El sentido religioso.
Curso básico de cristianismo 1,
Encuentro, Madrid 1998, pp. 145-154)
Suponed que nacéis, que salís del seno de vuestra madre, con la edad que tenéis en este momento, con el desarrollo y con la conciencia que tenéis ahora. ¿Cuál sería el primer sentimiento que tendríais, el primero en absoluto, es decir, el primer factor de vuestra reacción ante la realidad? Si yo abriera de par en par los ojos por primera vez en este instante, al salir del seno de mi madre, me vería dominado por el asombro y el estupor que provocarían en mí las cosas debido a su simple «presencia». Me invadiría por entero un sobresalto de estupefacción por esa presencia que expresamos en el vocabulario corriente con la palabra «cosa». ¡Las cosas! ¡Qué «cosa»! Lo que es una versión concreta y, si queréis, banal, de la palabra «ser». El ser, no como entidad abstracta, sino como algo presente, como una presencia que no hago yo, que me encuentro ahí, una presencia que se me impone.
El que no cree en Dios no tiene excusa, dice san Pablo en la Carta a los Romanos, porque debe negar este fenómeno original, esta experiencia original de lo «otro» (cf. Rm 1,19-21). El niño la vive sin darse cuenta, porque todavía no es consciente del todo; pero el adulto que no la vive o que no la percibe, como hombre consciente es menos que un niño, está como atrofiado.
El asombro, la maravilla que produce esta realidad que se me impone, esta presencia con la que me topo, está en el origen del despertar de la conciencia humana. (…)
En este momento yo, si estoy atento, es decir si soy una persona madura, no puedo negar que la evidencia mayor y más profunda que percibo es que yo no me hago a mí mismo, que no me estoy haciendo ahora a mí mismo. Yo no me doy el ser, no me doy la realidad que soy, soy algo «dado». Es el instante adulto en que descubro que yo dependo de otra cosa distinta.
Cuanto más profundizo en mí mismo, si quiero llegar hasta el fondo de mi ser, ¿de dónde broto? No de mí, sino de otra cosa. Es la percepción de mí mismo como un chorro que nace de una fuente. Hay otra cosa que es más que yo, y que me hace. Si el chorro de una fuente pudiera pensar, percibiría en el fondo de su fresco brotar un origen que no sabe qué es, que es otra cosa distinta de él.
Se trata de la intuición, que en todo momento de la historia han tenido siempre los espíritus humanos más agudos, de esa misteriosa presencia que es la que permite que el instante –el yo– tenga consistencia. Yo soy «tú-que-me-haces». Sólo que este «tú» es algo absolutamente sin rostro; uso la palabra «tú» porque es la menos inadecuada en mi experiencia humana para indicar esa presencia desconocida que es, sin comparación, mayor que mi realidad de hombre. Pues, si no, ¿qué otra palabra podría usar?
Cuando pongo mi mirada sobre mí y advierto que yo no estoy haciéndome a mí mismo, entonces yo, yo, con la vibración consciente y plena de afecto que acucia en esta palabra, no puedo dirigirme hacia la Cosa que me hace, hacia la fuente de la que provengo en cada instante, más que usando la palabra «tú». «Tú que me haces» es, por tanto, lo que la tradición religiosa llama Dios; es aquello que es más que yo, que es más yo que yo mismo, aquello por lo que yo soy.
Por esto la Biblia dice de Dios «tam pater nemo» (cf. Dt 32,16; Is 63,16; 64,7; Mt 6,9; 1 Cor 8,6; 2 Cor 6,18), que nadie es tan padre, porque el padre que conocemos en nuestra experiencia es alguien que da el empujón inicial a una vida, la cual, desde la primera fracción de segundo en que recibe su ser, se separa y marcha por su cuenta.
Yo era aún un sacerdote muy joven, cuando una mujer empezó a venir regularmente a confesarse conmigo. Por algún tiempo dejé de verla y, cuando volvió, me dijo: «He tenido una niña, la segunda». Y, sin que yo le dijera nada, añadió: «¡Si supiera qué impresión! Apenas caí en la cuenta de que había nacido ni siquiera pensé si era niño o niña, si estaba bien o mal; la primera idea que me vino a la cabeza fué ésta: ¡ya comienza a alejarse!».
En cambio Dios, Padre en todo instante, me está concibiendo ahora. Nadie es padre de este modo, engendrando constantemente a sus hijos.
La conciencia de uno mismo, cuando ahonda, percibe en el fondo de sí a Otro. Esto es la oración: la conciencia de uno mismo en su profundidad hasta el punto de encontrarse con Otro. Por eso la oración es el único gesto humano en el que la estatura del hombre se expresa totalmente.
El yo, el hombre, es un determinado nivel de la naturaleza en el que ésta se da cuenta de que no se hace por sí sola. Así que el cosmos entero es como una gran periferia de mi cuerpo, sin solución de continuidad. Se puede también decir de este modo: el hombre es aquel nivel de la naturaleza en el que ésta llega a tener experiencia de su propio carácter contingente. El hombre experimenta que es contingente: subsiste por otra cosa, ya que no se hace a sí mismo. Estoy de pie porque me apoyo en otro. Soy porque se me hace. Como mi voz, que es eco de una vibración mía: si freno la vibración, la voz deja de existir. Como el manantial, que deriva todo él de la fuente. Como la flor, que depende totalmente de la fuerza de la raíz.
Así, pues, ya no diré «yo soy» conscientemente, de total acuerdo con mi estatura humana, sino identificándolo con «yo soy hecho». De lo dicho depende el equilibrio último de la vida. Pues ya que la verdad natural del hombre, como hemos visto, es su carácter de criatura, el hombre es un ser que existe porque continuamente es poseído. Por eso sólo respira abiertamente, solamente se siente en forma y está alegre, cuando reconoce que Otro le posee.
La conciencia verdadera de uno mismo está muy bien representada por el niño cuando está entre los brazos de su padre y de su madre: entonces puede meterse en cualquier situación existencial con una tranquilidad profunda, con la posibilidad de estar alegre. No hay sistema curativo que pueda lograr esto, a no ser mutilando al hombre. Pues ahora, con frecuencia, para quitar el dolor de ciertas heridas, se censura al hombre precisamente su humanidad.
Por eso podemos decir que todos los movimientos de los hombres, en cuanto que tienden a la paz y al gozo, se hacen en búsqueda de Dios, de Aquello en lo que radica la consistencia definitiva de su vida.
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