Va al contenido

Huellas N.08, Septiembre 1998

PALABRA ENTRE NOSOTROS

Haec est generatio quaerentium Eum, quaerentium faciem Dei lacob (Sal 23,6)

Julián Carrón

Apuntes de la intervención de Julián Carrón
Asamblea Internacional Responsables de Comunión y Liberación
La Thuile, 20 de Agosto de 1998



«El verdadero protagonista de la historia es el mendigo: Cristo mendigo del corazón del hombre y el corazón del hombre mendigo de Cristo».
Hoy participamos en un gesto a través del cual Cristo se manifiesta ante cada uno de nosotros como mendigo de nuestro corazón. «Dios podía obligar a los hombres - es­cribe Sigrid Undset - a seguir el ca­mino que había trazado para cada uno, a obedecerle como hacen las estrellas. Pero Él se ha hecho hom­bre y ha depuesto su omnipotencia ante el umbral del mundo de los hombres (...) La omnipotencia que rige el cosmos mendiga tras la lo­cura del alma humana, pidiendo como limosna el poder dar, el poder repartir la riqueza misteriosa de su propio ser». Este gesto es la inicia­tiva de Cristo que una vez más mendiga a nuestro yo, es el signo de la ternura de Dios, de la estima de Cristo hacia nosotros. La inicia­tiva de Dios que tiene compasión de su pueblo origina la historia que nos ha alcanzado. El libro del Éxodo comienza la historia del pue­blo hebreo con estas palabras de Dios: «He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto y he oído su cla­mor, (...) he bajado a liberarlo».
Pero no somos realmente prota­gonistas de este gesto si nuestro corazón no es mendigo de Cristo. Nosotros participamos como prota­gonistas de este momento, estamos presentes con todo lo que somos en esta iniciativa de Cristo hacia nosotros, si nuestro corazón, aquí, ahora, mendiga a Cristo.
Así, Cristo nos ayuda a hacer el camino de la vida. De otro modo ya estaríamos parados, porque sin el acontecimiento de su presencia no sería posible caminar a nuestro destino. Con su presencia, Él nos ayuda a atravesar todas las circuns­tancias en las cuales se desarrolla nuestra vida. Las circunstancias son un factor esencial de nuestra vocación, como escuchamos el año pasado: en ellas se revela la presen­cia de Cristo, el verdadero rostro de Cristo.
1. ¿Cuál es la circunstancia en la que todos nosotros vivimos hoy? Esta circunstancia está definida, so­bre todo, por el hecho de que no existe el yo. Es de esta miseria en la que vivimos de la que Cristo nos rescata. Así podemos comprender el inicio de este gesto de ternura ha­cia nosotros. Pero, para no decir frases sin sentido, ¿qué significa que no existe el yo? Con esta afir­mación no se quiere decir que no existan las personas: estamos mu­chos aquí, hay en el mundo muchas personas. "No existe el yo" quiere decir que no logramos percibir los factores originales de nuestro yo, la pregunta original que nos consti­tuye. Hace treinta años - decía don Giussani - la tensión se centraba en las preguntas originales. Hoy no. Es diferente. Como mucho, las pregun­tas se admiten, pero de un modo que impide comprender qué quiere decir comprometerse con ellas.
Si el hombre no acierta a perci­bir con claridad sus factores origi­nales, ¿qué sucede? Ciertamente, si no percibimos con claridad los fac­tores de nuestro yo, no por esto no tenemos, todos nosotros, alguna conciencia de nosotros mismos, de la realidad; no por ello la vida se detiene: continuamos levantándonos por la mañana, yendo a trabajar, etc. Sin embargo, si no entendemos realmente nuestro yo, la relación con nosotros mismos y con la reali­dad, la conciencia con la que nos levantamos por la mañana y con la que comenzamos a hacer las cosas, a trabajar, está determinada por nuestra reacción. Acordémonos del ejemplo que ponía don Giussani hace algún tiempo: cuando uno no sabe qué es una cuchara, no sabe qué hacer con ella, empieza a aga­rrarla mal, el primer movimiento es errado. Así, cuando uno no tiene conciencia clara de la realidad, co­mienza haciendo aquello que ve ha­cer a los otros; es decir, adaptán­dose al modo en que los otros se refieren a las cosas, a cómo ellos viven. Y, poco a poco, la mentali­dad de la cultura que hay en torno a nosotros comienza a penetrarnos. Pero, atención: así como la mentali­dad (nos lo ha dicho don Giussani en los Ejercicios de la Fraternidad) es el punto de vista del que parte el hombre para todas sus acciones, si tomamos esta mentalidad del con­texto que nos rodea, llegamos poco a poco a sucumbir a la mentalidad dominante. Nosotros participamos de la mentalidad mundana, porque es imposible vivir dentro de un con­texto general sin verse influenciado.
