Va al contenido

Huellas N.9, Octubre 2018

PRIMER PLANO

¿Quién tiene miedo a la libertad?

José Medina y Martina Saltamacchia

Espacios seguros para evitar la confrontación con quien tiene ideas distintas. Trigger warnings para ponerse a salvo de escenas fuertes, aunque las narre una tragedia griega. Y luego reglas, sospechas, investigaciones... En las universidades americanas (y no solo) se intenta proteger cada vez más a los jóvenes de la realidad. ¿Pero así se hacen adultos?

El amor a la libertad en América no nació de una reflexión intelectual sino de la experiencia de esa íntima capacidad de arriesgar que hunde sus raíces en la certeza de habitar en un país "bendecido por Dios", que llevó a los colonos a aventurarse en tierras salvajes, donde hasta entonces solo residían tribus nativas, y crear nuevos espacios donde vivir y prosperar.
Para entender a fondo lo que está pasando hoy en la sociedad americana, en primer lugar, hay que dar un paso atrás para mirar las raíces de aquel arraigado anhelo de libertad típicamente estadounidense. Dos momentos históricos lo demuestran de modo particular. El primero es el proceso fronterizo, un momento no exento de luces y sombras, como muestra el choque entre las tesis del historiador F. J. Turner y los "New Western Historians", pero indudablemente fundamental. A partir de 1862, una serie de procedimientos legislativos -las llamadas Homestead Acts- decretan la asignación a cualquiera que lo solicite de 65 hectáreas de terreno público al oeste del Mississippi, más allá de los confines de las trece colonias que en aquel momento componen los Estados Unidos. Más de 270 millones de acres (casi dos veces el territorio español, para hacernos una idea de las dimensiones), en su mayoría prados silvestres, concedidos gratuitamente a un millón y medio de homesteader. Al mismo tiempo, se les pide que residan en la parcela asignada durante al menos cinco años y que contribuyan a su mejora.
Cuando llegaron los primeros homesteader vivían en cuevas excavadas en la tierra y casas hechas de adobe, donde tenían que soportar inviernos implacables. La tierra era durísima y al principio estéril. No había calles ni ciudad. Estos colonos llegaron antes de que hubiera gobierno, escuela o iglesia. Cenando con amigos del Medio Oeste, muchas veces cuentan historias de sus abuelos que aún conservan documentos originales del registro de la propiedad de esas tierras, o de familias que todos los años se reúnen en la granja que han construido pacientemente de la nada, día tras día, desde que sus bisabuelos llegaron allí hace más de un siglo...

Un segundo momento que permite entender la naturaleza de este amor por la libertad fue cuando, a finales del XVIII, con el gobierno naciente, el pueblo prácticamente impuso la ratificación de la Primera Enmienda a la Constitución. Dicha enmienda protege cinco libertades fundamentales: imparcialidad de la ley respecto al culto religioso y su libre ejercicio, libertad de expresión y de prensa, derecho a reunirse pacíficamente y derecho de apelación al gobierno para corregir entuertos. En palabras de Thomas Jefferson, padre de la patria, «el pueblo es el único censor de sus gobernantes. Como la base de nuestros gobiernos se encuentra en la opinión del pueblo, su primera finalidad debe consistir en mantener dicho derecho y si se dejara a mi albedrío decidir entre un gobierno sin periódicos o unos periódicos sin gobierno, no dudaría un instante en elegir lo segundo...».
La Primera Enmienda en estos términos absolutos no existe en ningún otro lugar del mundo. Estos dos momentos sirven para recordar un dato: la palabra libertad tiene carácter fundacional para la sociedad americana. Desde el principio del American Experiment, la libertad se gana con el sudor y el sacrificio del pueblo que lucha a cada paso por defenderla sin el apoyo del Estado, que de hecho a menudo se opone. La libertad no viene dada o garantizada por el Estado, sino que es un derecho inalienable propio del individuo como tal.

