Los comentarios se han centrado en el “programa” de Francisco: reorganización de la Curia, homilías aburridas, economía de la exclusión… Pero lo que llama la atención en la Evangelii Gaudium es otra cosa. La decisión con la que vuelve a proponer «el primer anuncio» cristiano y la insistencia decidida en una palabra que está dando mucho que hablar: experiencia
Es un texto que habrá que estudiar a fondo, con calma. En parte porque es el primer documento oficial escrito íntegramente por el Pontífice (la encíclica Lumen Fidei fue declaradamente escrita «a cuatro manos» con Benedicto XVI). Pero sobre todo por lo que afirma el propio Papa Francisco, en el párrafo 25: «Lo que trataré de expresar aquí tiene un sentido programático y consecuencias importantes». No es casual que la Evangelii Gaudium, la Exhortación Apostólica sobre la «alegría del Evangelio», haya sido dada al pueblo de Dios para clausurar un evento histórico como el Año de la Fe, cuando el Papa acababa de posar sobre el altar la teca con las reliquias de san Pedro, expuestas por vez primera.
Los analistas se han ocupado en gran parte a dicho «programa»: han hablado de reorganización de la Iglesia y de «conversión del Papado», de homilías aburridas y de la economía de la exclusión, aventurando incluso predicciones sobre la Comunión a los divorciados y cuestiones parecidas. Todo esto resulta interesante, pero lo que más llama la atención está en otro lado. Aparece ya en los primeros párrafos, cargados de afirmaciones que merecen atención.
Liberación. La alegría que da título al texto y que «llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús» coincide con la liberación: «Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior» (1). Es la respuesta a la pregunta «¿para qué sirve la fe?». O bien: toda la medida de nuestra humanidad no consiste en lo que hacemos o en nuestros errores, sino en ser amados por Uno que «nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable» (3). O también: la alegría cristiana es reflejo de esa alegría con la que Dios mismo festeja al hombre, vibra por nuestra humanidad, «exulta de gozo por ti, te renueva con su amor, y baila por ti con gritos de júbilo», escribe el Papa citando a Sofonías (4). También se podrían – o deberían – retomar incluso las palabras que utiliza para hacer incisos, como ese «reencuentro» con el amor de Dios (8) que remite a un asunto capital para el cristianismo: la posibilidad de encontrar a Cristo en cada instante. Su contemporaneidad.
El texto es como un soplo de aire fresco. Nada que ver con preocupaciones organizativas. Si bien es cierto que el Papa entra en el detalle de la vida de la Iglesia, desde las relaciones entre los obispos y el pueblo hasta cómo preparar las homilías (a las que dedica hasta 25 párrafos, no para ofrecer un manual, sino para devolver su valor a un momento muy importante y a menudo descuidado), el corazón del texto no se encuentra allí. Hay algo que viene antes.
Es la centralidad de Cristo. La misma que el Papa Francisco proclamó con fuerza en la plaza de San Pedro durante la homilía con ocasión de la clausura del Año de la Fe. La misma que emerge en los párrafos dedicados al kerigma, es decir, al anuncio, al que pide volver continuamente: «El primer anuncio: “Jesucristo te ama, dio su vida para salvarte, y ahora está vivo a tu lado cada día, para iluminarte, para fortalecerte, para liberarte”. Cuando a este primer anuncio se le llama “primero”, eso no significa que está al comienzo y después se olvida o se reemplaza por otros contenidos que lo superan. Es el primero en un sentido cualitativo, porque es el anuncio principal, ese (…) que siempre hay que volver a anunciar» (164). Todo deriva de este punto. Y mirando a este punto se aclaran otros muchos temas. También los que en esta revista, durante los últimos meses, se han hecho familiares.