Existe, en suma, una identifica­ción del yo con nuestra reacción, con nuestro sentimiento. La mentali­dad que se ha extendido a todos desde el 68 se podría definir así: la exaltación del instinto. Después, desde el 68 hasta hoy, ¿qué ha suce­dido? Se ha pasado de la exaltación del instinto como único criterio de acción (por lo cual todo es lícito, todo está permitido), a la exaltación de la ley, del ser "adecuado a". Así vivimos en una situación paradójica: por una parte, se exalta el instinto, hasta el punto de que cualquiera que no esté de acuerdo con tal mentali­dad es considerado fuera del mundo: y, por otra, crece por todas partes el número de reglamentos de todo tipo para evitar el desborda­miento de la instintividad; todos son impelidos a hacer aquello que les "parece y gusta", pero se yerra si se va más allá de ciertos límites, y el peso de la ley cae sobre nuestras ca­bezas - como se ve en estos días, es­cuchando la radio o leyendo los pe­riódicos, en el asunto de Clinton -. El instinto y la ley: en este periodo, del 68 al 98, la secularización pro­gresiva del mundo occidental ha destruido el reconocimiento de cual­quier experiencia o tradición ante­rior al Estado, por lo que el Estado es, prácticamente, la única ley por encima del individuo y de su ins­tinto. No existe el pueblo: un pue­blo, en efecto, vive si vive el yo de cada uno, como decía ayer don Pino. Sin yo, no hay pueblo, sin yo sólo queda el Estado con su violen­cia (cuando esta mentalidad entra en la Iglesia, se llama "clericalismo" o "moralismo"): estamos nosotros con nuestros instintos y la ley que pesa sobre nuestra cabeza, el poder cre­ado para evitar el desbordamiento de la instintividad.
La exaltación del instinto tiene como consecuencia una concepción determinista de la libertad. Es decir, la libertad ya no existe: todo se convierte en una reacción instintiva a la provocación de lo real. Tan cierto es esto que todos los térmi­nos que tienen que ver con la liber­tad, y en particular el pecado, se han sustituido por una terminología médica. El equivalente al pecado, hoy, es la enfermedad. En América, por ejemplo, existe todo un debate sobre el problema de la prevención del homicidio, del suicidio, de la violencia, y del papel que los médi­cos pueden desempeñar en dicha prevención. Ya no existe la libertad. Un amigo nuestro que vive en España, yendo a Estados Unidos a la boda de un colega suyo, ha oído de­cir: «Sobre el matrimonio estoy tranquilo; hemos ido al psicólogo y estamos compaginados. Podemos, por tanto, afrontar con tranquilidad esta circunstancia». Cesana, en el Congreso de los Movimientos, recordaba a este respecto un episodio significativo. Hablando en la Uni­versidad a algunos psicólogos, les había preguntado: «¿Cuál es la dife­rencia entre educación y psico­logía?», y no había obtenido res­puesta. La diferencia, añadió entonces, está en el hecho de que la educación se dirige justamente a la libertad. Una educación que no im­plica la libertad, acaba reducida a mera técnicas psicológicas.
Dicha reducción del yo acaba por reducir también la concepción de la salvación. La religiosidad acaba siendo reducida a la bús­queda del bienestar, como se ve en la New Age y en ciertos fenómenos religiosos (las sectas, etc.): todo tiene como fin eliminar el drama. La religión se concibe como huida, como un "estar bien", como bienes­tar. Esto también penetra muchas veces en nosotros, que identifica­mos nuestro ideal con la ausencia de drama. En cambio, el drama es estar delante de un Tú: sin este Tú, nosotros no estamos con todo nues­tro ser frente al infinito, y es como si las dimensiones de lo humano no estuvieran presentes en su totalidad. En esto se manifiesta la falsedad de tal posición.
La expresión propia de seme­jante situación es la indecisión. «No he visto jamás - ha dicho don Gius­sani -, tanta gente tan indecisa sobre qué elegir o hacer». En efecto, si no vive el yo, si no existe el tú que des­pierta al yo, ¿por qué debe uno deci­dir? Recuerdo la respuesta de un muchacho a un sociólogo que acu­saba a los jóvenes de no decidir so­bre nada: «Sitúanos ante algo verda­dero, interesante para la vida y verás cómo decidiremos». Si no hay un tú ante el que la vida se ponga en juego, no se toma ninguna decisión.
Esto genera poco a poco la sole­dad en la que el yo vive. No se trata de una soledad fácilmente superable porque es una soledad que está al fondo de la cuestión: en efecto, sin una Presencia, no hay nada presente. Pensad en un niño perdido en una fiesta llena de atracciones de feria: todo está allí, todo es para él, pero él es presa del miedo, de la soledad; es como si, sin la presencia de sus pa­dres, nada estuviese presente para él: nada le interesa. Por el contrario, cuando encuentra a sus padres, todo comienza de nuevo a ser suyo, todo vuelve a ser de nuevo presente. Y, cuando no hay nada presente, «queda únicamente la hierba amarga del hastío», como dice Miguel Mañara.
Esta soledad se traduce en una carencia de certeza para afirmar las cosas, porque falta el nexo con el infinito. Dice Eliot (en un texto que me han hecho llegar mis queridas amigas Carmen y Flora, un texto que me parece muy adecuado): «Sois todos personas a las que no les ha sucedido nada, como máximo un choque continuo con aconteci­mientos externos. Pasáis a través de la vida como en sueños». En esto se convierte la vida: un choque conti­nuo con eventos externos. No es que la vida se detenga, pero todo es un choque sin que acontezca nada; el hombre está en el mundo pero sin vínculos, separado del mundo. Como decía Sartre: «Mis manos, ¿qué son mis manos? La distancia inconmensurable que me separa del mundo de los objetos y me separa de ellos para siempre». Entonces, ¿qué queda? Imágenes, pensamien­tos, sentimientos. Puesto que estos jamás se pueden comprobar, todo acaba en una incertidumbre radical, como si no se pudiese estar seguro de nada, como si no se viese el fondo, el fin de esta situación como un final positivo.
