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Huellas N.6, Noviembre 1984

RESEÑA

Escribiendo sobre cine

Alfonso Pérez de Laborda

Querido Raúl:
Fuiste tú quien primero me propuso escribir sobre cine para vuestra revista. Luego la propuesta prosperó, y me he encontrado desde entonces como atemori­zado. Son muchos, cientos, las páginas que he escrito, pero es tanto lo que me gusta esto de lo que voy a escribir, que tiemblo. Puede ser un comienzo que ya no tenga fin.
Quiero decirte -quiero deciros- que el cine me apasiona, que es aquello de lo que más me he preocupado, de lo que más sé, de lo que solo hablo en ocasiones contadas -en clase cuando me encuentro a gusto-, que lo llevo entero por dentro.
Cuando digo cine, me refiero a lo que veo en la negrura de la sala, enfrentado a una pantalla grande -entonces como el centro de mi vida-, en un aliento de soledad, de sutil adentramiento en el mundo de lo bello, de la creación de realidad, de mi propia recreación, porque no hay entonces lugar en mí para la dejación y la pasividad. Receptivo y vigilante; adentrado en lo que ante mí acontece -siempre me pongo muy cerca-, pero con la sensibilidad, la visualidad, la inteligencia alerta, en guardia. Admirado, saliéndome al mundo imaginario -lleno de realidad- que se me ofrece; velando, gozando, llorando en él, pero siempre desde mi butaca, dueño de mí mismo, de mi propia recreación. Artista en diálogo con el artista. Sentado ahí, pero en un mundo nuevo, en todas partes. En la memoria, pero en el presente; en el presente, y ya proyectado al futuro.
Belleza moviente, dinámica, compleja la del cine, fruto de un difícil saber hacer, en donde la luz y el color, el sonido, la armonía se hacen historia. El blanco y negro de los buenos cineastas es color; el color de los malos cineastas es gri­sura. Belleza que se va haciendo con el encuadre, con el movimiento de construcción de la escena en los actores, en sus gestos, en sus palabras, en el discurso sobrio o barroco de la cámara. Belleza de un sentimiento, de una presencia -la presencia de un actor, de una música, de un objeto, de un color-, que se com­pone en historia -por lineal o quebrada que esta sea-. Belleza suprema de cómo todo ello se va articulando en el apunte de una realidad que nace ahí frente a mí, junto a mí, suscitando un mundo nuevo cuyos componentes son la pura belleza multiforme que se despliega ante mis ojos.
El cine no es mera forma, belleza abstracta, estática, belleza de luna, como la que nos ofrecen la arquitectura o la pintura; tampoco es la pura soledad abstracta de la escritura que leemos. En ambos casos, también nosotros recrea­mos con nuestro propio movimiento, pero lo que se nos ofrece tiene un algo de fijeza. Tampoco es la vida figurada del teatro, un trozo ardoroso de la propia vida que se nos pone delante. El cine es belleza de sol, es luz, es juego, es ficción, es forma, es soledad concreta, visual, auditiva, en donde se me transmite el movimiento -movimiento de la luz, de la historia, del sentir, movimiento que va dejando estelas de simple belleza- para que goce de él y lo recree, deje que se apodere de mí y lo haga mío, parle de mi propio ser; para que también yo, sentado ahí en mi butaca, cree nueva realidad.
El cine es así una visión moral del mundo. No se mueve en lo bello como simple formalidad, sino que es movimiento de lo bello en lo concreto, que genera realidad en la luminosa soledad de la pantalla y en mi soledad que se abre y se empapa de luz, de sonido, de sentimiento, de memoria y deseo, de proyecto y futuro. Me pone así ante el movimiento de lo bello, pero lo bello real, lo bello creado, lo bello reencontrado, quizá divino, quizá satánico, quizá siniestro.
Desde que estas páginas me rondan por la cabeza he vuelto a ver una película muy grande, Vértigo, de Alfred Hitchcock, de una perfección tal, de una tan gran profundidad en la negra belleza de lo siniestro, que casi nos arrastra. He apreciado también a un personaje, el capitán de la Bounty, que debe arrostrar con entereza un deber que impida la disolución del comportamiento civilizado, mientras se hace patente la ambigüedad de la raíz misma de esa civilización que defiende; un personaje que se crea por la conjunción de un actor (Anthony Hopkins), un fotógrafo ( Arthur lbbetson), una música (Vangelis) y un realizador ( Roger Donaldson). La película se llama Motín a bordo. Algunas escenas de sencilla simpli­cidad en Tú sólo, de Tea Escamilla, como la del toreo nocturno. Y ¿Cómo termi­nar no diciendo que no he podido escapar todavía al embrujo de la belleza divina de El sur y El espíritu de la colmena de Víctor Erice?

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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