Paolo tenía dinero, amigos, unas vacaciones fabulosas, y un vacío que le atormentaba. En medio de la oscuridad, recuerda a una profesora... y empieza la aventura
Tengo una empresa en Toronto, donde vivo desde hace años. Mi trabajo me ha llevado a ser muy analítico y pragmático, a medir los riesgos, a moverme estratégicamente y a tener cuidado para no salir perdiendo. Sin embargo, a pesar de esta manera de ser que con los años me fue moldeando, llegó un momento en que tomé una decisión que se sitúa entre las más ilógicas y desmedidas que he tomado nunca.
Como muchos expatriados, de pronto empecé a sentir mucha nostalgia de mi patria, mis amigos, mi familia, y una manera de superar esa añoranza era lanzarme de lleno al trabajo, aprendiendo a seguir adelante apretando los dientes. Pero el éxito alcanzado enseguida se me subió a la cabeza y empecé a tomar decisiones nefastas que me hicieron tocar fondo para luego tener que volver a partir de cero. Tenía dinero, amigos, unas vacaciones fabulosas, pero el vacío de esa vida sin sentido no dejaba de atormentarme.
Un día, con lágrimas en los ojos, me metí en el coche y me puse a conducir sin rumbo. De repente, apareció en mi cabeza la cara de una profesora del instituto a la que causé bastantes problemas durante los peores años de los movimientos estudiantiles. Volví al despacho y busqué su número. Había más de diez personas que se llamaban igual que ella en su ciudad. A la enésima llamada, cuando dije: «Estoy buscando a doña Ester», una voz muy amable me contestó: «¿Eres Paolo?». Palidecí: «¿A qué Paolo se refiere?». «A uno que está en América. De vez en cuando me acuerdo de ti y rezo por ti». Totalmente desarmado ante esas palabras empecé a contarle mis peripecias de esos años: que me había casado y divorciado, mi lista de locuras cometidas, y la nostalgia que sentía.
Ella, sin escandalizarse, me preguntó: «¿Has buscado a los de CL?». Sabía que en mi época había conocido a los bachilleres de Gioventù Studentesca. Respondí: «No, CL es italiano...». Ella me interrumpió: «No, no, allí también hay. ¡Búscalos!». La llamada no duró más de diez minutos, pero fue suficiente para darme un vuelco y aquel «búscalos» se convirtió en mi prioridad esencial.
Esa fue mi primera decisión ilógica. Los busqué y los encontré. Fui a varios encuentros, pero salía peor que antes. Mientras tanto, me diagnosticaron una esclerosis múltiple y volví a hundirme en la más negra oscuridad. Decidí no contar nada a mis padres, además ya había aprendido a apretar los dientes. Pero hablé con mi hermana, que es médico, y aparte de darme indicaciones sanitarias, me sugirió rezar de vez en cuando a san Ricardo Pampuri. No me pareció gran cosa así que dije: «Vale, no sé quién es, pero no tengo nada que perder».
Era el año de la Jornada Mundial de la Juventud en Canadá. La secretaría del movimiento en Montreal informó de que en Toronto había uno -yo- que hablaba italiano para ayudar a los jóvenes italianos con cuestiones logísticas. Me llamaban pero yo no respondía; seguían llamando y yo seguía sin responder. Pero, a pesar de mi decepción con el grupo de Toronto, decidí darle una última oportunidad y respondí a una de las llamadas. Luego me dije: «Voy a tomarme una semana de vacaciones para estar con ellos». Otra decisión ilógica. ¿Qué pinta un hombre maduro con un grupo de chavales desconocidos? Fueron unos días fantásticos. Los curas que los acompañaban iban pasando por mi casa por turnos, al acabar la jornada, para comer algo, darse una ducha o descansar un rato. Una noche le pregunté a uno de ellos: «¿Es justo que un desequilibrado como yo pida favores a los santos porque está mal?». Habló conmigo, abrió una carpeta, sacó una estampita y me dijo: «Toma, pídele a este cuando tengas un rato». Era san Ricardo Pampuri.