Es necesario tratar de entender el desarrollo del paso que estamos dando (tras Rímini de este año, La Thuile y Rímini del año pasado). Podría expresarse con esta pregunta: ¿cómo podemos estar ciertos de la existencia de las cosas, seguros de su consistencia? Porque la impresión es que todo se conjura para destruir la posibilidad de una certeza acerca de la existencia de las cosas. Dado que no se puede hacer un camino humano dentro de la realidad, no se llega a ninguna certeza, tampoco se puede juzgar la experiencia que he­mos tenido. Lo he visto claramente en mi propia vida: sólo tras haber encontrado el Movimiento me he dado cuenta de que comenzaba a de­cir con certeza: «Esto es verdadero, esto no es verdadero», de que podía hablar con certeza de las cosas y podía aportar a todas las afirmacio­nes los ejemplos vividos que docu­mentaban la verdad de lo que decía. Sin embargo, si se carece de un ca­mino, todo se convierte en última instancia en incierto.
Hay un primer síntoma, que San Agustín ya identificó hace muchos años, que manifiesta que algo no va: la inquietud del corazón. Por ello, nuestra primera decisión es ser lea­les con esta inquietud. «La sencillez - dice don Giussani en el libro Vi­vendo nella carne - es no esconder esta inquietud del corazón». Porque la batalla, ahora, es contra el co­razón: todo trata de negar la inquie­tud del corazón. «Todo conspira - dice Rilke - para acallarnos, como se acalla una deshonra o tal vez una esperanza inefable». Por esto, el antagonista del poder (del poder que continuamente divulga esta mentali­dad reductiva) es la verdad del yo.

2. ¿Cómo se despierta el yo? ¿Qué vence esta soledad, esta separa­ción del mundo? Todos nosotros esta­mos siendo educados en reconocer que el camino de la vida es «vivir lo real». En el capítulo X de El sentido Religioso, Giussani escribe: «La fór­mula del camino al significado último de la realidad, ¿cuál es? Vivir lo real. ¿Cómo podrá mi experiencia de vida hacerse potente? En el impacto con lo real. La única condición para ser ver­daderamente religiosos, esto es, hom­bres, es vivir siempre intensamente lo real. La fórmula del camino al signi­ficado de lo real es la de vivir lo real sin prejuicios, sin renegar ni olvidar nada. En efecto, no sería humano, es decir, no sería razonable, considerar la experiencia limitándose a lo super­ficial, a la cresta de la ola, sin descen­der a lo profundo de su movimiento». Pues bien, ¿dónde está la diferencia entre «vivir lo real» y «el continuo choque con acontecimientos externos por el cual - como escribe Eliot - vi­vimos la vida en sueños»? Dicho de otro modo: ¿cuál es la diferencia en­tre el carpe diem y la «densidad del instante» de la que habla Giussani? ¿Cómo podemos responder a la pre­gunta sobre qué significa «vivir lo real»?
Para hacer comprensible la ex­periencia elemental y original del hombre, Giussani recurre a esta fa­mosa imagen: «Suponed - escribe en El Sentido Religioso - que nacéis, que salís del vientre de vuestra madre en el estado en que estáis en este momento, con el grado de desarrollo y de conciencia que podéis tener ahora. ¿Cuál sería el primer, absolutamente el primer sentimiento, es decir, el primer fac­tor de la reacción frente a lo real? Si yo abriese de par en par por pri­mera vez mis ojos en este instante saliendo del seno de mi madre, es­taría dominado por la maravilla y por el estupor de las cosas como una presencia». Imaginaos que to­dos nosotros abrimos los ojos por primera vez a nuestra edad, ante el Mont Blanc: todo nuestro ser es­taría dominado por el estupor de esta presencia: «El ser: no como entidad abstracta sino como presen­cia, presencia que no hago yo, que encuentro, una presencia que se me impone. (...) El estupor, la maravilla de esta realidad que se me impone, de esta presencia que me rodea, está en el origen del despertar de la con­ciencia humana», es decir del yo.
¿Qué despierta el yo? Este im­pacto con lo real, con una realidad que aparece ante mí como un dato, es decir, como aquello que me es dado, como un don, un don que no me doy yo, un don de otro. La pri­mera actividad frente a este don es recibirlo, es reconocerlo; es, como hemos oído otras veces, una amis­tad. No se da solamente un choque, por tanto, sino una evidencia de las cosas, que por el misterio que con­tienen suscitan un atractivo que llega hasta el afecto. Nos sorpren­demos atraídos por las cosas: las cosas despiertan en nosotros un atractivo. Nosotros no somos como una roca que no se conmueve frente a lo real, sino que percibimos el im­pacto que las cosas producen en no­sotros: afecto. Esta presencia, esta evidencia de las cosas que es el re­conocimiento de esa presencia ine­xorable que despierta en mí un atractivo, me conmueve, y yo me siento ligado a esta presencia.
