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Huellas N.1, Marzo 1986

REVISIÓN

El proceso de formación de América Latina a la luz de Puebla

Carlos Corsi Otalora

La decisión cuestión de la memoria histórica

Con el pontificado de Juan Pablo II y en el mo­mento culminante de aquel acontecimiento que su­puso Puebla se ha intuido ciertamente que del encuen­tro entre la «Iglesia del silencio», víctima del «siste­ma» del humanismo ateo en su versión marxista, y la «Iglesia de los pobres», víctima del mismo «siste­ma» en su versión capitalista, Iglesias situadas en los extremos confines del occidente, estaba surgiendo un movimiento histórico que había abierto el camino de la liberación y de la evangelización de la sociedad uni­versal cercana al inicio del tercer milenio del cristia­nismo. De 1979 a hoy, con la lucha de sus trabajadores y de Solidaridad, el catolicismo polaco ha consegui­do romper la cortina de silencio que lo rodeaba. Tres años después de Puebla, ¿se puede quizás decir que el catolicismo latinoamericano está rehaciendo su des­tino en una manera conforme con el proyecto histórico que ha surgido de aquél gran acontecimiento? ¿o por el contrario las presiones del Este y del Oeste están anegando la identidad latinoamericana amena­zando con extinguir la fe de sus gentes? ¿En cuál de estas dos direcciones se mueve el proceso histórico?

Podemos apuntar además una situación paralela: la Iglesia está experimentando un intenso proceso de renovación mientras las estructuras civiles se están de­bilitando cada vez más y no desisten de su carrera ha­cia el abismo. Está ocurriendo, quizás, algo parecido a lo que sucedió en los primeros tiempos del cristia­nismo en los que la Iglesia crecía mientras se hundía el Imperio romano.
Todo el cuerpo de la Iglesia esta haciendo expe­riencia del impacto con Puebla. De Méjico a Argen­na el mensaje es interpretado en profundidad a través de cursos, encuentros, movilizaciones. Se multiplican los escritos y comentarios sobre el Documento, mien­tras la «inteligencia católica» comienza a reunirse. Las valoraciones sobre las aplicaciones de Puebla son muy positivas y en la Iglesia se experimenta un clima de alegría y de esperanza; un pentecostés que trata del Vaticano II está sacudido al pueblo latinoamericano. Los esquemas del secularismo, ahora podridos, están en crisis y se revalorizan la religiosidad popular.
Si buscamos signos de todo esto, está la procesión de una multitud de jóvenes, casi un millón, hasta el santuario de Nuestra Señora de Luján. Las nuevas vías pastorales que están abriéndose, el aumento de las vo­caciones, el proceso hacia la integración del laicado, son también frutos de Puebla, poco espectaculares, es verdad, pero muy enraizados.
Todavía son los primeros pasos de un proceso que requiere la energía de más generaciones.
Estos signos de vida contrastan con las noticias co­tidianas de muertes de latinoamericanos en El Salva­dor, Guatemala, y otros países. El capitalismo, hoy de­sesperado, ha vuelto a las tesis más puras del librecam­bismo. Sigue creyendo en la «mano invisible», y está, más de una vez, es la dictadura de la plutocracia. Ya sea bajo regímenes parlamentarios o militares, las abis­males diferencias sociales continúan aumentando. No existen caminos nuevos para un verdadero proceso de liberación. En Cuba, y de un modo parecido también en Nicaragua, se está sólo trasplantando el burocratis­mo soviético. No hay originalidad y mucho menos auténtica revolución. En lo social y en lo político, los pueblos se encuentran sin ninguna vía de salida, apre­sados en el tornillo del sistema capitalista-marxista que no los considera como naciones, sino como territorios de un gran conflicto mundial.
Para poder entender lo que hay bajo esta crisis so­cial, que es concomitante con un proceso de profun­da renovación eclesial, es necesario poseer una cons­ciencia histórica que permita aprehender la evolución del pueblo latinoamericano desde sus orígenes hasta la nueva era que comienza en Puebla; sólo así podre­mos saber si lo que está muriendo es digno de nuestro lamento o si lo que está naciendo de las cenizas es una nueva civilización latinoamericana impregnada de fe.

