A Charles Péguy
Querido Péguy:
Tu espíritu entusiasta, la pasión de alentador y conductor de almas, siempre me han agradado; menos algunas de tus redundancias literarias, unas veces amargas, otras irónicas, otras excesivamente apasionadas en la batalla librada contra los hombres extraviados de tu época.
En tus páginas religiosas hay algunos pasajes poéticamente (no digo teológicamente) felices; por ejemplo, aquel que presenta a Dios hablando de la esperanza:
«La fe de los hombres no me admira - dice Dios-; no es nada sorprendente: resplandezco de tal manera en mi creación, que, para no verme, esta pobre gente tendría que estar ciega. La caridad de los hombres no me admira - dice Dios-; no es nada sorprendente: estas pobre creaturas son tan desgraciadas, que, si no tienen un corazón de piedra, no pueden menos de sentir amor unas por otras. La esperanza, ¡esto sí que me admira!».
Estoy de acuerdo contigo, mi querido Péguy: la esperanza produce verdadera admiración. De acuerdo con Dante en que ésta es una «espera cierta». De acuerdo con lo que la Biblia dice de aquellos que esperan.
Abraham no sabía bien por qué Dios le había mandado matar a su hijo único; no veía cómo, muerto Isaac, podía venirte la posteridad numerosa que le había sido prometida, y, sin embargo, esperaba con certeza.
David, avanzando contra Goliat, sabía muy bien que cinco guijarros, aún lanzados por una mano muy experta en el manejo de la honda, eran demasiado poco contra un gigante cubierto de hierro. Y, con todo, esperaba con certeza e intimidaba al coloso blindado: «Vengo de parte de Dios. Pronto te arrancaré la cabeza del tronco». Orando con los Salmos, también yo, querido Péguy, me siento transformado en hombre que espera con certeza: «Dios es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? ... Aunque acampe contra mi un ejército, no temerá mi corazón. Aunque se alce guerra contra mi, ¡aún entonces confiaré!»
Agosto 1971. Italia, Albino Luciani.
(De «Ilustrissimi»)
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