La experiencia más original es esta ligazón nuestra con lo real en su profundidad. ¡Lo contrario de la separación! La experiencia original no es separación de lo real: es adhe­sión a lo real despertada por el atractivo que lo real provoca en mí. Se trata de una mirada sencilla so­bre la evidencia de las cosas, una evidencia que nace en la consisten­cia original que tiene la realidad. La mentalidad dominante se choca contra esto, ya que parte del prejui­cio o concepto previo, que tiende a negar la consistencia última y, por tanto, la evidencia de la realidad. Sin embargo, un prejuicio así no pertenece a la experiencia elemen­tal; se introduce por un interés extraño, que no forma parte de tal ex­periencia. La experiencia original es la de una evidencia que brota de la consistencia original que tiene la realidad, y de una mirada que no se detiene únicamente en la superficie, sino que va al fondo de su diná­mica, esto es, hasta reconocer a Aquel que crea esta presencia.
Se nos educa a partir siempre de la experiencia, porque «la experien­cia es el resurgir de la realidad en la conciencia del hombre, es el deve­nir transparente de la realidad ante la mirada humana. Así la realidad es aquello en que nos encontramos, es un dato, y la razón es aquel nivel de la creación en la que ésta es consciente de sí misma». En la ex­periencia emerge con claridad qué es lo real y qué es la razón. Pensad en un niño ante un juguete. La pre­sencia del juguete despierta en él una exigencia de conocer cómo funciona: el niño no se detiene hasta saber cómo funciona, tiene la exigencia de llegar a la solución. En esta experiencia tan sencilla, que todos vivimos, se manifiesta la de­finición de razón: exigencia de co­nocimiento total que se ve desper­tada por la presencia de la realidad. Es como si la realidad misma des­pertase en el hombre la exigencia de ir hasta el fondo de ella misma, una exigencia que no encuentra res­puesta en los factores que constitu­yen la circunstancia externa, en los factores ya conocidos, sino que obliga a buscar otro. ¿Cuál es, por tanto, la diferencia entre estar cons­tantemente expuesto al impacto de
los acontecimientos y vivir intensa­mente lo real, entre el carpe diem y la densidad del instante? La dife­rencia está en que en el instante uno toma conciencia de la realidad según todos sus factores, hasta lle­gar a la Presencia que es el origen de toda presencia. Como quien to­mase conciencia de su yo y dijese "Yo" con la conciencia de lo real según todos sus factores; no podría no decir, sin introducir una mentira: «Yo soy Tú que me haces en este instante». Sin este carácter de acon­tecimiento de lo real, la realidad no nos interesa. Cuando nos detene­mos en la superficie, lo real pierde su novedad, como ocurre frente a tantas cosas que consideramos como ya conocidas: no nos intere­san. Tenemos nuestra casa llena de cosas que no nos interesan.
Un amigo mio tuvo un grave ac­cidente de coche y estuvo tres me­ses en coma. Es un espectáculo verlo ahora. Me decía: «Es como si, al abrir los ojos por las mañanas, no pudiera evitar pensar en Él, en su Presencia: todas las cosas me hablan de Él. Ahora comprendo qué signi­fica vivir la conciencia de esta Pre­sencia». Y está contentísimo, como jamás le había visto. ¿Qué ha cam­biado? La realidad es la misma de antes. Ha cambiado él, porque ahora reconoce que la vida en cada ins­tante le viene dada, no la da por descontada. Imaginaos que en cada instante, nos viéramos sostenidos en el tomar en cuenta el aconteci­miento de la realidad. La vida sería un don: ¡el acontecimiento del ser! ¡Lo contrario de la pura superficiali­dad! ¡Pero en la vida cotidiana no es así! Imaginad una persona que, oyendo decir a su amada: «Te quiero», responde: «Ya lo sé». La primera vez que oyó esta frase de la persona amada estaba todo lleno de conmoción, pero ahora piensa que ya lo sabe. Por el contrario, que diga «Te quiero» cinco minutos des­pués, debe producir una conmoción aún más grande, porque es más ver­dadero, ha durado cinco minutos más. Si abolimos el misterio último de lo real, todo pierde su interés.
En la experiencia se desvela, pues, la naturaleza de la razón y se desvela, también, la naturaleza de la realidad. La realidad tiene siempre un punto de fuga, remite siempre a Otro, es signo de Otro. Si uno de vosotros, apenas llegado a casa, abriese la puerta y se encontrase con un ramo de flores, la primera reac­ción sería: «¿Quién me lo ha man­dado?». ¿Por qué uno pregunta «quién», si ve tan sólo las flores? Por la naturaleza misma de la reali­dad: por su naturaleza, la realidad remite a Otro. Si uno pierde esta referencia, pierde lo mejor de lo real. Si pensamos disfrutar más la reali­dad viviendo el carpe diem perde­mos lo mejor de lo real, que es que remite a Otro, a Aquel que corres­ponde a la espera verdadera del co­razón. ¿Qué corresponde más: el ramo de flores o el que manda el ramo de flores? ¿Qué llena más de conmoción y de ternura, el corazón?
