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Huellas N.9, Octubre 2018

RUTAS

Las reglas y el sentido de la historia

Alessandra Stoppa

«La modernidad y la realidad. Hay que darse cuenta y entender cómo nos desafía». El historiador Danilo Breschi describe un miedo que bloquea, un exceso de normas en busca de protección, una crisis antropológica... Apuntes para un camino anti-utópico, hecho de libertad, épica y presencia cristiana

«¿Cómo podremos tener hombres amantes de la libertad, que sientan su falta más que la del alimento?». Es una pregunta del historiador italiano Danilo Breschi, ante las características que definen nuestro tiempo y que él dibuja así: «El riesgo de la tribu, un miedo que bloquea, un exceso de normas que aridece las relaciones y lleva a pedir protección, refugio». Laico y alérgico a cualquier forma de nihilismo, sobre todo al nihilismo «alegre, complaciente y lleno de sentido de auto-culpación», Breschi es profesor asociado de Historia de las doctrinas políticas y autor del libro recientemente publicado en Italia bajo el título Meglio di niente (Mejor que nada, ndt.), escrito para responder a quienes prefieren la nada antes que la imperfección, y que aborda los «cuatro pilares de toda civilización»: política, historia, educación y religión. En una fecunda dialéctica entre los valores paganos y el cristianismo, toca heridas y horizontes de la sociedad occidental, los derechos, la inmigración, la tecnología, la mafia, la pornografía. Donde el enemigo número uno es el déficit educativo. «Antes que todo lo demás, hay que volver a proponer la cultura como educación», escribió en Il Corriere della Sera. Amante de la historia porque en ella «te encuentras con el hombre como en ninguna otra parte», está convencido de que para hacer frente al nihilismo cotidiano no se puede edulcorar la realidad. Al contrario, hay que pararse a leerla, comprenderla a fondo.

Profesor, ¿cómo entiende lo que está pasando? Usted habla del «riesgo de la tribu, cansancio moral, pérdida de convicciones y debilitamiento de las instituciones»... No hay nada positivo.
Entre los rasgos de fondo, me parece que sobre todo hemos perdido el sentido de medida, en nombre de un hedonismo extendido, a precio de mercado. Creo que esta pérdida del límite es hija de un proceso de individualización extrema. El individualismo como reconocimiento de la irreductibilidad de cada uno de nosotros es una cosa, y otra muy distinta es la ruptura de todo vínculo. Las relaciones no se pueden reconducir ni sustituir por normas abstractas que en cierto modo nos obliguen a relacionarnos. En cambio, esto es justo lo que sucede hoy, un exceso de normas que aridece las relaciones verdaderas. Claro que estamos hablando de un proceso que se da a varios niveles y es plurisecular, pero en los últimos cien años –con una aceleración brutal en las últimas décadas– ha intervenido la innovación tecnológica, que supone un fenómeno disolvente por sí mismo. No soy un crítico de la modernidad. La modernidad es la realidad. Pero debemos darle un sentido y ver cómo nos desafía, estar a la altura, saber gobernarla.

Gobernarla, ¿en qué sentido?
En el sentido de someterla a exigencias netamente humanas. Hace tiempo que ya no estamos a la altura de la acción corrosiva que la modernidad lleva consigo inevitablemente, con esa fuerza ulterior que produce la ciencia aplicada, la técnica, que es un componente imprescindible de la modernidad.

¿Y cómo nos desafía esta realidad?
El primer desafío es el deterioro antropológico, que se expresa especialmente en un desequilibrio creciente entre derechos y deberes. Vemos, por ejemplo, cómo incluso en culturas que siempre han dado prioridad al tema de los derechos ahora se subraya la importancia de los deberes. No por sofocar dichos derechos sino porque la inflación de los individuales va en detrimento de los colectivos. En el fondo, hay una visión de la libertad que se ha desvinculado de la responsabilidad, por lo que todo deber se percibe como algo negativo, como impedimento. De todos modos, no se puede echar la culpa a la modernidad, asumiendo una actitud derrotista. Hay que responder. Y la respuesta es la educación. En general, hay un déficit educativo por una libertad madura, viril.

