La decisión cuestión de la memoria histórica
Con el pontificado de Juan Pablo II y en el momento culminante de aquel acontecimiento que supuso Puebla se ha intuido ciertamente que del encuentro entre la «Iglesia del silencio», víctima del «sistema» del humanismo ateo en su versión marxista, y la «Iglesia de los pobres», víctima del mismo «sistema» en su versión capitalista, Iglesias situadas en los extremos confines del occidente, estaba surgiendo un movimiento histórico que había abierto el camino de la liberación y de la evangelización de la sociedad universal cercana al inicio del tercer milenio del cristianismo. De 1979 a hoy, con la lucha de sus trabajadores y de Solidaridad, el catolicismo polaco ha conseguido romper la cortina de silencio que lo rodeaba. Tres años después de Puebla, ¿se puede quizás decir que el catolicismo latinoamericano está rehaciendo su destino en una manera conforme con el proyecto histórico que ha surgido de aquél gran acontecimiento? ¿o por el contrario las presiones del Este y del Oeste están anegando la identidad latinoamericana amenazando con extinguir la fe de sus gentes? ¿En cuál de estas dos direcciones se mueve el proceso histórico?
Podemos apuntar además una situación paralela: la Iglesia está experimentando un intenso proceso de renovación mientras las estructuras civiles se están debilitando cada vez más y no desisten de su carrera hacia el abismo. Está ocurriendo, quizás, algo parecido a lo que sucedió en los primeros tiempos del cristianismo en los que la Iglesia crecía mientras se hundía el Imperio romano.
Todo el cuerpo de la Iglesia esta haciendo experiencia del impacto con Puebla. De Méjico a Argenna el mensaje es interpretado en profundidad a través de cursos, encuentros, movilizaciones. Se multiplican los escritos y comentarios sobre el Documento, mientras la «inteligencia católica» comienza a reunirse. Las valoraciones sobre las aplicaciones de Puebla son muy positivas y en la Iglesia se experimenta un clima de alegría y de esperanza; un pentecostés que trata del Vaticano II está sacudido al pueblo latinoamericano. Los esquemas del secularismo, ahora podridos, están en crisis y se revalorizan la religiosidad popular.
Si buscamos signos de todo esto, está la procesión de una multitud de jóvenes, casi un millón, hasta el santuario de Nuestra Señora de Luján. Las nuevas vías pastorales que están abriéndose, el aumento de las vocaciones, el proceso hacia la integración del laicado, son también frutos de Puebla, poco espectaculares, es verdad, pero muy enraizados.
Todavía son los primeros pasos de un proceso que requiere la energía de más generaciones.
Estos signos de vida contrastan con las noticias cotidianas de muertes de latinoamericanos en El Salvador, Guatemala, y otros países. El capitalismo, hoy desesperado, ha vuelto a las tesis más puras del librecambismo. Sigue creyendo en la «mano invisible», y está, más de una vez, es la dictadura de la plutocracia. Ya sea bajo regímenes parlamentarios o militares, las abismales diferencias sociales continúan aumentando. No existen caminos nuevos para un verdadero proceso de liberación. En Cuba, y de un modo parecido también en Nicaragua, se está sólo trasplantando el burocratismo soviético. No hay originalidad y mucho menos auténtica revolución. En lo social y en lo político, los pueblos se encuentran sin ninguna vía de salida, apresados en el tornillo del sistema capitalista-marxista que no los considera como naciones, sino como territorios de un gran conflicto mundial.
Para poder entender lo que hay bajo esta crisis social, que es concomitante con un proceso de profunda renovación eclesial, es necesario poseer una consciencia histórica que permita aprehender la evolución del pueblo latinoamericano desde sus orígenes hasta la nueva era que comienza en Puebla; sólo así podremos saber si lo que está muriendo es digno de nuestro lamento o si lo que está naciendo de las cenizas es una nueva civilización latinoamericana impregnada de fe.
LA CUESTIÓN DE LA MEMORIA HISTORICA
La cuestión del pasado del pueblo y de la historia de la Iglesia de América Latina decide incluso sobre su futuro.