En una entrevista reciente, Lata Nott, directora ejecutiva del First Amendment Center en el Newseum (un museo de Washington dedicado enteramente a la Primera Enmienda y su historia), explicaba que la Primera Enmienda es al mismo tiempo «lo más amado y lo más odiado». De hecho, la historia americana está llena de encuentros y desencuentros sobre este punto; basta ver el movimiento por los derechos civiles y las revueltas universitarias de 1968. Pero el «odio» más potente se percibe en los momentos de crisis, como el 11 de septiembre. Después de las Torres Gemelas, muchos propugnaban una suspensión de las libertades fundamentales para garantizar la seguridad de todos. Sobre esto Nott comentaba: «Es cierto que sería mejor para proteger el país, ¿pero quién decide qué está permitido y qué no?». Hasta ahora, en último término, los americanos han preferido el drama de la libertad a estar seguros sin ella.
Pero en los últimos años estamos asistiendo a un fenómeno diferente. Los nietos de aquellos que en 1968 llamaban a la revolución para proteger el "derecho a decir y hacer lo que uno desea" ahora no quieren ni oír una palabra que les disturbe. Es un punto de inflexión sobre el que reflexiona en profundidad Greg Lukianoff en un libro que acaba de publicar con Jonathan Haidt, The Coddling of the American Mind (La mala crianza de la mente americana, ndt.), que identifica causas y consecuencias de una actitud cada vez más frecuente: "malcriar", como dice el título, la cabeza de los americanos.
Lukianoff preside desde hace unos años la Fundación por los Derechos Individuales en la Educación (FIRE). Abogado, dedica su vida a defender la Primera Enmienda en el ámbito educativo. Por ejemplo, su fundación defendió a un bedel sancionado en 2017 por racial harrasment (discriminación racial, ndt.) porque una persona se sintió ofendida por la imagen de portada del libro que estaba leyendo: unos encapuchados del Ku Klux Klan con cruces ardiendo y, de fondo, la universidad de Notre Dame (ironías del destino, el título del libro era Notre Dame vs. the Klan: How the Fighting Irish defied the Ku Klux Klan, Notre Dame vs. el Klan: cómo los luchadores irlandeses derrotaron al Ku Klux Klan).

Como leeréis en estas páginas, Lukianoff mira con perplejidad el continuo incremento de denuncias a la administración por parte de los universitarios por "códigos de expresión" que censuran y sancionan el lenguaje para evitar la posibilidad de sentirse ofendidos. Estas instancias que han empezado a aparecer con mucha fuerza desde hace unos años parecen alimentar una "mentalidad safe” que considera la protección y la seguridad como los valores más elevados en un ámbito educativo.
Ejemplo de ello es la creación de lo que se ha dado en llamar como safe spaces, "espacios protegidos", lugares diseñados específicamente para que uno pueda ser escuchado sin ser contradicho, y pueda refugiarse junto a aquellos que piensan como él. Otras dos modalidades donde esta "mentalidad safe’ se pone de manifiesto son las llamadas micro-agresiones y trigger warnings. Las micro-agresiones son expresiones que, voluntariamente o no, pueden ser percibidas como racistas u ofensivas. Por ejemplo, decir a un joven negro: «Seguro que eres buenísimo jugando al baloncesto», o a una chica asiática: «Tú eres china, ¿verdad?».
En cambio, los trigger warnings son advertencias que un profesor universitario tiene que indicar cuando el contenido de una clase –por ejemplo una escena de violación o suicidio en una tragedia griega– podría causar cierta turbación a los alumnos. Permitiendo además a los que no se sientan capaces de leer ese texto que puedan salir del aula cuando se realice esa lectura o incluso queden exentos de la tarea relativa a ella.
En algunas universidades se han creado también los Bias Response Team, literalmente "equipos de respuesta a los prejuicios", a los que puede acudir cualquiera para señalar episodios de prejuicios, como una afirmación de un profesor en clase o una broma entre estudiantes, con la posibilidad de poner en marcha una investigación. Una tendencia que resulta cuando menos sorprendente. Justo ahora que se han conquistado casi todas las libertades imaginables posibles –uno es libre de vestirse como quiera, casarse con quien quiera, cambiar de sexo y de identidad–, los estudiantes piden a los adultos censura en los campus, exigen seguridad, reclaman protección. Por esta “exaltación de lo seguro”, entre los jóvenes universitarios americanos resulta hoy raro encontrar a alguien que arriesgue, alguien que se atreva a discutir con otro que piense diferente. En consecuencia, la universidad está casi paralizada. Los profesores tienen miedo literalmente a decir algo equivocado en clase que pueda ser interpretado como ofensivo.
Lukianoff insiste en que la culpa no es de los estudiantes sino de los educadores que, con toda su buena intención, por el deseo de proteger a los jóvenes de los peligros, han generado en ellos esa fragilidad que hoy es tan evidente. Así, parece que les hayan quitado la capacidad de arriesgar y desafiar, el amor a la libertad.
Además, es evidente que no es una cuestión que solo afecte a Estados Unidos, pero aquí se ve con más fuerza porque el desafío que plantea es imponente. ¿Qué tipo de educación puede generar personas tan firmes como para ser humildes, abiertas, curiosas, y por tanto aventurados constructores como lo fueron sus antepasados?

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página