Si todos tenemos esta experien­cia original, ¿por qué llegamos a sucumbir, entonces, a la mentalidad dominante? ¿Por qué poco a poco extraemos de otro lugar nuestra mentalidad? Como dijo don Gius­sani en los Ejercicios, «el meollo de la cuestión se esclarece en la lucha que se desarrolla en el modo de lec­tura y de análisis de la relación en­tre la razón y la experiencia». Ser verdaderamente razonables signi­fica someter constantemente la razón a la experiencia: «"Razona­ble" designa a aquel que somete la razón a la experiencia» (Jean Guit­ton). Así comienza la victoria sobre la mentalidad dominante. Muchas veces encontramos en nosotros una resistencia a someter la razón a la experiencia. Entonces, hasta que no se somete la razón a la experiencia que hemos tenido, acumulamos mu­chas "experiencias ", pero es sólo un choque continuo, una sucesión de reacciones donde no sucede nada, que no introduce ninguna no­vedad. Podemos tener muchas ex­periencias en la vida, pero, apenas terminan, continuamos pensando como antes: no aprendemos nada, vaciamos el acontecimiento, como decía Giussani en los Ejercicios.
La experiencia de la vida no sirve para nada si no se somete la razón a la experiencia. De allí la insistencia de don Gius­sani, en los Ejercicios, sobre la cues­tión del conocimiento (que no es una cuestión filosófica sino una nueva conciencia de sí y de lo real): sucum­bimos a la mentalidad común porque no somos verdaderamente razonables, porque hay en nosotros una resisten­cia a someter la razón a la experien­cia. El verdadero inicio del cambio del yo se da cuando comenzamos a someter la razón a la experiencia. «El cambio del yo depende de un conoci­miento distinto. El yo se ve introdu­cido en un conocimiento nuevo». «El cambio, en primer lugar, se da en el orden del conocimiento». ¿Por qué esta insistencia? ¿Por qué Giussani in­siste en este punto? Porque «todo lo que el hombre hace depende del modo con el que concibe. (...) La cul­tura es el modo que tenemos de con­cebir, de ello el hombre extrae todo su comportamiento, en el inspira su com­portamiento frente a todo». Un yo ver­dadero es el que se mueve con una conciencia diferente, nueva, en última instancia verdadera, de sí. Así, vi­viendo lo real, llevamos dentro toda la novedad acaecida. Porque el ambiente no es algo sociológico, como dijo ayer don Negri, sino que es una di­mensión de la persona: vivir el am­biente no depende de "donde esta­mos", sino de "lo que somos". Si la estructura original de la experiencia deja de ser el signo, se comprende, entonces, cómo co­mienza el camino que conduce a la soledad de la que habíamos ha­blado. En los Ejercicios, don Gius­sani decía que este «imperceptible inicio consiste en una separación, comienza como una separación en­tre el sentido de la vida y la expe­riencia»; este imperceptible inicio consiste, pues, en una alteración del nexo original con las cosas en cuanto provenientes del Misterio, en una alteración de la relación sor­prendida con Él. Una distancia en­tre el sentido de la vida y la expe­riencia: si esto se produce, entonces el hombre extrae su mentalidad de otro lugar, de fuera de su experien­cia. Experimentamos una merma de la experiencia original, una sorpren­dente incapacidad de ir al fondo de la realidad y de adherirnos a ella, una incapacidad de ser verdadera­mente razonables. Lo demuestran las reducciones que Giussani nos ha indicado: reducción del aconteci­miento a ideología, reducción de la realidad como signo a apariencia, reducción del corazón a senti­miento. Y todo esto viene de aque­lla imperceptible distancia entre la razón y la experiencia que llevamos a cabo. Así comienza, también con nuestra connivencia, el desastre que nos lleva siempre a la soledad, a la incertidumbre sobre todo.

3. Habíamos visto qué puede despertar el yo. El primer despertar del yo es el encuentro con la reali­dad. Pero si esto viene a menos ¿qué puede volver a despertar el yo? ¿Qué puede vencer verdadera­mente la soledad?
¿Cómo podemos responder a esta pregunta? Según el método que hemos aprendido. Habíamos visto que la realidad se hace transparente en la experiencia (porque la cues­tión de la vida, como dice El sentido religioso, no es un problema de in­teligencia, sino de atención). ¿Dónde ha comenzado a ser vencida nuestra soledad y aquella distrac­ción de lo real de la que habíamos hablado? ¿Qué nos ha despertado a cada uno de nosotros? Ha sido el impacto con el Misterio presente en un pueblo, el encuentro con un fenómeno humano como el ocurrido a Juan y Andrés: «Su corazón se había topado aquel día con una pre­sencia que correspondía de manera inesperada y evidente al deseo de verdad, de belleza, de justicia que constituía su humanidad sencilla y carente de presunción. Desde enton­ces, si bien traicionándole y malin­terpretándole miles de veces, nunca le iban a abandonar ya, se iban a volver "suyos"». El yo renace en este encuentro, en esta mirada. Uno está invadido de una presencia que corresponde a su espera, a su exi­gencia. «Desde entonces, si bien traicionándole y malinterpretándole miles de veces, se volvieron "su­yos"»: la razón reconoce aquella presencia y termina en el afecto a ella («se volvieron "suyos"»).