No se trata de algo académico ni de una discusión bizantina: lo que quiere destruir o defender es la memoría histórica del pueblo-continente católico y la lectura teológica de tal historia.
El pueblo latinoamericano tiene un riquísimo pasado histórico, pero del cuál tiene hoy una consciencia histórica ofuscada; y esta es la razón por la cual en vez de afirmar su peculiar identidad prefiere «ser como los otros» y querer ser como otro significa dejar de ser (como afirma Ramito de Maeztu). Por esta falta de autenticidad nosotros, latinoamericanos, hemos copiado y trasplantado instituciones típicas de otras civilizaciones sin asimilarlas creativamente y sin fundarlas en simbiosis con los valores locales, aún cuando no las habíamos sofocado directamente. La crisis de autenticidad comienza en el siglo XIX, con la difusión de la llamada «Leyenda Negra»: ésta consiste en una interpretación de la historia de América Latina hecha desde la imperial y puritana Inglaterra de la era Victoriana, con la intención de inducir a detestar a nuestros antecesores y admirar en ellos (ingleses) nuestros arquetipos. A esta leyenda se une después otra: el análisis marxista del proceso histórico latinoamericano.
En ambas se da un esfuerzo para designar la identidad iberoamericana, despreciar la Iglesia y simplificar la historia de tal modo que los ibéricos aparezcan como los opresores y los indígenas y los negros como los oprimidos; añadamos que tal sistema se ha apoyado sobre un régimen de cristiandad que durante cuatro siglos ha podido contar con la complicidad de los episcopados, salvando algunas excepciones. Como ejemplo de algo que puede ser comprobado en revistas y otras voluminosas, baste citar el siguiente párrafo de González Faus:
«(...) Es necesario confesar con tota humildad y casi con audacia que la jerarquía siempre ha pecado cuando habría tenido, sin embargo, que dar su vida por sus ovejas: pecadoras frente a los conquistadores españoles... pecadores frente al nazismo, pecadores frente al capitalismo»...
Y de esta manera se anula la identidad cultural del pueblo latinoamericano y se denigra el sustrato católico que lo alimenta. ¿Cómo podría entonces la Iglesia, con ese pasado -refiriéndonos a lo que afirman las citadas interpretaciones- después de casi quinientos años en que no ha hecho más que proteger la opresión y la injusticia, tener algo que aportar en la situación actual?
Como se puede claramente observar, los caminos que se abren cara al futuro de América Latina, después de Puebla, dependen en buena parte de la aclaración de las cuestiones del proceso histórico.
Todo ello, sin duda, es contrario a la verdadera memoria histórica que está sintetizada magistralmente en las primeras páginas de Puebla. Sólo reflexionando sobre la identidad y sobre el proceso de formación de la cultura de América Latina se puede entoncer el sentido más profundo de su futuro.
El hombre es un acercamiento al ser. De los muchos nombres que se han dado al nuevo mundo el que en los años recientes ha tenido más éxito es América Latina, nombre que hace referencia directa a la latinidad, es decir, al mundo de la cultura que este joven continente ha recogido y que vive en sus lenguas, la española y la portuguesa, y que tiene en Roma su centro.
LA ESENCIA LATINOAMERICANA
La parte de nuestro planeta que Américo Vespucio ha delimitado como «nuevo» continente ( es por eso que lleva su nombre) no es un área geográfica habilitada por pueblos diferentes, como puede serlo el continente africano o el asiático, sino que es el contexto espacial donde ha nacido, crece y lucha la única civilización que el Occidente, en su expansión más allá de sus fronteras de Europa, ha generado como algo distinto a sí mismo; algo original, con su propia identidad. Ese ha sido el fruto del encuentro, en ocasiones doloroso y dramático, de la civilización occidental hispano-lusitana con las culturas aborígenes y, en menor proporción, con la de pueblos africanos.
De este modo, el pueblo latinoamericano, hijo de una fusión cultural más que radical, posee una cultura heredada de la occidental, pero al mismo tiempo distinta y con un destino en la historia que no puede ser identificada con el de ninguna otra.