LA CUESTIÓN DE LA MEMORIA HISTORICA
La cuestión del pasado del pueblo y de la historia de la Iglesia de América Latina decide incluso sobre su futuro.
No se trata de algo académico ni de una discusión bizantina: lo que quiere destruir o defender es la memoría histórica del pueblo-continente católico y la lec­tura teológica de tal historia.
El pueblo latinoamericano tiene un riquísimo pa­sado histórico, pero del cuál tiene hoy una conscien­cia histórica ofuscada; y esta es la razón por la cual en vez de afirmar su peculiar identidad prefiere «ser co­mo los otros» y querer ser como otro significa dejar de ser (como afirma Ramito de Maeztu). Por esta falta de autenticidad nosotros, latinoamericanos, hemos copia­do y trasplantado instituciones típicas de otras civili­zaciones sin asimilarlas creativamente y sin fundarlas en simbiosis con los valores locales, aún cuando no las habíamos sofocado directamente. La crisis de autenti­cidad comienza en el siglo XIX, con la difusión de la llamada «Leyenda Negra»: ésta consiste en una inter­pretación de la historia de América Latina hecha des­de la imperial y puritana Inglaterra de la era Victoria­na, con la intención de inducir a detestar a nuestros antecesores y admirar en ellos (ingleses) nuestros ar­quetipos. A esta leyenda se une después otra: el aná­lisis marxista del proceso histórico latinoamericano.
En ambas se da un esfuerzo para designar la iden­tidad iberoamericana, despreciar la Iglesia y simplifi­car la historia de tal modo que los ibéricos aparezcan como los opresores y los indígenas y los negros como los oprimidos; añadamos que tal sistema se ha apoya­do sobre un régimen de cristiandad que durante cua­tro siglos ha podido contar con la complicidad de los episcopados, salvando algunas excepciones. Como ejemplo de algo que puede ser comprobado en revis­tas y otras voluminosas, baste citar el siguiente párra­fo de González Faus:

«(...) Es necesario confesar con tota humildad y casi con audacia que la jerarquía siempre ha pecado cuan­do habría tenido, sin embargo, que dar su vida por sus ovejas: pecadoras frente a los conquistadores espa­ñoles... pecadores frente al nazismo, pecadores frente al capitalismo»...

Y de esta manera se anula la identidad cultural del pueblo latinoamericano y se denigra el sustrato cató­lico que lo alimenta. ¿Cómo podría entonces la Igle­sia, con ese pasado -refiriéndonos a lo que afirman las citadas interpretaciones- después de casi quinien­tos años en que no ha hecho más que proteger la opre­sión y la injusticia, tener algo que aportar en la situa­ción actual?
Como se puede claramente observar, los caminos que se abren cara al futuro de América Latina, des­pués de Puebla, dependen en buena parte de la acla­ración de las cuestiones del proceso histórico.
Todo ello, sin duda, es contrario a la verdadera me­moria histórica que está sintetizada magistralmente en las primeras páginas de Puebla. Sólo reflexionando so­bre la identidad y sobre el proceso de formación de la cultura de América Latina se puede entoncer el sen­tido más profundo de su futuro.
El hombre es un acercamiento al ser. De los mu­chos nombres que se han dado al nuevo mundo el que en los años recientes ha tenido más éxito es América Latina, nombre que hace referencia directa a la latini­dad, es decir, al mundo de la cultura que este joven continente ha recogido y que vive en sus lenguas, la española y la portuguesa, y que tiene en Roma su cen­tro.