Por ejemplo, la «presencia» cristiana. No es una estrategia, no depende de un hacer, sino que coincide con responder a la pregunta sobre uno mismo, con el crecimiento de la propia autoconciencia. «Cuando la Iglesia convoca a la tarea evangelizadora, no hace más que indicar a los cristianos el verdadero dinamismo de la realización personal», escribe el Papa (10). Y añade más adelante: «La misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me puedo quitar (…). Es algo que yo no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo» (273). Pero también sobre el testimonio, sobre la necesidad de que la fe se haga carne para poderse comunicar, hay pasajes clarísimos: «Jesús quiere evangelizadores que anuncien la Buena Noticia no sólo con palabras sino sobre todo con una vida que se ha transfigurado en la presencia de Dios» (259). Sólo una vida cambiada puede cambiar otras vidas.
Pero si hay un hilo rojo que va retomando cuidadosamente, porque es verdaderamente capital, es la experiencia. Para el Papa Francisco, es un factor cognoscitivo determinante. La realidad, y lo que somos nosotros mismos, se conoce en la experiencia. En ella la fe encuentra su confirmación. Es ahí donde se desvela su pertinencia con las preguntas y exigencias de la vida. El Papa lo afirma de frente, ante todos los teólogos que siguen mirando esta categoría con sospecha, tachándola de categoría sentimental o subjetiva.
Aquí no hay divagaciones posibles. Bien está que lo haga quien tenga instrumentos para hacerlo, pero incluso para los legos en la materia las palabras del Papa son muy claras. «Tenemos un tesoro de vida y de amor que es lo que no puede engañar, el mensaje que no puede manipularse ni desilusionar», escribe el Pontífice: «Es una respuesta que cae en lo más hondo del ser humano y que puede sostenerlo y elevarlo. Es la verdad que no pasa de moda porque es capaz de penetrar allí donde nada más puede llegar (…). Pero esa convicción se sostiene con la propia experiencia, constantemente renovada, de gustar su amistad y su mensaje. No se puede perseverar en una evangelización fervorosa si uno no sigue convencido, por experiencia propia, de que no es lo mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo caminar con Él que caminar a tientas, no es lo mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra, no es lo mismo poder contemplarlo, adorarlo, descansar en Él, que no poder hacerlo» (265-266). La experiencia. El corazón que juzga y reconoce lo que sucede, porque puede hacerlo, Dios nos lo da para esto. «Tu corazón sabe que no es lo mismo la vida sin Él, entonces eso que has descubierto, eso que te ayuda a vivir y que te da una esperanza, eso es lo que necesitas comunicar» (121).
Encarnación. Hasta tal punto es imponente esta necesidad de reflexionar y tomar conciencia de lo que sucede, porque sólo allí se desvela la Verdad, que la experiencia no sólo es decisiva para los fieles en particular sino para la Iglesia misma, para la conciencia que tiene de sí. No es algo estático e inmutable: la Iglesia está viva, y como tal aprende viviendo, toma conciencia de su propio mensaje mediante la experiencia. También aquí hay materia para profundizar: es demasiado importante entender. Así escribe el Papa Francisco: «la Iglesia, que es discípula misionera, necesita crecer en su interpretación de la Palabra revelada y en su comprensión de la verdad», «madurar el juicio» (40). Y añade: «en algunas cuestiones el pueblo ha crecido en su comprensión de la voluntad de Dios a partir de la experiencia vivida» (148). Además, anima a indicar un criterio sobre el que habrá mucho que estudiar y discutir: «El rebaño mismo tiene su olfato», recuerda a los pastores con ironía (31). No es una cuestión de democracia o de sondeos de opinión: es el llamamiento a un criterio que es a la vez personal, objetivo y comunitario. Pero también sobre esto profundizarán los teólogos.
Igual que sobre otros muchos puntos hará falta un trabajo de meses, quizás años, para captar plenamente ciertas indicaciones que abren caminos nuevos en temas hoy políticamente correctos o al menos compartidos por tradiciones culturales distintas. Los pobres, por ejemplo. La Iglesia verdaderamente los prefiere, sin condiciones y sin peros («sine glossa», dice con fuerza), no por motivos sociológicos, sino porque «no tienen con qué recompensarte» (Lc 14,14), de algún modo son el “test” de la gratuidad absoluta que conlleva el Evangelio (véanse los párrafos 197-201). Y el propio Evangelio indica que «en el hermano está la permanente prolongación de la Encarnación para cada uno de nosotros: “Lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”» (179).