Esta es la victoria sobre la sepa­ración entre el yo y la realidad. Una y mil veces hemos visto cómo su­cede esto en el encuentro con este pueblo, ha sucedido y sucede. No debemos buscar en otro lugar. He­mos visto en nuestra experiencia dónde está la victoria sobre la soledad y sobre la separación. Como Andrés y Juan, si somos leales con nuestra experiencia, debemos reco­nocer que el cambio de nuestra vida, la novedad de nuestra vida, no ha sido el resultado de nuestro pensa­miento o proyecto. Nuestro yo no se constituye sin el encuentro con un pueblo. El cristiano no existe sin el pueblo. Este pueblo es el heredero del pueblo hebreo, que era anuncio profético de lo que en Cristo ha lle­gado a ser realidad. «Aquel Hom­bre, el Hebreo Jesús de Nazaret, murió por nosotros y ha resucitado. Este hombre resucitado es la Reali­dad de la que depende lo positivo que hay en la existencia de cada uno de los hombres». Quien ha tenido este encuentro, comprende hasta qué punto toda la bondad de la vida depende de la existencia de aquel Hombre: «Mi corazón está alegre porque Cristo vive».
Este pueblo es la Iglesia de Cristo que para nosotros tiene una fisonomía precisa: nuestro carisma. «He visto así cómo se formaba un pueblo, en nombre de Cristo. (...) Lo que podía parecer una experien­cia singular, al máximo, se con­vertía en protagonista de la historia y, por ello, en instrumento de la mi­sión del único Pueblo de Dios».
Pero, atención, no hay encuentro con este pueblo, con esta compañía, si nuestra mirada permanece aún en la superficie, con un uso reductivo de la razón. «Porque el encuentro - dice Giussani en Vivendo nella carne - no es con esta compañía y el valor no es esta compañía, porque esta compañía se convierte en valor si tú reconoces qué es lo que hay dentro del encuentro», aquello que esta compañía lleva dentro. Y anterior­mente había dicho: «antes de que tú sepas que la compañía es como la tienda bajo la cual está Cristo, tú estás comprometido con la compañía como modo de alcanzar a Cristo, cuando estás cordialmente tenso en busca de tu verdadero rostro y tu destino, de la verdad de tu destino. Entonces la compañía comienza a convertirse en lugar revelador de Cristo (...) En una casa donde haya mucho afecto, una intensidad de afecto como la vuestra, si uno no se está atento corre el riesgo de per­derse en lugar de encontrarse». No se trata de una sospecha sobre la compañía. Es que el culmen de esta compañía es encontrar lo que está dentro de ella: en ella se produce el encuentro con Cristo. «El encuentro con Cristo, ¿dónde se produce y cómo? Acontece en una realidad hu­mana, en forma humana. Por tanto, el compromiso con la realidad hu­mana que hemos encontrado es con­dición para comprender mejor el en­cuentro con Cristo». Y en otra conversación, añade: «En estos días estoy realmente persuadido de que es a través de una experiencia nor­mal como uno comprende quién es Jesús, como uno puede comprender que Jesús existe (...) Es en una expe­riencia sensible, en la experiencia cotidiana, donde se puede compren­der con facilidad quién es Jesús». En efecto, «si no se parte de la expe­riencia humana, no se comprende: de ahí, esa adhesión yuxtapuesta, pe­gadiza, esa adhesión exterior al "Credo" que a menudo se tiene».
A través de una experiencia hu­mana uno cae en la cuenta de que Cristo está presente. «Pensad - dice entonces don Giussani - qué gran cosa es que el Misterio se haya he­cho un hombre. Que haya nacido como todos de una mujer y que, en el contexto de la historia humana, nos alcance y realice, cambiándolo, nuestro yo como inteligencia (esto es, como percepción de las cosas) y como afecto. Es una mirada, en el sentido literal del término, a una es­pera de tu corazón: una presencia que te mira y te ama. El yo humano renace en esta mirada, en este en­cuentro que es respuesta hecha carne en el corazón de esta carne». Cristo está presente hoy en el tiempo de la historia, desarrolla su presencia aferrándonos en el misterio del Bau­tismo y, a través de su Espíritu, en la Iglesia, su cuerpo, recrea al ser hu­mano, alcanzando nuestra experien­cia mediante las circunstancias pre­sentes: a través de este pueblo, Cristo resucitado continúa presente en el tiempo y en el espacio. El mé­todo que Él ha elegido para estar siempre con nosotros es el método sacramental: el pueblo cristiano es el gran signo de su presencia. Por esto, ante este pueblo se decide nuestra existencia como todos noso­tros hemos experimentado.
Se entiende ahora qué es la fe: «La fe es reconocer una presencia excepcional. Es quedar impactado por una presencia sin ningún pa­rangón posible con otras ya conoci­das y por tanto posibles también en el futuro, y adherirse a lo que ella dice de sí; porque si no nos adheri­mos a lo que ella dice de sí sería­mos contradictorios con el juicio de excepcionalidad que hemos emitido, que estamos obligados a reconocer». Reconocer y adherirse. En el encuentro con Cristo presente en un pueblo, se descubre nuestro yo: razón y afecto.
Cuando es verdaderamente sen­cillo, el corazón del hombre llega al reconocimiento y a la adhesión a esta presencia. Por tanto, la fe es un juicio más que un sentimiento. «La fe es un juicio y no una emo­ción, es un juicio que afirma una realidad»: el Misterio presente. A falta de esta experiencia, Cristo se convierte en una abstracción. «La fe es racional, en cuanto que flo­rece en el extremo límite de la dinámica racional como una flor de gracia, a la que el hombre se ad­hiere con su libertad».
