Herida. Nostalgia. Fragilidad. Esperanza. El psiquiatra italiano describe al hombre de hoy mediante algunas palabras, dolorosas y a la vez bellas. Porque están «abiertas al cambio y a la salvación, a correr ese riesgo que es la vida»
Hay un insigne psiquiatra italiano que a la veneranda edad de 88 años escribe libros como si salieran solos y sigue recibiendo pacientes en su consulta, en el primer piso de un palacio histórico de Novara, a la sombra de la torre antoneliana, de 121 metros, de la iglesia de San Gaudencio. Es Eugenio Borgna, primario emérito del hospital psiquiátrico de esta ciudad piamontesa y libre docente de las enfermedades nerviosas y mentales en la Universidad de Milán. Nació cerca de aquí en el lejano 1930, en Borgomanero. Siendo un joven neurólogo, eligió trabajar en la sección femenina del manicomio de Novara, a costa de sacrificar una carrera académica fulgurante que tuvo a su alcance desde muy joven, puesto que con tan solo 32 años obtuvo la libre docencia. Hoy publica para Einaudi y Feltrinelli libros que son un destilado de conocimiento humano. Y que llevan títulos bellísimos, donde aparecen palabras esenciales como fragilidad (La fragilità che è in noi; Le passioni fragili) y esperanza (Responsabilità e speranza, L’attesa e la speranza). Palabras que son una especie de clave de acceso a la interioridad del hombre actual, al que nos acercamos en este diálogo. Partiendo de una que aparece hasta tres veces: La nostalgia ferita, Le emozioni ferite, La dignità ferita.
La herida. Una palabra censurada en el lenguaje común, que nos da miedo, horror. Haríamos cualquier cosa para que cicatrizara pronto. Usted, en cambio, la utiliza con familiaridad, con dulzura. Recuerdo dos episodios en los que yo la oí pronunciar con un acento similar. El primero con Enzo Jannacci, cuando le deseó a un grupo de chicos de bachillerato una herida y una caricia, «la caricia del Nazareno»...
Es una imagen hermosísima. A veces yo también hablo de la caricia.
Y otra vez con el cardenal Ratzinger, en 2005, en la homilía durante los funerales de don Giussani.
Estuve allí.
Ratzinger dijo que Giussani vivió «herido» por el deseo de la Belleza. La herida sangra y hace daño, pero sin herida nada puede entrar en nosotros.
Sin herida no entra nada. Tampoco nos curamos. En efecto, existen enfermedades que discurren invisibles, sin que den la cara las heridas.
¿Por qué es tan importante para usted la palabra herida?
Estoy convencido de que hay palabras que viven, o sobreviven, sobre todo cuando tienen una musicalidad, un sonido que acompaña a determinadas calidades simbólicas muy importantes. Herida es una de ellas. La herida es como el centro de una parábola que recoge distintas facetas: la herida sangrante, la herida que vuelve a abrirse, la que nunca cicatriza. Es la parábola de la vida misma, con su criticidad, sus fracasos y sufrimientos. Es
una palabra dolorosa y bella a la vez, porque está abierta al cambio y a la salvación, al riesgo que es la vida.
¿Es algo bueno o malo estar heridos, sentirse heridos?
Le diré que sin conocer, intuir, percibir, imaginar una herida como apertura a una nueva posibilidad, la vida tiende a hacerse más automática, mecánica.
Aludía antes también a la caricia.
Un colega mío, más joven, extraordinario, Bruno Caglioli, de Roma, habló de la caricia en uno de sus artículos, recordando que la osa acaricia a sus oseznos para «darles la vida». Así interpretaba él esta imagen increíble. ¿Sabía usted que la osa hace eso?
Obviamente, no.
La caricia es el lenguaje del cuerpo que se dirige al rostro de la persona. Significa una fortísima responsabilidad hacia el otro. Herida y caricia son también dimensiones de ese río ininterrumpido que es el modo de entrar en relación con los demás, no solo con palabras, sino también con el sufrimiento del alma y del cuerpo, del alma sobre todo, sin las cuales –lo repito– no hay conocimiento.
Usted mira al malestar con una positividad última. Escribió también que desconfía de la curación, explicando que es muy distinta de la recuperación.
Hay ciertos síntomas que se consideran patológicos que no deberían ser borrados y "sanados", porque constituyen un recurso para el paciente. Por ejemplo, las alucinaciones representan algo que atenúa y alivia la soledad.
Y tenga en cuenta que de soledad se puede morir. Es mejor luchar contra el mundo entero que sentirse solos. Los fantasmas sustituyen de alguna manera, representándolas tan paradójicamente, las presencias, y la Presencia a la que nuestra vida se dirige continuamente.
Profesor, creo que usted fue uno de los primeros, quizás el primero en Italia, que abolió la contención de los pacientes.
Fue a comienzos de los sesenta, gracias a la amplitud de miras del director del hospital, Morselli, y a pesar de la oposición de colegas y sindicatos que defendían la contención de los pacientes en nombre de la seguridad de los trabajadores. Veía que en muchos enfermeros y religiosas había una generosidad vital, una sensibilidad y una gentileza humana en las que podía confiar. Llegamos incluso a dejar que los pacientes salieran libremente del hospital durante unas horas.
Por tanto, ¿la libertad es un elemento que se debe valorizar, por el que apostar, al igual que en la relación educativa, también con los enfermos psíquicos?