Al final de ese verano, John Zucchi (responsable del movimiento en Canadá, ndr) me invitó a pasar cuatro días en La Thuile. Le pregunté de qué se trataba pero no me dio muchas explicaciones: «Vamos con un grupo de amigos, responsables que vienen de todo el mundo». Le dije: «¿Un grupo de qué?». «Se llama así, pero da igual, tú vente». Al acabar el primer día, le dije a John: «Me marcho». Él me dijo: «Espera un momento, voy a rajarte las ruedas del coche y luego vuelvo». Se lo tomó a broma pero yo quería irme de verdad porque era evidente que aquello no se trataba de un club de lectura ni de un círculo intelectual: era algo totalizante. Allí se me pedía todo y me daba miedo. Pero me quedé. El penúltimo día le pregunté a una chica italiana: «¿Sabes dónde está Trivolzio (localidad donde se encuentra enterrado san Ricardo Pampuri, ndt)?». «¿Por qué quieres ir allí?». «Bueno... me han dicho...». «Yo te llevo». Otro impacto fulminante. ¿Por qué alguien desconocido quería acompañarme? Fuimos John, Mark, ella y yo a ese lugar inhóspito a las tres de la tarde, con un calor insoportable. Me quedé parado en la puerta unos minutos, luego entré, vi cómo rezaban y nos quedamos allí un rato. Al salir nadie hablaba. En un momento dado dije: «Mirad, hemos venido aquí para pedir algo muy concreto. No sé cómo acabará esta historia, pero hay una cosa de la que tengo una certeza absoluta: a partir de hoy ya no estaré solo y, pase lo que pase, la vida no me volverá a traicionar. Ya tengo todo lo que necesito. Me da igual si acabo en una silla de ruedas o en la cama de un hospital, nada podrá quitarme esta certeza. Para mí este milagro es cien veces más grande que mi curación».
Aquel 28 de agosto de 2002 empezó un viaje para ir hasta el fondo del origen de esas decisiones “ilógicas”. Lo esencial ya había sucedido y ahora tenía el resto de mi vida por delante para comprenderlo y tomar conciencia siguiendo con sencillez y humildad las circunstancias en las que Jesús se me hacía presente.
De vuelta a Toronto, quería comunicar lo que había encontrado y poco a poco se me concedió una comunidad de personas fantásticas que se tomaban la vida en serio. Personas que no se conformaban con resolver problemas o buscar anestésicos que amortiguaran los golpes; personas con las que crecer libremente, juzgándolo todo para descubrir la pregunta que llevamos dentro; personas que se recuerdan mutuamente que no hay que separar nunca lo que se dice de la propia experiencia. Nos contamos lo que vivimos para descubrir cómo nos abraza Jesús en cada circunstancia, para tomar conciencia de que Él es nuestra respuesta.
Tras obtener la anulación de mi matrimonio, en 2007 volví a casarme. Durante la luna de miel me llamó una chica a la que habían invitado a unas vacaciones de bachilleres y me dijo: «Tú no me conoces, pero quería preguntarte si quieres estar conmigo con los bachilleres». Yo no soy profesor, pero como no sabía muy bien lo que eso significaba dije: «Ok». Acepté la invitación secundando una relación y empezamos con un grupito que inesperadamente fue creciendo. Una vez, era invierno, de camino a la Escuela de comunidad me preguntaba: «¿Y si ahora llegas y no hay nadie? ¿Qué harías?». Tenía clara la respuesta: «Sentarme y hacer la Escuela de comunidad porque yo voy para encontrarme con Jesús, y voy allí donde Él me llama». Esos chavales son ahora personas maduras, con familia e hijos, algunos se han consagrado y uno va a ser sacerdote. Estas personas se me han dado así, con toda su sencillez y frescura. Nuestras Escuelas de comunidad son muy bonitas, libres, y crecen porque todos estamos atentos a reconocer la vida que sale.
Cuando las cosas se tuercen es cuando pienso que el cristianismo se difunde con estrategias de marketing. Como cuando compramos cientos de ejemplares de Educar es un riesgo y se los mandamos a todos los directores de colegios e institutos en un radio de noventa kilómetros a la redonda, con una carta donde yo les explicaba la importancia de este libro. Los pocos que respondieron lo hicieron para pedirme que no volviera a enviarles nada más.
La ideología, aunque sea cristiana, no lleva a ninguna parte y Jesús con el tiempo no ha dejado de indicármelo de una manera más o menos educada. La inteligencia, la frescura, el afecto, la operatividad de los que Jesús me da, me testimonian cómo sujetos llenos de asombro por un Acontecimiento presente pueden convertirse en un signo que actúa en la sociedad mediante cualquier persona con la que se encuentren. De este modo, comenzamos a hacer el gesto público del Via Crucis en la ciudad en 2006, siendo siete, y en 2019 nos juntamos cuatrocientos.
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