LA ESENCIA LATINOAMERICANA
La parte de nuestro planeta que Américo Vespu­cio ha delimitado como «nuevo» continente ( es por eso que lleva su nombre) no es un área geográfica habili­tada por pueblos diferentes, como puede serlo el con­tinente africano o el asiático, sino que es el contexto espacial donde ha nacido, crece y lucha la única civili­zación que el Occidente, en su expansión más allá de sus fronteras de Europa, ha generado como algo distinto a sí mismo; algo original, con su propia identi­dad. Ese ha sido el fruto del encuentro, en ocasiones doloroso y dramático, de la civilización occidental hispano-lusitana con las culturas aborígenes y, en me­nor proporción, con la de pueblos africanos.
De este modo, el pueblo latinoamericano, hijo de una fusión cultural más que radical, posee una cultu­ra heredada de la occidental, pero al mismo tiempo distinta y con un destino en la historia que no puede ser identificada con el de ninguna otra.
Culturas diversas que en el «ser latinoamericano» han encontrado una síntesis nueva, original y barro­ca. Pocos pueblos han asumido a lo largo de la histo­ria aportaciones tan distintas de otros países; en la cul­tura latinoamericana confluyen valores provenientes del mundo greco-latino, de la Europa Medieval, del mundo ibérico renacentista, del Occidente Moderno, de los pueblos precolombinos, emparentados lejana­mente con el Oriente, como los Aztecas, los Mayas, los Incas, y también valores de pueblos africanos. De entre estos valores algunos resaltan con evidencia par­ticular apenas toma contacto con la identidad especí­fica del pueblo-continente. Por ejemplo:
- del mundo greco-romano: la filosofía griega y el espíritu latino, la belleza del humanismo clásico y el derecho romano han permanecido en la densidad metafísica y en la elegancia de las lenguas castellana y portuguesa, en la educación y en el pensamiento, en los estilos de vida y en el derecho positivo.
- de la Europa Medieval: a través de esta ha pe­netrado en nuestro mundo la patrística; la visión de la Historia como «Ciudad de Dios», el tomismo y la escolástica: la estética románica y gótica y la poesía de Dante han inspirado el arte latinoamericano; mien­tras el concepto de persona humana, el sentido de la fraternidad universal y del dominio del hombre sobre la naturaleza también herencia europea y cristiana, ha­bitan en el corazón de los hombres incluso más sencillos. Y es en estos donde vive el espíritu del her­mano Francisco.
- del Renacimiento y de la hispanidad: la cons­ciencia de la misión histórica, que fue alma y fuente de energía de los ibéricos en el renacimiento, el hu­manismo que recoge en el Quijote y en el canto de los lusitanos, la contribución de los inventores del De­recho internacional, la mística de Santa Teresa de Je­sús, de San Juan de la Cruz, y el dinamismo de los jesuitas, se mezclan como la barroca decoración de los altares de la época infantil de la América latina, for­mando una unidad cultural estéticamente bella.
- del mundo americano: de Aztecas, Mayas, y en general de los pueblos indígenas, perduran no sólo la sangre, sino también sus tradiciones ancestrales en vas­tos sectores de la población; han aportado además un fino sentido estético, el sentido comunitario y una re­ligiosidad profunda.
- de los pueblos africanos: de la misma manera que la población africana, fundida con españoles, por­tugueses e indígenas han traído costumbres y recuer­dos, a que abre aún más a la universalidad a lo latinoamericano.
De todas estas culturas y razas, el pueblo latinoa­mericano ha forjado su propia identidad, ya definida a finales del siglo XVII, plamada en el barroco ameri­cano y cantada por uno de nuestros mejores poetas, el nicaragüense Rubén Darío.