¿A qué libertad se refiere? ¿Por qué hoy, siendo el tiempo de la libertad, es como si nos diera miedo?
La libertad que nos falta no es la que hoy está tan difundida. Como dice Goethe, «vivir a gusto es de plebeyos. El noble aspira a vivir en un mundo ordenado». Hoy predomina este «vivir a gusto», pero se trata de una libertad mutilada, amputada. Es lo que subraya Dostoievski en el Gran Inquisidor. Al hombre se le ha dado la libertad, pero él no la sabe mantener. Cristo dio libertad a los hombres para que llegaran a ser verdaderamente humanos. Les liberó de la idolatría, les llamó a emprender una tarea, un camino interior. Cada uno de nosotros está llamado a esto. La tarea educativa consiste en intentar que el otro llegue a ser plenamente libre, y por tanto también capaz de sacrificio, de aguante, de afrontar el dolor y no ceder a la primera dificultad. Tal vez, en este sentido, hay mucha hipocresía tras ciertos grandes temas, como el divorcio o el aborto, porque se plantean como “problemas" de los que se nos “libera". Pero en la universidad, en los colegios, veo presente en los jóvenes un anhelo que debería ser escuchado. Por la creciente complejidad de la realidad en que vivimos, cada vez más multitudinaria, la libertad también es desear un ejercicio autónomo de la propia razón. Si destruyes toda autoridad y al mismo tiempo no educas en una verdadera libertad, todo acaba en la heteronomía, en la dependencia de razones y criterios ajenos a la persona.

Usted sostiene que otro rasgo dominante actualmente es precisamente este «deseo de heteronomía». ¿Es una especie de alienación de la propia razón y libertad?
Es la necesidad de ser guiados desde "fuera", y nace sobre todo por la regulación normativa de los vínculos de los que hablábamos antes: «Tienes que ponerte de acuerdo con él, si no te sanciono». Es una deriva que lleva a pedir protección, refugio. Un retorno al paternalismo, al patriarcado en su forma más pura y dura.

Decía que esta tendencia a la heteronomía también va ligada a la destrucción de la autoridad...
Desde los años sesenta, todas las sociedades occidentales se han visto afectadas por una oleada "sin peros ni condiciones" de deslegitimación de todo principio de autoridad, descalificado como factor negativo opresivo. Esta pérdida de reconocimiento de todo lo que está "por encima" –que dura en el tiempo, que está en una posición superior, llamado a guiar– tiene un efecto dominó. Caen el padre, la madre, los profesores, las instituciones. Las causas son indudablemente históricas y muy concretas. Después de las dos guerras mundiales, la sociedad fue condenada sin apelación, por un sentido de culpa justificado, pero hinchado desmesuradamente. El niño de la civilización europea fue arrojado con el agua sucia de las derivas bélicas del siglo XX. Hoy estamos sobrecargados por una narración de lo que hemos sido –como italianos, europeos, occidentales– excesivamente negativa: un peso del que hay que liberarse. Esto lleva a huir del pasado por un presente eterno. Pero así se pierde mucho, sobre todo el sentido de la historia. Lo que estamos viviendo ahora es en cierto modo el resultado final, el llamado nuevismo, una carrera hacia todo lo que sea nuevo. Creo que habría que recuperar la historia y la historiografía en las escuelas, y también en las realidades educativas, como vuestro movimiento. Igual que el sentido religioso, que permite no reducir al hombre a sus factores biológicos, el sentido histórico, cuanto más se difunda, puede mejorar la sociedad. Permite ponderar el presente, ayuda a mitigar el juicio sobre el propio tiempo y sobre los demás, y a recuperar la confianza en el otro, en uno mismo, en la realidad, que es el punto de partida para construir.

Ha escrito que ve en la educación «sacos de resistencia», ¿cuáles?
Yo no soy un laudator temporis acti (el que alaba los años pasados, ndt.), estoy por un camino anti-utópico: no hay un "más allá" donde ir a construir, ni antes ni después en el tiempo. Se construye con lo que hay. Concretamente, sin dar saltos mortales, veo oasis de libertad por ejemplo en las escuelas, que no están tan mal como parece en los medios. Pienso en ciertos profesores, en muchos profesores, en todos los niveles y grados, que creen en la materia humana. Y los jóvenes son maravillosos. Si tú los miras a los ojos, ves que quieren ciertas cosas, que luego siempre son las mismas, entre ellas algunas de las más deslegitimadas, como por ejemplo que su padre y sus madre sean principio de autoridad, obviamente consciente, no obtusa ni por tanto autoritaria. ¿Es poco o mucho? No lo sé, pero habría que contar más el trabajo que hacen profesores, realidades educativas y asociaciones.

