«La vida del hombre es un gran interrogante. Nosotros, por nosotros mismos, no tenemos nada, no podemos nada, no tenemos certeza ni seguridad de cosa alguna, ni siquiera el momento que vivimos nos pertenece. También en el orden meramente natural nuestro porvenir es un gran interrogante; incluso nuestro porvenir inminente. El mismo techo que hoy nos protege puede convertirse en un instante en nuestra tumba; la misma tierra que nos sostiene puede resquebrajarse en un momento y hundimos en ella».
Cuando en 1958 don Giussani escribía estas palabras en la revista de las clarisas Ora et labora (reproducidas ahora en el libro Llevar la esperanza, Primeros escritos, Ed. Encuentro) no era uno más entre los múltiples profetas de desdichas del final del milenio. Se trataba sencillamente de un hombre realista: en efecto, cualquier hombre, creyente o no, percibe estas palabras de inmediato como verdaderas.
Pero, ¿por qué esta afirmación no es desesperada o preludio de un nihilismo que todo lo echaría a perder o lo anularía? El camino para responder se halla en el mismo texto de hace cuarenta años: «Dios no “nos ha hecho”, nos hace. Dios no está sólo en el origen de nuestra vida, sino que es el Principio de nuestra misma existencia actual, de cada una de nuestras acciones, incluso simplemente humanas. Sin Él, no podemos subsistir. Él nos crea y nos recrea continuamente, nos da la vida momento a momento, tanto que si por un instante dejara de darnos el ser, caeríamos en la nada».
Somos nada, y, sin embargo existimos. ¡Qué paradoja!
El texto prosigue: «En esta pobreza y dependencia totales, en esta incertidumbre para con el futuro, ¿qué hay que hacer? El ansia, el sentido de desconcierto profundo que se apodera del alma cuando ésta se queda en sí misma o intenta apoyarse en las criaturas, desemboca, debe desembocar naturalmente, en un abandono. “Depender de” exige un “abandonarse a”. Abandonarse, confiar en Aquel de quien se depende... No debemos pensar que este abandono es una actitud pasiva del alma: requiere toda la energía interior y a menudo la exterior. Es, por tanto, el fruto de la verdadera y completa libertad».
Dice el versículo de un salmo: Omnis gloria filiae regis ab intus. «Toda la gloria de la hija del Rey viene desde dentro, de lo hondo», de lo que la Biblia llama “corazón” (razón y afecto). Todo nace en el yo, pero no lo produce el yo: florece como una novedad deseada, y sin embargo siempre imprevisible cuando sucede.
Vivimos en un tiempo pobre de >razón, es decir, de conciencia de sí mismo y, por tanto, pobre de libertad. La publicidad y los media, y también la organización social, se disputan la energía afectiva de la persona, distrayéndola de su objeto propio -lo que es verdadero, bello, bueno y justo- y orientándola hacia metas que duran el tiempo de una breve estación. Cualquier moda, en cuanto tal, “pasa”, porque está definida por el poder conforme a una conveniencia momentánea. Esto vale incluso para los valores y los comportamientos morales.
El acontecimiento cristiano introduce un desafío a favor de una renovación de lo cotidiano: trabajo, amor, intereses, convivencia social. Es el anuncio de que cada instante, circunstancia, rostro, obra, no pasan, no dejan de “estar de moda”: son para siempre. ¿Qué esperanza es más deseable para uno mismo y para los propios hijos?
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