué haces en el tiempo libre…), aprendimos inmediatamente algunos fundamentos de la realidad que aquí se respiran en el aire: sobre todo que teníamos el viento en popa, y que soplaba Otro, el que nos mandó allí; que la casualidad no existe, porque todo lo que sucede es una ocasión que Otro te envía; que cualquier persona que te encuentras es un milagro, porque en medio de la opacidad y de la mentira tan extendidas, nacen como por encanto las flores de la verdad y de la amistad; otro mundo en este mundo.
En el verano del 80 se produce un giro de la tuerca: los amigos que habíamos conocido en los años anteriores acaban todos en el lager, porque el régimen decide hacer limpieza con vistas a las Olimpiadas. Y uno de ellos, Vladimir Pores, a la pregunta que un juez le hace un poco desconcertado: «Pero en fin, tenía una familia (esperaba la segunda hija), un buen trabajo (investigador de la universidad), ¿no podía rezar por su cuenta? ¿Para qué quería crear a toda costa una comunidad?», le responde: «¿Por qué? ¡Porque para mí era demasiado poco!, ¡nosotros queremos el mundo entero!». Una bonita respuesta que nos hace comprender que vale la pena dar la vida por Cristo y mientras tanto, le condenan a cinco años de lager y a tres de exilio.
Durante esos años, creció nuestra amistad con el padre Aleksandr Men'. Más tarde será conocido como el apóstol de la Rusia del siglo XX: pues bien, nosotros conocimos a este santo, caminamos, reímos y comimos con él. Lo primero que fascinaba de él, cuando después de toda una aventura se llegaba a la pequeña iglesia de madera donde celebraba, a 40 kilómetros de Moscú, era la sonrisa luminosa con la que salía a tu encuentro, como si tú fueras un regalo precioso, y entonces comprendías que este hombre veía realmente algo que tú no conocías, tus límites no le importaban porque iba derecho al corazón del “yo”: “Yo soy Tú que me haces”. «Un hombre que nos hace encontrarnos con la Iglesia indivisa», como lo ha definido uno de sus hijos espirituales; un hombre que veía la positividad, la belleza, la simpatía de todos los aspectos de la realidad, que la atravesaba con ojos limpios, observadores, sorprendidos. Entre los libros que le habíamos mandado, su preferido era El Sentido Religioso, y por eso quiso escribir la introducción a la primera edición rusa.
Mayo de 1991. La perestroika había empezado, comenzamos a mandar por correo a algunas decenas de direcciones de amigos nuestros las primeras traducciones de los libros del movimiento: en un momento empiezan a llegar centenares, miles de cartas desde todas partes de la ex Unión Soviética, personas desconocidas que no sabemos cómo se enteraron de que imprimíamos libros cristianos y que los querían, y nos piden que les ayudemos a vivir la experiencia cristiana. Uno de los lugares más “encendidos” es Novosibirsk, la capital de Siberia: sólo teníamos noticias de un joven franciscano muy emprendedor, el padre Pavel.
Y heme aquí, en el avión San Petersburgo-Novosibirsk, sola porque en el último momento le negaron el visado al padre Scalfi (el muro no había caído del todo). En el avión me entero - no lo había pensado nunca antes - de que hay cuatro horas de diferencia por el huso horario, es decir, que el avión no aterrizaba a las 22:00, como pensaba, sino a las dos de la madrugada. La idea de encontrarme de noche, sola, en el corazón de Siberia no me atraía mucho, por lo que cuando vi en el aeropuerto una túnica franciscana corrí a su encuentro: «¿Cómo me has reconocido?», se sorprende angelicalmente el padre Pavel, el único franciscano en toda Siberia. Me lleva a su casa, una minúscula casa parroquial, limpia, en medio de la sombría ciudad. Lo primero que veo al entrar son nuestros libros en las estanterías, y la sensación de estar al otro lado del mundo que me había angustiado hasta hacía un momento, deja inmediatamente paso a la certeza de haber llegado a mi casa. Me quedo allí sólo dos días, pero son tan densos, tan cargados de encuentros, de sed de Cristo, de dolor por la humanidad humillada que nos rodea, que mientras despega el avión, pido con todo el corazón que el destino de esta gente se cumpla. Y una vez más, milagrosamente, nacerá una presencia, Siberia pasará de ser una tierra “prometida” a ser una tierra “elegida”.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página