Pero la síntesis cultural no se ha producido por ca­sualidad. De toda la expansión de Europa sobre las na­ciones del tercer mundo, únicamente en América La­tina se ha dado una mezcla, un mestizaje, que aún no ha finalizado y de unas características absolutamente singulares. Esto no se ha producido en otras latitudes donde razas enteras han sido exterminadas, ni tampoco en África donde las poblaciones negras han heredado re­sentimiento contra el blanco, ni siquiera en el Asia mi­lenaria, dado que el Oriente se mueve contra el Occidente. ¿Por qué entonces se ha podido forjar esta po­derosa síntesis cultural? Apunta Puebla que «la primera evangelización de América Latina es uno de los capítulos más importantes de la historia de la Iglesia». Fue «suficientemente profunda porque la fe llega a ser constitutiva de su esencia y de su identidad, confiriéndole una unidad espiritual que subsiste a pesar de sub­divisiones por nacionalidades posteriores, y a pesar de agresiones y tensiones a nivel económico, político y so­cial».
Esta síntesis no es debida en principio a las carac­terísticas de la raza hispano-lusitana ni a la peculiar manera de ser de los indígenas ni tampoco fue fruto de factores puramente políticos. Si hubiera sido por esto, el germen del humanismo ateo latente en el re­nacimiento hubiera producido las destrucciones y las tremendas discriminaciones que en otros ámbitos han desembocado en los conflictos raciales y sociales que sacuden el planeta.
América Latina nació de la acción evangelizadora de todo el Pueblo de Dios, es hija del Concilio de Tren­to y de la Reforma Católica y de las corrientes de san­tidad heroica que en aquellos tiempos renovaron la Igle­sia. Mientras que en Europa la reforma protestante, en la versión calvinista, generaba la ética que ha ali­mentado el capitalismo y su sistema de opresión y de injusticia, mientras las naciones occidentales empren­dían la carrera del colonialismo y preparaban las gran­des guerras que culminaron en el «Holocausto», en el «Archipiélago Gulag» y en Hiroshima, en América La­tina la Iglesia formaba un continente fiel a los conte­nidos de la Evangelización; simultáneamente en el vie­jo mundo estaba naciendo la gran apostasía de los si­glos XIX y XX.
Enrique Dussel, en sus primeros escritos, anterio­res a sus actuales simpatías por los cristianos marxis­tas, había llegado a la conclusión que sus amigos de hoy en especial olvidan, decía:
«La situación de la Iglesia en América Latina deberá ser estudiada a partir de esta crisis del siglo XVIII y no a partir de presuntos errores de la primera evan­gelización, porque los historiadores están dándose cuenta de que allí donde se realizó tal evangelización es donde el cristianismo ha perdurado hasta nuestros días».
Puebla, por su parte, concluye el tema así:
«( ... ) la Evangelización hace de América Latina el continente de la esperanza y ha sido mucho más po­derosa que los hombres que la acompañaron al inte­rior del contexto histórico en el cual se produjo. Esto deber ser, para nosotros, cristianos de hoy, una pro­vocación para que sepamos estar a la altura de la me­jor parte de nuestra historia y para que seamos capa­ces de responder con fidelidad creativa a los desafíos de nuestro tiempo en nuestro continente».
¿«Continente de esperanza»? ¿Cómo se puede afir­marlo cuando superponiendo el mapa de la distribu­ción de las religiones y el del reparto de la injusticia en el mundo nos percatamos de la coincidencia que existe en América Latina? ¿Quizá la opresión y la mi­seria no son fruto de una religión alienante y de un episcopado cómplice de los opresores?
Estas y otras preguntas del mismo tipo afloran es­pontáneamente cuando existe un vacío de consciencia histórica, cuando nuestra mentalidad no está libre del esquema de la «leyenda negra» y del análisis marxista de nuestro pasado.
La penetración de la ética calvinista-capitalista co­mo inspiradora de las estructuras políticas, económi­cas y sociales ha sido el factor que ha producido una escisión en la conciencia del pueblo latinoamericano, que en el siglo XIX y, sobre todo, en el XX ha cimen­tado al sistema capitalista, causa principal de su ac­tual miseria.
Así, el latinoamericano se ha convertido en un pue­blo en el cuál entran en contradicción los valores ético de signo calvinista-capitalista y los religiosos fundados en el catolicismo. Es la contradicción más profunda de nuestra conciencia colectiva la que ha hecho perma­nente la crisis de la adolescente sociedad latinoameri­cana.