Culturas diversas que en el «ser latinoamericano» han encontrado una síntesis nueva, original y barroca. Pocos pueblos han asumido a lo largo de la historia aportaciones tan distintas de otros países; en la cultura latinoamericana confluyen valores provenientes del mundo greco-latino, de la Europa Medieval, del mundo ibérico renacentista, del Occidente Moderno, de los pueblos precolombinos, emparentados lejanamente con el Oriente, como los Aztecas, los Mayas, los Incas, y también valores de pueblos africanos. De entre estos valores algunos resaltan con evidencia particular apenas toma contacto con la identidad específica del pueblo-continente. Por ejemplo:
- del mundo greco-romano: la filosofía griega y el espíritu latino, la belleza del humanismo clásico y el derecho romano han permanecido en la densidad metafísica y en la elegancia de las lenguas castellana y portuguesa, en la educación y en el pensamiento, en los estilos de vida y en el derecho positivo.
- de la Europa Medieval: a través de esta ha penetrado en nuestro mundo la patrística; la visión de la Historia como «Ciudad de Dios», el tomismo y la escolástica: la estética románica y gótica y la poesía de Dante han inspirado el arte latinoamericano; mientras el concepto de persona humana, el sentido de la fraternidad universal y del dominio del hombre sobre la naturaleza también herencia europea y cristiana, habitan en el corazón de los hombres incluso más sencillos. Y es en estos donde vive el espíritu del hermano Francisco.
- del Renacimiento y de la hispanidad: la consciencia de la misión histórica, que fue alma y fuente de energía de los ibéricos en el renacimiento, el humanismo que recoge en el Quijote y en el canto de los lusitanos, la contribución de los inventores del Derecho internacional, la mística de Santa Teresa de Jesús, de San Juan de la Cruz, y el dinamismo de los jesuitas, se mezclan como la barroca decoración de los altares de la época infantil de la América latina, formando una unidad cultural estéticamente bella.
- del mundo americano: de Aztecas, Mayas, y en general de los pueblos indígenas, perduran no sólo la sangre, sino también sus tradiciones ancestrales en vastos sectores de la población; han aportado además un fino sentido estético, el sentido comunitario y una religiosidad profunda.
- de los pueblos africanos: de la misma manera que la población africana, fundida con españoles, portugueses e indígenas han traído costumbres y recuerdos, a que abre aún más a la universalidad a lo latinoamericano.
De todas estas culturas y razas, el pueblo latinoamericano ha forjado su propia identidad, ya definida a finales del siglo XVII, plamada en el barroco americano y cantada por uno de nuestros mejores poetas, el nicaragüense Rubén Darío.
Pero la síntesis cultural no se ha producido por casualidad. De toda la expansión de Europa sobre las naciones del tercer mundo, únicamente en América Latina se ha dado una mezcla, un mestizaje, que aún no ha finalizado y de unas características absolutamente singulares. Esto no se ha producido en otras latitudes donde razas enteras han sido exterminadas, ni tampoco en África donde las poblaciones negras han heredado resentimiento contra el blanco, ni siquiera en el Asia milenaria, dado que el Oriente se mueve contra el Occidente. ¿Por qué entonces se ha podido forjar esta poderosa síntesis cultural? Apunta Puebla que «la primera evangelización de América Latina es uno de los capítulos más importantes de la historia de la Iglesia». Fue «suficientemente profunda porque la fe llega a ser constitutiva de su esencia y de su identidad, confiriéndole una unidad espiritual que subsiste a pesar de subdivisiones por nacionalidades posteriores, y a pesar de agresiones y tensiones a nivel económico, político y social».
Esta síntesis no es debida en principio a las características de la raza hispano-lusitana ni a la peculiar manera de ser de los indígenas ni tampoco fue fruto de factores puramente políticos. Si hubiera sido por esto, el germen del humanismo ateo latente en el renacimiento hubiera producido las destrucciones y las tremendas discriminaciones que en otros ámbitos han desembocado en los conflictos raciales y sociales que sacuden el planeta.