Ciertamente. Se trata de derribar fortísimos prejuicios según los cuales la locura es violencia, negación completa de sentimientos, emociones, gentileza humana, libertad y autonomía. Lo cual no es absolutamente cierto. Si escucho al paciente, si le dedico tiempo y atención, si trato de comprender los motivos de su angustia o de su propensión al suicidio, estoy al mismo tiempo tratando y aminorando sus impulsos hacia la violencia. Porque la agresividad se puede desatar cuando el paciente advierte indiferencia en el corazón de quien por el contrario debería cuidarle. Quien sufre mucho es más agudo en el conocer. No hay conocimiento sin sufrimiento, decía Esquilo. La locura forma parte de la vida. Locura y no locura conviven, de alguna forma, en cada uno de nosotros.
Cuando habla de riqueza humana –noto que usted habla a menudo de gentileza–, ¿qué entiende precisamente?
Entiendo una mayor voluntad y capacidad de esforzarse por mirar dentro de sí, por buscar qué sentimientos y qué emociones nacen dentro de nosotros, desde lo hondo. El homo faber no le da importancia a esto. Piensa que todo se resuelve con los cálculos y los planes de la razón. Pero se equivoca. Se habla hoy también de "economía emocional". Se ha entendido que la emoción entra en juego, no solo en quien vence en una partida de ajedrez, sino también en quien proyecta macro-estrategias industriales. «Nunca la razón es tan eficaz como la pasión. Escuchad a los filósofos. Hay que hacer que el hombre se mueva por la razón más que por la pasión, más aún, que se mueva por la sola razón, por el deber. Sandeces... No debemos extinguir la pasión con la razón, sino convertir en pasión a la razón». ¿Sabe quién lo dijo? Leopardi.
Que usted ama.
Sí. Lo escribió en su Zibaldone de pensamientos.
En el hombre frágil (y no faber presuntuoso), otro elemento que usted valora mucho es el que indica con la palabra nostalgia. Que usted relaciona con esperanza.
He tratado de dar a la palabra nostalgia el valor de una recuperación de gestos realizados, de situaciones vividas, de emociones pasadas y luego olvidadas. Ahora bien, solo si estoy en un diálogo continuo con lo que fui ayer, puedo comprender lo que me está pasando hoy y tener esperanza para el futuro. Cuando san Agustín habló de la esperanza como memoria del futuro, de alguna manera, le dio a esta pobre hermana menor, que es la nostalgia, su sello de dignidad. Entonces, la nostalgia es el sendero que pone en contacto el pasado con el futuro que todavía no conocemos, pero que precisamente el pasado vivido y recuperado nos hará de algún modo percibir. Un sendero, decía, misterioso y subterráneo, visible claramente solo a quien tiene los ojos empañados de lágrimas.
¿En dónde apoyar la esperanza para que no sea un azar arbitrario?
Ciertamente no en el optimismo. Son dos cosas que están en las antípodas. La esperanza tiene por delante un futuro que no conoce, el optimismo un futuro que pretende geometrizar y gobernar. La esperanza es libre. El optimismo está bloqueado en la imagen que se ha construido. Lo posible supera continuamente lo real, desborda una vida centrada exclusivamente en nuestras acciones y comportamientos. La esperanza, además, es la esencia de nuestra fe, la dimensión de una vida que tiene un futuro abierto, que no está encerrada detrás de los barrotes de nuestros cálculos. La esperanza es también una emoción social. Aunque no quiera esperar por mí, debo esperar y mantener viva la esperanza por todos los que la han perdido. Estoy pensando, por ejemplo, en todos esos pobres migrantes...
Es difícil decir «esperanza en un futuro que no conozco» y no pensar en la palabra misterio...
El misterio rodea enteramente la esperanza. Misterio no como enigma. Este se resuelve. El misterio no, no puedo racionalizarlo ni geometrizarlo. Existe y lo percibo, pero no lo puedo medir.
¿El viaje hacia la interioridad es por tanto un viaje hacia el misterio?
Es el viaje hacia algo que todavía no conozco. Ciertamente el camino hacia la interioridad es un factor clave de la vida, si no quiero reducirme a ser el que hace y deshace, sepultado en la exterioridad y la indiferencia que es, como digo siempre, una suerte de tumor psíquico.
Usted parece tejer un elogio de la fragilidad humana. Hoy se exalta la performance, la superprestación del manager, pero también del chaval en el colegio o en el gimnasio.
Emociones, fragilidad, timidez, son pisoteadas y trituradas en los ritmos demoníacos de una cadena de montaje. La performance es una devastación de lo humano. La fragilidad no. La fragilidad supone una sensibilidad que, al final, nos lleva a la cáritas, a la solidaridad hasta el sacrificio. El padre Kolbe no habría dado su vida sin esta sensibilidad, hubiera sido un buen cura incapaz del sacrificio extremo. San Pablo dice que cuando más débil soy, tanto más soy fuerte. Pero debilidad es una palabra menos musical que fragilidad.
Usted ama también al escritor francés George Bernanos y ha citado a menudo su Diálogo de carmelitas, en particular cuando dice que todo es Gracia.
Es cierto. Todo es misterio y todo es apertura hacia la salvación. La Gracia es como una linterna que nos alumbra en el camino de la interioridad.
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