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Huellas N.03, Marzo 2023

PRIMER PLANO

Las razones justas

Paola Bergamini

Manos Limpias y los procesos de la mafia. La responsabilidad de juzgar con la conciencia de que la ley «no agota el misterio humano». Hablamos con el juez Aurelio Barazzetta

Cuarenta años en las salas del Tribunal del Palacio de Justicia de Milán, cuarenta años juzgando. A veces ha tenido que presidir procesos duros, como los que hubo contra la mafia. A veces ha pasado noches sin dormir antes de una sentencia que imponía penas elevadas. «Pero desde el principio, tenía 25 años cuando saqué la plaza de Magistratura, hay algo que tuve muy claro: el Derecho penal, el ámbito en el que desarrollo mi labor profesional, no agota el misterio humano», afirma Aurelio Barazzetta, nacido en 1955 y presidente de la sección de jueces de investigación y audiencias preliminares. «Pero insisto: no sería posible sin el encuentro con el movimiento, es decir, con una forma de vivir el cristianismo que me fascina. “Una obediencia de corazón a la forma de enseñanza a la que he sido confiado”, como señalaba el entonces cardenal Ratzinger».

Empecemos por ahí. ¿Qué significa este encuentro totalizante en el ejercicio de su profesión?
Mi experiencia de fe es algo existencial y afectivo que define en mí una manera de entrar en la realidad. En mi trabajo, me ha hecho tomar conciencia de que el Derecho penal es un instrumento con limitaciones estructurales intrínsecas. Está pensado para garantizar unas condiciones mínimas para el desarrollo ordenado de la vida asociada. Este es su ámbito. El juez no tiene la tarea de reconstruir la historia ni educar en la moralidad. Cuando sucede esto, el Derecho penal se distorsiona. Un ejemplo evidente fue Manos Limpias, un proceso que viví en primera persona desde febrero de 1992.

¿Qué pasó?
«Le hemos dado la vuelta a Italia como a un calcetín» era una frase que circulaba por los bufetes de Manos Limpias. Yo también pensaba al principio que Italia necesitaba una “purificación”. Durante meses, estuve convencido de estar contribuyendo a la “limpieza” de nuestro país. Si me permite la expresión, era un mesías del juicio penal. Luego algo empezó a agrietarse al ver cómo juzgaba Giussani esta situación, como decía en una carta a la Fraternidad el 11 de marzo de 1993. «Frente al desbarajuste total que vive nuestro país, no podemos evitar sentirnos provocados a dar un juicio: una acción que para castigar culpables destruye en un pueblo la conciencia de su unidad y el bienestar alcanzado tiene, al menos en su modo de llevarse a cabo, algo de injusto. Precisamente todo este malestar, del que intensamente participamos, se convierte para nosotros en un grave y quizá extremo llamamiento de Cristo a vivir una auténtica filiación con el Padre, a la que todos, de muy variadas maneras, hemos faltado. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros" (1 Jn 1,8)». De manera profética, señalaba los riesgos a los que nos enfrentábamos. Un dato de fondo me hizo cambiar de postura: de Giussani, que había despertado mi pasión por el cristianismo, podía fiarme. Tenía razones existenciales para darle crédito e intentar comprender su juicio más a fondo. Así me di cuenta de que él estaba teniendo en cuenta una serie de factores que yo no veía, cegado por mi fervor mesiánico. A través de la compañía de una persona autorizada en el movimiento, que aceptó confrontarse con nosotros los jueces, profundizamos juntos en las razones de esta postura de don Giussani y, al final del recorrido y de manera razonable, cedí. Es decir, lo asumí como punto autorizado fiándome de una historia que él había generado; y el tiempo le ha dado la razón. Esto dejó una huella en mi manera de juzgar.

Hablaba del misterio humano. Decía san Agustín que «se condena el pecado, no al pecador».
Se castiga una cierta conducta que se ha producido en un determinado arco de tiempo. El juez debe preocuparse por reconstruir un hecho en función de la atribución de responsabilidades penales. Pero ese comportamiento no agota el juicio sobre esa persona, que es un misterio que solo Dios conoce. Recuerdo una anécdota.