LA CRUCIFIXIÓN DE AMERICA LATINA
A partir del siglo XVIII, con la expulsión de los jesuitas, después, en el siglo XIX y, hecho aún más interesante, en esta segunda mitad del siglo XX, la sociedad occidental secularista y ex-cristiana, estructu­rada en un humanismo ateo," capitalista o marxista, armada del mayor poder económico y tecnológico que se haya visto nunca, pero también inmersa en la ago­nía moral y espiritual más profunda, está en vías de sojuzgar la aún frágil sociedad latinoamericana incor­porándola a su estilo de vida, hoy decadente, colocán­dola en una situación de dependencia política, eco­nómica y social.
Las élites latinoamericanas, salvo honrosas excep­ciones, no han opuesto por lo demás ninguna resis­tencia a esta presión. Por el contrario, pueblos pobres y sencillos, se refugian en la religiosidad popular para protegerse del ateísmo de las estructuras sociales do­minantes, y aunque de forma débil y vacilante están llamados a conservar la llama de la fe.
A lo largo del tiempo la jerarquía de la Iglesia se ha defendido como ha podido; gracias a su estrecha unión con el Pontífice romano ha logrado sustraerse a la dispersión y a la acción ha estado enfocada a con­servar la fisonomía católica del pueblo latinoamerica­no. Todavía, viniéndole a faltar la consecuencia del laicado, la Iglesia se ha clarificado y no ha sabido evi­tar la apostasía cultural de las élites y cuidar la educa­ción de la fe de las masas populares para generar un laicado adulto maduro. En un proceso de varios siglos, que en los últimos decenios se ha visto acelerado, las élites latinoamericanas han abandonado «la religión del Dios que se hace hombre» por la «religión del hom­bre que se hace Dios», y mientras se hacía esto, el hu­manismo ateo ha crucificado la América Latina con sus dos brazos, el del marxismo y el del capitalismo.
Y aún el poeta de la América Latina con su genio, al acercarse al corazón del drama:
«Infeliz comandante: tu pobre América, tu india virgen y bella de sangre caliente, la perla de tus sue­ños es una mujer histérica, convulsa, nerviosa y de fren­te pálida... La cruz que habéis portado parece disminuida... Cristo, y por el camino débil y enfermo, Ba­rrabás, tiene esclavos y divide y la tierra de Chibcha, Cuzco y Palenque han visto las panteras engalanadas. Dolores, aspavientos, guerra, fiebres constantes sobre nuestro sentimiento ha puesto la triste suerte. Cristó­bal Colón, pobre comandante, ruega a Dios por el mundo que has descubierto» (Rubén Darío).
La Iglesia en América Latina en Medellín ha teni­do experiencia del pentecostés del Vaticano II cuando ha comprendido la urgencia de una liberación inte­gral del pueblo-continente católico en su confronta­ción con las dos ideologías idólatras del humanismo ateo, cuando ha descubierto su vocación histórica.
En Puebla se juntaron para hacer florecer la simien­te de Medellín, indicándose el camino de la unidad entre la Fe y la Vida, de la unidad de conciencia co­lectiva como fuerza inspiradora, ethos tanto de la vi­da eclesial, como de sus repercusiones sociales. Es este el proyecto histórico de Puebla: construir la «civiliza­ción del Amor», proclamada por América Latina cuan­do anunciaba:
«Es tu momento, América Latina, un nuevo día ilumina tu historia. Tuyo es un inmenso continente, el mundo entero atiende a tu testimonio de energía, de renovación so­cial, de concordia y de paz, el testimonio más nuevo de civilización cristiana» (Pablo VI).
Clodovis Boff y Dussel tienen todos los hábitos ta­lares y han lanzado la acusación de «tercermundismo». El Ora Concilium habla del «tercerista», y esta pala­bra, como tantas otras, se convierte en tabú.
En todo esto tienen razón en una cosa: en el he­cho de que no existe «tercerismo» posible. El pueblo latinoamericano o reconcilia la Fe con la Vida, que es lo que Puebla indica inequívocamente, o deserta en la fe para elaborar una ideología religiosa-política com­patible con la potencia del tiempo, antecámara de una apostasía completa, que es lo que propone y quiere el humanismo ateo capitalista-marxista. No hay posi­ble vía intermedia.
Pero, en lo profundo, el Pueblo de Dios, en Amé­rica Latina rechaza cualquier alianza con los fuertes de este mundo. No acepta la proposición de la Iglesia Po­pular de formar una nueva cristiandad, fruto de la alianza con el poder marxista-castrista-soviético, el mis­mo que alza amenzador su brazo contra los trabaja­dores polacos y les niega el derecho de recuperar el fru­to de su trabajo hoy destinado, en su mayor parte, a alimentar la carrera armamentística.
El continente latinoamericano demográfica, cultu­ral y sociológicamente joven puede repetir, sobre to­do en los momentos de mayor dificultad: «aún ama­mos la vida: aún tenemos esperanza, frente a todo y contra todo ... » porque, como hace notar Charles Moe­ller, «la esperanza se oculta en el tiempo en que vivi­mos ... Y sólo la esperanza puede nacer por encima de la desesperación ... » porque es una virtud teologal, que se alimenta, no del poder del hombre, sino del de Dios.


( 1) En Puebla se celebró la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano, CELAM (1979) en donde la opción preferencial por el pobre fue encuadrada en el contexto de la nueva evangelización.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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