América Latina nació de la acción evangelizadora de todo el Pueblo de Dios, es hija del Concilio de Trento y de la Reforma Católica y de las corrientes de santidad heroica que en aquellos tiempos renovaron la Iglesia. Mientras que en Europa la reforma protestante, en la versión calvinista, generaba la ética que ha alimentado el capitalismo y su sistema de opresión y de injusticia, mientras las naciones occidentales emprendían la carrera del colonialismo y preparaban las grandes guerras que culminaron en el «Holocausto», en el «Archipiélago Gulag» y en Hiroshima, en América Latina la Iglesia formaba un continente fiel a los contenidos de la Evangelización; simultáneamente en el viejo mundo estaba naciendo la gran apostasía de los siglos XIX y XX.
Enrique Dussel, en sus primeros escritos, anteriores a sus actuales simpatías por los cristianos marxistas, había llegado a la conclusión que sus amigos de hoy en especial olvidan, decía:
«La situación de la Iglesia en América Latina deberá ser estudiada a partir de esta crisis del siglo XVIII y no a partir de presuntos errores de la primera evangelización, porque los historiadores están dándose cuenta de que allí donde se realizó tal evangelización es donde el cristianismo ha perdurado hasta nuestros días».
Puebla, por su parte, concluye el tema así:
«( ... ) la Evangelización hace de América Latina el continente de la esperanza y ha sido mucho más poderosa que los hombres que la acompañaron al interior del contexto histórico en el cual se produjo. Esto deber ser, para nosotros, cristianos de hoy, una provocación para que sepamos estar a la altura de la mejor parte de nuestra historia y para que seamos capaces de responder con fidelidad creativa a los desafíos de nuestro tiempo en nuestro continente».
¿«Continente de esperanza»? ¿Cómo se puede afirmarlo cuando superponiendo el mapa de la distribución de las religiones y el del reparto de la injusticia en el mundo nos percatamos de la coincidencia que existe en América Latina? ¿Quizá la opresión y la miseria no son fruto de una religión alienante y de un episcopado cómplice de los opresores?
Estas y otras preguntas del mismo tipo afloran espontáneamente cuando existe un vacío de consciencia histórica, cuando nuestra mentalidad no está libre del esquema de la «leyenda negra» y del análisis marxista de nuestro pasado.
La penetración de la ética calvinista-capitalista como inspiradora de las estructuras políticas, económicas y sociales ha sido el factor que ha producido una escisión en la conciencia del pueblo latinoamericano, que en el siglo XIX y, sobre todo, en el XX ha cimentado al sistema capitalista, causa principal de su actual miseria.
Así, el latinoamericano se ha convertido en un pueblo en el cuál entran en contradicción los valores ético de signo calvinista-capitalista y los religiosos fundados en el catolicismo. Es la contradicción más profunda de nuestra conciencia colectiva la que ha hecho permanente la crisis de la adolescente sociedad latinoamericana.
LA CRUCIFIXIÓN DE AMERICA LATINA
A partir del siglo XVIII, con la expulsión de los jesuitas, después, en el siglo XIX y, hecho aún más interesante, en esta segunda mitad del siglo XX, la sociedad occidental secularista y ex-cristiana, estructurada en un humanismo ateo," capitalista o marxista, armada del mayor poder económico y tecnológico que se haya visto nunca, pero también inmersa en la agonía moral y espiritual más profunda, está en vías de sojuzgar la aún frágil sociedad latinoamericana incorporándola a su estilo de vida, hoy decadente, colocándola en una situación de dependencia política, económica y social.
Las élites latinoamericanas, salvo honrosas excepciones, no han opuesto por lo demás ninguna resistencia a esta presión. Por el contrario, pueblos pobres y sencillos, se refugian en la religiosidad popular para protegerse del ateísmo de las estructuras sociales dominantes, y aunque de forma débil y vacilante están llamados a conservar la llama de la fe.