Por esto, si nosotros sometemos la razón a la experiencia que aca­bamos de describir, comienza una auténtica mentalidad nueva que re­presenta la victoria plena sobre la mentalidad común.

¿Cuáles son las características de dicha mentalidad nueva?
a) La experiencia de Cristo des­vela la naturaleza del yo. Desde que hemos conocido a Cristo he­mos llegado a ser hombres y ya no somos niños. «Cuando he encon­trado a Cristo me he descubierto hombre», decía Mario Vitorino. Sólo en presencia de Cristo reco­nozco finalmente quién soy; ante Él emergen con claridad los facto­res constitutivos de mi yo. «Cristo es el punto en el cual mi vida de hombre se me revela clara, se me vuelve clara, cada vez más clara». Y en los Ejercicios nos dijo que «la fe supera y hace más claro el sen­tido religioso del hombre: revela el objeto del sentido religioso, al cual la razón no podía acceder».
Entonces la verdadera natura­leza del yo, su razón y su afecto, pueden ponerse en juego. La razón que reconoce con sencillez lo que percibe como excepcional puede ponerse en juego conforme a su verdadera naturaleza porque tiene delante su objeto propio. Ningún otro tiene la posibilidad de abrir de par en par la razón como Jesús. Y del mismo modo el afecto encuen­tra con claridad a qué adherirse.
b) En la experiencia del en­cuentro con Cristo se desvela tam­bién la naturaleza de la realidad. Porque sólo cuando uno se encuen­tra con esta presencia puede por fin entrar en lo real. Todas las palabras que definen la experiencia humana (vida, muerte, trabajo, afecto, polí­tica) adquieren un espesor antes inimaginable. El hombre, la mujer, el cielo estrellado aparecen como signo de la presencia buena de Cristo. Si Cristo no se revela ante nuestros ojos, la realidad, cuando tiene la medida de nuestra com­prensión, antes o después llega a ser extraña. Pensad en el dolor, en las circunstancias, en el pecado: ¿cuándo puede uno entrar en lo real, en aquello de lo que la vida misma está hecha? Solamente cuando uno entra con aquella Pre­sencia en los ojos, porque sólo ella desvela el sentido profundo de cada circunstancia; porque sólo así la circunstancia se convierte en signo, no da miedo y nosotros «vencemos en Aquel que nos ha amado». Sólo una persona que ha encontrado a Cristo no da un paso atrás ante las circunstancias, no huye ante lo real. Puede levantarse por la mañana, ir a trabajar, afron­tar las circunstancias porque está Cristo: «Estoy alegre porque Cristo vive». O adquirimos esta certeza o no entraremos jamás en lo real, o bien entraremos tan sólo en ese pe­dazo de la realidad que podemos tratar según nuestra medida: cuando lo real nos pone ante una medida que va más allá de lo que es aceptable para nosotros, nos quedamos hechos polvo.
c) En la experiencia del encuen­tro se revela qué es Cristo. Él, que ya no se percibe como algo abs­tracto, se revela en su verdadera na­turaleza en el encuentro: yo co­nozco quién es Cristo a través del cambio que Él realiza en mí. No es una ilusión, amigos. ¡No es a través de mi imaginación! Yo conozco a Cristo igual que un niño conoce qué es su madre para él, mediante lo que le sucede, viviendo todas las cir­cunstancias de la vida, con la madre cerca. No comprendemos qué es Cristo meditando o elucubrando, sino viviendo todo en su compañía y viendo qué sucede. Comprendo qué es Cristo por el cambio que acontece. ¿Cómo creer en Su resu­rrección si no eres testimonio del cambio que la pertenencia recono­cida a Cristo realiza en ti?
d) Así se comprende qué es la fe en Dios: «La fe en Dios es la fe en Cristo». «No existe conciencia del Misterio que no sea una interpreta­ción reductiva del hombre, exepto en aquel Hombre, Jesús de Nazaret, cuya naturaleza asumió Dios para darse al hombre, para comunicarse al hombre como Misterio», se nos dijo en los Ejercicios. Y justamente en este punto «se desvela el engaño de la mentalidad dominante que pretende que se pueda hablar de Dios y prescindir de Cristo».
Nuestra experiencia es el mé­todo pedagógico que inicia en no­sotros una mentalidad nueva y hace posible que, gracias al encuentro re­alizado, entremos por fin en lo real, superemos esa distancia y separa­ción que fácilmente se convierten en soledad y aislamiento. Este mé­todo, la pertenencia a este ámbito, es la concreción «en forma demos­trativa y persuasiva» del don del Espíritu. Una pertenencia que es «experiencia existencialmente con­creta para vivir la mentalidad nueva en Cristo y la moral nueva». La per­tenencia a un movimiento como el nuestro nos ayuda, nos facilita las cosas, porque nos posibilita una ex­periencia histórica y totalizadora, abriéndonos más allá de nuestra me­dida: la vida de la Iglesia nos ofrece así una propuesta que tiene que ver con todas las dimensiones de la vida humana, que es proporcionada a las exigencias infinitas de la razón y de la libertad. Mediante lo que el Mo­vimiento nos propone podemos lle­gar a ser nosotros mismos, entrando más en las circunstancias y, por aña­didura, haciendo cosas que uno no habría imaginado jamás hacer.
