El rostro del hombre, Encuentro, Madrid 1996, pp. 7-9
El mayor obstáculo para el camino del hombre es el «descuido» del yo. En lo contrario de este «descuido», es decir, en el interés por el propio yo, consiste el primer paso para caminar de un modo verdaderamente humano.
Parece obvio que se tenga este interés, pero de ningún modo es así: basta considerar los grandes vacíos que se abren en el tejido cotidiano de nuestra conciencia y la dispersión que sufre nuestra memoria. Efectivamente, los factores que componen el «sujeto» humano no se captan en abstracto, no son algo «preconcebido», sino que se ponen de manifiesto cuando el yo entra en acción, cuando el sujeto está comprometido con la realidad.
Sobre la palabra «yo» existe hoy una gran confusión, y sin embargo es de primordial interés comprender qué es mi sujeto. Porque mi sujeto, de hecho, está en el centro, en la raíz de todos mis actos (acto es también un pensamiento). La acción es la dinámica mediante la que yo entro en relación con cualquier persona o cosa. Si descuido mi yo, es imposible que sean mías las relaciones con la vida, que la vida misma (el cielo, la mujer, el amigo, la música) sea mía.
Para poder decir «mío» con seriedad hay que percibir límpidamente lo que constituye nuestro propio yo. No hay nada tan fascinante como el descubrimiento de las dimensiones reales que tiene nuestro yo; nada está tan repleto de sorpresas como el descubrimiento del rostro humano.
Y nada hay tan conmovedor como el que Dios se haya hecho hombre para prestarnos la ayuda definitiva, para acompañarnos con discreción, ternura y poder en el camino fatigoso de cada uno para buscar su propio rostro de hombre. Dios demuestra su paternidad no sólo con la creación de todas las cosas y con el dominio de destinos y circunstancias, sino también, especialmente, con este acercamiento, como un compañero imprevisto e imprevisible, al camino en el que cada cual crece adquiriendo la figura a la que está destinado.
La primera constatación que surge, al comenzar cualquier investigación seria sobre lo que constituye nuestro sujeto, es que la confusión que predomina actualmente detrás de la frágil máscara (casi un flatus vocis) de nuestro yo, procede, en gran parte, de un influjo exterior a nuestra persona. Es preciso tener bien en cuenta la influencia decisiva que ejerce sobre nosotros lo que el Evangelio llama «el mundo», que se presenta como enemigo de la formación estable, digna y consistente de la personalidad humana. Existe una fortísima presión del mundo que nos rodea (a través de los medios de comunicación de masas, pero también por medio de la escuela o la política) que influye en nosotros y acaba por impedir –en forma de prejuicio– cualquier intento de tomar conciencia de nuestro propio yo. Paradójicamente, si nos aplastan un dedo en el tranvía o en la escuela, reaccionamos enseguida, montamos inmediatamente en cólera. Pero si, como suele ocurrir, es nuestra personalidad, nuestro yo, lo que resulta aplastado, es decir, literalmente suprimido o tan amedrentado que se queda como alelado, esto lo soportamos tranquilamente todos los días.
El resultado de esta opresión o intimidación es evidente: hoy la misma palabra «yo» evoca para la inmensa mayoría algo confuso y fluctuante, un término que se usa por comodidad con mero valor indicativo (como «botella» o «vaso»). Pero detrás de esta palabreja ha dejado de brillar cualquier cosa que indique con vigor y claridad qué clase de concepto y sentimiento posee el hombre del valor de su propio yo.
Por ello puede decirse que vivimos una época en que la civilización parece fenecer, pues una civilización evoluciona en la medida en que favorece que salga a la superficie y quede claro el valor de cada yo individual. Y, al contrario, atravesamos tiempos en los que se favorece una enorme confusión en torno al contenido de la palabra yo.
La consecuencia inevitable y literalmente trágica de esta confusión en la que se «disuelve» la realidad del yo es, a su vez, la «disolución» del término ‘tú’.
El hombre de hoy no sabe decir conscientemente «tú» a nadie. Ésa es la raíz última y aparentemente escondida de la violencia y la búsqueda de poder que determinan hoy por lo general las relaciones usuales entre las personas: éstas se basan generalmente en la sistemática reducción del otro a un designio de posesión y de uso, en la ausencia de cualquier clase de estupor o conmoción por la existencia del otro.
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