Proponemos el artículo de Julián Carrón publicado en el Corriere della Sera del 28 de diciembre de 2006 y en el diario español El Mundo del 26 de diciembre
Confusión es la palabra que describe el contexto humano y cultural en el que vivimos. Nos damos cuenta de que esa es la situación porque tenemos urgencia de una certeza. Toda la confusión en la que estamos inmersos no puede evitar que se manifieste el deseo de verdad, de justicia, de felicidad que nos constituye. «Me he buscado a mí mismo. Se busca sólo esto» (Cesare Pavese). Insatisfacción, inquietud y tristeza nos dicen que el deseo del corazón es inextirpable – un dato que ningún nihilismo puede vencer–. Ni siquiera nuestra mentira, nuestros intentos de vivir como si no existiese, consiguen extirparlo. Tanto es así que no vemos más escapatoria que odiarlo: «Cuando se nubla, el corazón pesa como la peor carga. Y es difícil sostener esta carga sin odiarse, no hallando consuelo de haber nacido» (María Zambrano). Un odio comprensible porque si el deseo de felicidad no encuentra la presencia que lo satisface es «como un ímpetu enloquecido, que ya no sabe a dónde ir»; no «puede autodestruirse porque es constitutivo y quien nos ha constituido es otro, es el Destino». Por eso incluso en el abismo del olvido se puede encender de nuevo el deseo de volver a casa. Así fue para el hijo pródigo. Y así es para cualquiera al que le quede todavía una pizca de ternura hacia sí mismo «porque a la vida le basta el espacio de una grieta para renacer» (Ernesto Sábato).
El corazón permanece como un baluarte contra el nihilismo. Dar crédito al corazón, al deseo de volver a casa, es el comienzo de ese renacer del que habla Sábato. Parece poca cosa, pero es lo que necesitamos para reconocer la verdad, si nos saliera al encuentro. En el corazón, en efecto, tenemos el criterio para juzgar: «El infierno –escribe Italo Calvino– es algo que está aquí. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es arriesgada y exige una atención y un aprendizaje continuos: buscar y saber quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar y dejarle espacio». ¿Dar espacio a qué, si las cosas, los rostros, incluso las relaciones más queridas, parecen no tener fuerza y consistencia para vencer al infierno? Haría falta algo excepcional para respirar y vivir. El nacimiento de Cristo es el anuncio de este hecho excepcional que irrumpe en los límites cerrados de la experiencia humana: el Verbo se ha hecho carne, Dios se convierte en uno de nosotros.
Hoy, sin embargo, estamos acostumbrados a hablar de la Navidad como un sentimiento, un folclore, o un rito ya conocido, más que como un hecho excepcional. Tanto es así que la fe ya no interesa a casi nadie, ni siquiera a muchos de los que van a la Iglesia. Lo que interesa en la vida está en otra parte. «Pero ¿cómo es posible –se pregunta Benedicto XVI– que un hombre diga “no” a lo más grande que hay; que no tenga tiempo para lo más importante; que encierre su existencia en sí mismo?». Y responde: «¡En realidad, nunca han hecho la experiencia de Dios; nunca han experimentado cuán delicioso es ser “tocados” por Dios!». ¿Cómo podemos ser “tocados” por Dios? Sólo a través de la humanidad cambiada de testigos, no porque sean mejores, sino porque han sido cautivados, aferrados por un Hecho que mueve toda su vida, como les sucedió, de forma inesperada, a los pastores: «¡Venid a ver! ¡Un niño ha nacido para vosotros!».
Por lo tanto la Navidad es una esperanza para todos. Basta con mirar y dejarse “herir” por su belleza, tal como la describe la liturgia de la noche de Navidad: «En el misterio del Verbo encarnado aparece ante los ojos de nuestra mente la luz nueva de tu resplandor». Encontramos un eco de este estupor en las palabras de Pasolini: «El ojo mira… es el único que puede percibir la belleza… la belleza se ve porque está viva, y por lo tanto es real. Digamos, mejor, que puede suceder que la veamos. Depende de dónde se manifieste. El problema es tener ojos y no saber ver, no mirar lo que sucede. Ojos cerrados. Ojos que ya no ven. Que ya no son curiosos. Que ya no esperan que suceda nada. Quizá porque no creen que la belleza exista. Pero por el desierto de nuestras calles Ella pasa, rompiendo el límite finito y llenando nuestros ojos de deseo infinito». Hoy, como hace dos mil años. Desde entonces este deseo infinito hace que la Iglesia grite: «¡Ven, Señor Jesús!».
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