La lucha de la vida entonces es entre la afirmación de sí como crite­rio último y la afirmación de Dios como aparece en la experiencia que vivimos. La vida se convierte en la lucha de la verdad contra la mentira, «un consciente, diario, alistarse en la lucha de la verdad contra la men­tira»: la verdad no es una palabra abstracta, es el acontecimiento que todos nosotros experimentamos.
Esta es, al menos para mí, la grave tentación: la resistencia a so­meter la razón a la experiencia rea­lizada, la resistencia a reconocer hasta el fondo que sólo Cristo es Aquel que me hace llegar a ser yo mismo. Y cuando esta resistencia vence en mí, me defrauda. Por tanto, la lucha de cada uno de noso­tros, es entre la evidencia que tene­mos delante y la resistencia a reco­nocer lo que hemos visto.

4. Por esto - ultimo punto - don Giussani, con su caridad hacia no­sotros, una vez más, en Roma ha considerado todo: «Siempre surge en nuestro corazón la infidelidad in­cluso ante las cosas más bellas y más verdaderas, de tal modo que, aún delante de la humanidad de Dios y la original sencillez del hombre, éste puede fallar por debi­lidad o prejuicios mundanos», cuando la indecisión del comienzo se convierte en posición, en indeci­sión programada.
Pero dolor y pecado son la peda­gogía de Cristo hacia la verdad. Una vez más el método usado por Dios es lo real. «El pecado y el dolor son el camino normal - vimos en la Es­cuela de Comunidad - a tal verdad. Teóricamente ésta se presenta como un camino de "remedio" porque la vía maestra, el camino más directo, debería ser la transparencia con que la conciencia racional percibe la contingencia de las cosas, sencilla­mente: que las cosas no se hacen por sí solas, que Dios es todo. No hay evidencia más perfecta desde el punto de vista racional. (...) Pero, de hecho, histórica y existencialmente, esa transparencia es imposible o, al menos, es provisional. Santo Tomás, al comienzo de su Contra gentiles, dice que la razón humana podría lle­gar a percibir la existencia de Dios, pero, solamente en algunos casos, tras mucho esfuerzo y no sin mezcla de graves errores. De hecho el Señor, para hacer comprender al hombre que tiene necesidad de otro, ha usado como instrumento normal el pecado y el dolor: el hombre es pobre. La suprema expresión de esto es la muerte. Y el uso de este instru­mento es una paradoja espectacular. Por eso es signo de mezquindad el sentimiento que normalmente alber­gamos cuando nos escandalizamos por un instrumento pedagógico que nos conduce a la verdad».
El dolor es como el último signo de la ternura de Dios; el dolor es como un signo de alarma (como el niño ante el fuego retrae la mano porque quema): sin eso, sería la destrucción. No escuchar esta úl­tima señal que nos viene de lo real es la última afirmación irracional del hombre.
«Pero existe en la memoria - decía don Giussani en los ejercicios de los Memores Domini - algo que mitiga cualquier herida: el anuncio cristiano como aparece en nuestra historia es que Dios es fiel a sí mismo, esto es a la elección de su pueblo».
«Asimismo, la experiencia per­sonal de la infidelidad que reapa­rece siempre mostrando la imper­fección que tiene cualquier gesto humano, nos urge a hacer continua­mente memoria de Cristo». Si en lugar de lamentarnos de nuestro mal y flagelarnos, dejáramos emer­ger esta urgencia de la memoria de Cristo, perderíamos menos tiempo.
Así, esta urgencia existencial se convierte en grito, pero nunca de­sesperado: es el grito dirigido a una presencia reconocida y amada. «Mas, ¿qué puedo yo Señor si a mí no vienes con tu inefable y acos­tumbrada cortesía?».
Terminamos con las palabras con que don Giussani ha concluido su intervención en Roma: «Todo esto significa que la libertad del hombre, que el Misterio siempre implica, tiene la forma suprema e indiscutible de la oración. Por esto la libertad, conforme a su verdadera naturaleza, es adhesión al Ser, es de­cir, a Cristo. El afecto a Cristo está destinado a perdurar, aún dentro de la incapacidad, de la debilidad grande del hombre. En este sentido, Cristo, luz y fuerza para cualquiera que le siga, es el reflejo adecuado de esa palabra con que el Misterio expresa la relación última del Miste­rio con su criatura: la misericordia, Dives in Misericordia. El misterio de la misericordia desborda cual­quier imagen humana de tranquili­dad o de desesperación; también el sentimiento de perdón pertenece al misterio de Cristo. Este es el abrazo último del Misterio, contra el cual el hombre - aún el más lejano, el más perverso, el más sombrío o tene­broso - no puede objetar nada; puede desertar de él, pero sólo de­sertando de sí mismo y de su propio bien. El Misterio como misericordia queda como la última palabra, aún por encima de todas las negras posi­bilidades de la historia».

Principales textos de referencia:
• L. Giussani, El milagro del cambio, Ejer­cicios de la Fraternidad de CL 1998.
• L. Giussani, Vivendo nella carne, Rizzoli 1998
• L. Giussani, Testimonio en la plaza de San Pedro con ocasión del encuentro de Juan Pablo II con los movimientos eclesia­les y las nuevas comunidades. Cfr. Huellas Junio 1998.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página