¿Y qué ve en clase?
En el aula siempre es lo mismo, pero nunca la misma cosa, como afirma Hannah Arendt: «la escuela debe ser conservadora para preservar lo nuevo y revolucionario que hay en cada niño». En este sentido veo el exceso de innovación o experimentación; no se entiende que la novedad está siempre en la persona. También veo una gran necesidad de épica. La figura del “héroe", de la que tenemos tantos ejemplos a nuestro alrededor, no se puede caricaturizar, porque encarna una serie de actitudes psicológicas y de conducta, llamémosle valores -coraje, sinceridad, lealtad, fidelidad, honor y espíritu de sacrificio, dominio de las propias pulsiones, conocimiento del bien y del mal-, que representan la ética caballeresca, que tiene muchísimo de la cristiana. El mundo no se derrumba, el mal no desaparece: el mal existe, dentro de nosotros, pero hay que afrontarlo. Creo que un retorno a la épica tendría un gran valor político. Todo tiene un alcance y una potencialidad política. Si tú empiezas a relacionarte de manera distinta con el otro, eso tiene un efecto político, por la concepción del hombre que portas. Esto está en juego ahora. Y todos colaboran en ello.

¿Pero cuál es la diferencia entre esta épica, hecha de ética caballeresca y valores paganos, y el cristianismo?
Creo que se pueden vivir elementos de ética cristiana sin tener fe en el Dios neotestamentario. Pienso en Cicerón, Séneca, un cierto reconocimiento del valor del hombre. Pero nunca será lo mismo, nunca podrá ser lo mismo.

¿Por qué?
Hay elementos del contexto acristiano o pre-cristiano parecidos, pero que no han hecho "sociedad". El cristianismo ha hecho sociedad. Luego, personalmente, creo que hay algo más. Tal vez me equivoco, pero creo que un hombre que cree, que percibe verdaderamente la presencia de Dios, nunca se siente abandonado. Si miro a cristianos fervientes, en el sentido más positivo del término, veo que son una ayuda en sentido anti individualista.

¿Qué es lo que ve?
Un impulso comunitario, un deseo de fortalecer el vínculo social, que hoy es muy débil, casi nulo. Por ejemplo, partiendo del respeto al otro. Solo si se da el reconocimiento, se da también el encuentro. Vuestra contribución para recuperar una dimensión –que debe persistir en un mundo en el que todo se virtualiza– de relación directa, verdadera, nutrida también de sentimientos por mucho que se pueda malinterpretar este término, de sensaciones reales, que siempre pide una relación corporal: uno frente al otro. Sustancialmente, la presencia de los cristianos devuelve confianza en el hombre en medio de una creciente desconfianza humana. Como historiador, afirmo que hay un dato irrefutable, constitutivo del depósito de la cristiandad: ha forjado Europa. Pero la presencia cristiana debe testimoniarse continuamente a sí misma. Sería un daño para todos si disminuyera o perdiera convicción. Los cristianos no son una ayuda a la sociedad cuando, de algún modo, no marcan una diferencia en su forma de ser respecto a las cuestiones dominantes. Conozco personas, también jóvenes, de una fe robusta que son una presencia clara, abierta, consciente, no avergonzada de sí. Y así comunican la superación de la condición humana respecto a una mera horizontalidad.

¿Se refiere al sentido de lo trascendente?
Sí, la verticalidad. La idea de que el mundo no termina en nosotros, no acaba conmigo, con mi nombre y apellidos, ni siquiera con el de mis seres queridos. Esto también ayuda a reconstruir la relación intergeneracional que hoy se ha perdido. Casi diría que cada uno tiene que asumir que hay algo que nos trasciende, porque si no llegamos a tal exceso que nos negamos, nos comemos, nos desnaturalizamos. Es importante que los cristianos se diferencien, siendo lo que siempre han sido y son.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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