Cuente.
Una noche fui a la cárcel para interrogar a un joven drogodependiente, acusado de extorsionar a su madre anciana. Fue una jornada dura, así que estaba muy cansado además de enfadado. Enseguida le agredí verbalmente: «¿Pero te das cuenta de lo que has hecho? Tu madre se estaba muriendo de hambre». Luego me detuve, me di cuenta de que me había equivocado y le dije: «Perdona, me he dejado llevar». Solo pude cambiar el tono, sin añadir nada más. Al cabo de unos meses, su hermana vino a verme, contándome que el chico había entrado en una comunidad de desintoxicación y que pronto se convertiría en uno de sus responsables. Al terminar, me dijo: «Tomó esta decisión después de su interrogatorio». ¿Qué puedo decir? Que Dios actúa. Aprovechó mi error para reconquistar un alma. Juzgar implica la conciencia de que mi decisión se refiere a un comportamiento, a un momento de la existencia que no define el destino que Dios ha pensado para la persona que tengo delante, con su libertad de por medio. Parafraseando al Hamlet de Shakespeare, «hay más cosas en el cielo y en la tierra, oh juez, de las que han sido soñadas en tu jurisdicción». Pero añadiría un elemento: hay una brecha entre el hecho juzgado y la persona.

¿En qué sentido?
Intentaré explicarlo con otro episodio. Durante un proceso por mafia, condeno a uno de los imputados a 15 años de prisión. Ese hombre tiene una compañera y una hija pequeña, a la que no va a ver crecer. Preso de dolor, intenta suicidarse en la cárcel. Al enterarme, mediante su abogado, le hice llegar este mensaje: «La vida no es suya, pertenece a Dios, que tal vez a través de este sufrimiento le está dando la posibilidad de cambiar». A los pocos días, su abogado me hizo saber que agradeció aquellas palabras. Saldrá dentro de un año con una perspectiva de trabajo estable y no ve el momento de volver con su familia. Cuando lo supe, mandé que le dijeran que me gustaría despedirme de él y, cuando sea excarcelado, su abogado me ha dicho que se encargará de “traérmelo”. Llevando a flor de piel mi identidad, no puedo ocultar algo que ha sido fundamental en mi vida e inevitablemente lo pongo delante de todos. De formas diversas que va dictando la realidad. Hoy, por ejemplo, vivimos en un contexto cultural que sufre una fuente aceleración, con temas nuevos. Me refiero al fin de la vida, el suicidio asistido y el enfoque de las llamadas materias sensibles, que inciden en el trabajo de los jueces.

¿Puede explicarlo mejor?
Ahora el dato pre-jurídico –el conjunto de certezas, convicciones y evidencias del contexto social– ha adquirido una influencia mucho más significativa en el enfoque de la ley. Por ejemplo, en la camiseta de Cappato, acusado de ayudar a suicidarse a Dj Fabo, ponía: «¿De quién es mi vida?», es decir, ¿a quién pertenece mi vida? La respuesta pre-jurídica a esa pregunta implica una determinada orientación a la hora de interpretar el artículo 580 del Código Penal (instigación o ayuda al suicidio), que puede llevar a su posible eliminación del ordenamiento penal o hasta el punto de que un juez tenga que decidir si una existencia es digna de ser vivida. La jurisprudencia, mucho más que antes, no se limita a interpretar la ley sino que la crea a partir de presupuestos que se apoyan en la sensibilidad de cada juez, en general influida por la mentalidad dominante. Es en este terreno donde estoy llamado a dar mi testimonio de fe.

Un gran desafío.
Sí, pero no estoy solo. Por cómo se me ha educado en el movimiento, el sujeto que actúa no está solo; en cambio, es mía la responsabilidad a la hora de juzgar. Junto a otros jueces, nos ayudamos mutuamente a afinar los criterios con los que entrar en materia. Incoherentes, llenos de defectos, límites y contradicciones, tenemos la conciencia de que en el Palacio de Justicia somos un signo de la Iglesia.

¿Qué implica eso concretamente?
Que nos veamos periódicamente para dialogar sobre temas de fondo que surgen en la jurisdicción, y sobre la propia figura del juez que para nosotros, ante todo, debe ser respetuoso con el dato normativo (ley), dejando al legislador –eje del sistema democrático– la tarea de identificar las decisiones de valor que subyacen a la regulación de las relaciones jurídicas. También tenemos encuentros con magistrados jóvenes, con los que queremos compartir cuarenta años de nuestra historia, en los que se ha creado una “tradición” a base de experiencia (la famosa mochila de la que hay que ir sacando, como nos enseñó Giussani) que se puede actualizar y verificar para afrontar nuevos problemas. Es un trabajo en devenir, que parte de lo que sucede, como retomar El sentido religioso.

¿Cómo?
Durante un encuentro, un joven magistrado contó que estudiando un expediente comprendió la pertinencia de la frase de Alexis Carrel: «Mucha observación y poco razonamiento conducen a la verdad». Fue el punto de partida para preguntarnos qué tienen que ver las tres premisas de El sentido religioso con nuestra forma de trabajar y, por tanto, de juzgar. La tercera premisa –“Influencia de la moralidad en la dinámica del conocimiento”– resulta “intrigante” desde este punto de vista. Se trata de guardar fidelidad al dato. Volviendo a Giussani, «amar la verdad más que a uno mismo».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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