A lo largo del tiempo la jerarquía de la Iglesia se ha defendido como ha podido; gracias a su estrecha unión con el Pontífice romano ha logrado sustraerse a la dispersión y a la acción ha estado enfocada a conservar la fisonomía católica del pueblo latinoamericano. Todavía, viniéndole a faltar la consecuencia del laicado, la Iglesia se ha clarificado y no ha sabido evitar la apostasía cultural de las élites y cuidar la educación de la fe de las masas populares para generar un laicado adulto maduro. En un proceso de varios siglos, que en los últimos decenios se ha visto acelerado, las élites latinoamericanas han abandonado «la religión del Dios que se hace hombre» por la «religión del hombre que se hace Dios», y mientras se hacía esto, el humanismo ateo ha crucificado la América Latina con sus dos brazos, el del marxismo y el del capitalismo.
Y aún el poeta de la América Latina con su genio, al acercarse al corazón del drama:
«Infeliz comandante: tu pobre América, tu india virgen y bella de sangre caliente, la perla de tus sueños es una mujer histérica, convulsa, nerviosa y de frente pálida... La cruz que habéis portado parece disminuida... Cristo, y por el camino débil y enfermo, Barrabás, tiene esclavos y divide y la tierra de Chibcha, Cuzco y Palenque han visto las panteras engalanadas. Dolores, aspavientos, guerra, fiebres constantes sobre nuestro sentimiento ha puesto la triste suerte. Cristóbal Colón, pobre comandante, ruega a Dios por el mundo que has descubierto» (Rubén Darío).
La Iglesia en América Latina en Medellín ha tenido experiencia del pentecostés del Vaticano II cuando ha comprendido la urgencia de una liberación integral del pueblo-continente católico en su confrontación con las dos ideologías idólatras del humanismo ateo, cuando ha descubierto su vocación histórica.
En Puebla se juntaron para hacer florecer la simiente de Medellín, indicándose el camino de la unidad entre la Fe y la Vida, de la unidad de conciencia colectiva como fuerza inspiradora, ethos tanto de la vida eclesial, como de sus repercusiones sociales. Es este el proyecto histórico de Puebla: construir la «civilización del Amor», proclamada por América Latina cuando anunciaba:
«Es tu momento, América Latina, un nuevo día ilumina tu historia. Tuyo es un inmenso continente, el mundo entero atiende a tu testimonio de energía, de renovación social, de concordia y de paz, el testimonio más nuevo de civilización cristiana» (Pablo VI).
Clodovis Boff y Dussel tienen todos los hábitos talares y han lanzado la acusación de «tercermundismo». El Ora Concilium habla del «tercerista», y esta palabra, como tantas otras, se convierte en tabú.
En todo esto tienen razón en una cosa: en el hecho de que no existe «tercerismo» posible. El pueblo latinoamericano o reconcilia la Fe con la Vida, que es lo que Puebla indica inequívocamente, o deserta en la fe para elaborar una ideología religiosa-política compatible con la potencia del tiempo, antecámara de una apostasía completa, que es lo que propone y quiere el humanismo ateo capitalista-marxista. No hay posible vía intermedia.
Pero, en lo profundo, el Pueblo de Dios, en América Latina rechaza cualquier alianza con los fuertes de este mundo. No acepta la proposición de la Iglesia Popular de formar una nueva cristiandad, fruto de la alianza con el poder marxista-castrista-soviético, el mismo que alza amenzador su brazo contra los trabajadores polacos y les niega el derecho de recuperar el fruto de su trabajo hoy destinado, en su mayor parte, a alimentar la carrera armamentística.
El continente latinoamericano demográfica, cultural y sociológicamente joven puede repetir, sobre todo en los momentos de mayor dificultad: «aún amamos la vida: aún tenemos esperanza, frente a todo y contra todo ... » porque, como hace notar Charles Moeller, «la esperanza se oculta en el tiempo en que vivimos ... Y sólo la esperanza puede nacer por encima de la desesperación ... » porque es una virtud teologal, que se alimenta, no del poder del hombre, sino del de Dios.
( 1) En Puebla se celebró la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano, CELAM (1979) en donde la opción preferencial por el pobre fue encuadrada en el contexto de la nueva evangelización.
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