Son simples pinceladas. Pero la palabra decisiva y «siempre nueva», en el fondo, es precisamente esta: la Encarnación. Jesucristo. Al final, vuelve allí. Porque todo parte de allí. Sobre todo, la verdadera alegría de la vida.
Los huesos del apóstol
«PEDRO ESTÁ AQUÍ». UNA AVENTURA EN LAS GRUTAS VATICANAS
Por primera vez, el Papa ha mostrado al mundo las reliquias de san Pedro. ¿Pero de dónde vienen? Breve historia de un descubrimiento que conmocionó a la Iglesia
Pina Baglioni
Sucedió, por fin: el pasado 24 de noviembre, durante la clausura del Año de la Fe, por primera vez en la historia de la Iglesia, las reliquias del Príncipe de los Apóstoles fueron expuestas para la veneración de los fieles. Gracias a otro gesto extraordinario del Papa Francisco.
No se trataba de los restos sagrados custodiados bajo el altar de la Confesión de la Basílica de San Pedro, sino de algunos fragmentos recogidos en un relicario que el Papa Pablo VI quiso tener en su capilla privada en 1968, tres años después de la identificación de las reliquias de san Pedro, que tuvo lugar en 1965 gracias a las investigaciones de Margherita Guarducci, arqueóloga y epigrafista de fama internacional.
Considerando las peripecias, a veces incomprensibles, que durante largo tiempo acompañaron a las reliquias de Pedro, la ostensión del 24 de noviembre genera conmoción y gratitud. Y también nos lleva a pensar en Marguerita Guarducci, fallecida el 2 de septiembre de 1999. A quien, inmediatamente después de la muerte de su querido amigo Pablo VI, se le impidió para siempre ir a visitar la tumba de Pedro para honrar esos restos sagrados que ella misma había identificado.
Basta pensar que hasta hace unos años, durante las visitas a la necrópolis, los guías ni siquiera mencionaban las reliquias del Apóstol. Sólo si alguien preguntaba sobre el tema, algunos respondían rápidamente que se trataba tan sólo de una hipótesis arqueológica entre otras muchas. Una damnatio memoriae en toda regla.
De Constantino a Miguel Ángel
Pío XII, Pablo VI y Marguerita Guarducci: la historia de los restos sagrados de Pedro gira en torno a ellos. Todo comenzó gracias al Papa Pacelli, que en 1939 tomó una decisión trascendental, única en toda la historia de la Iglesia: abrir una investigación arqueológica bajo el altar papal de la Confesión de la Basílica de San Pedro con el objetivo de identificar el lugar de la tumba del Apóstol.
Sobre si la tumba estaba allí, no había ninguna duda: la superposición de monumentos en el mismo lugar demostraba la continuidad de un culto que desde el año 64, fecha del martirio de san Pedro, en adelante se remontaba hasta entonces. Sin contar con las numerosas fuentes literarias. Luego llegó Constantino el Grande que, en la primera década del siglo IV, quiso proteger la sepultura de Pedro dentro de un monumento de fábrica para levantar sobre él, en el año 320, una hermosa basílica en honor al Apóstol. Desde aquel momento, el sepulcro de Pedro se convirtió en el centro exacto de todo lo que con el paso de los siglos se desarrollaría sobre y alrededor de él. Encima del monumento constantiniano, Gregorio Magno, a principios del siglo VII, elevó un altar. En 1123 lo sustituyó el altar de Calixto II, que englobaba al gregoriano. Llegando finalmente al altar de la Confesión, voluntad de Clemente VIII en 1594. No sólo eso: la construcción de la nueva Basílica de San Pedro, iniciada en 1506, respetó rigurosamente la centralidad de la tumba. Finalmente, la cima de la cúpula de Miguel Ángel se encuentra exactamente sobre el sepulcro del Apóstol, en perpendicular.
Volviendo a las excavaciones promovidas por el Papa, los trabajos duraron desde 1939 hasta 1949, debido también a muchas interrupciones causadas por la guerra. Fueron realizados por cuatro estudiosos de arqueología, arquitectura e historia del arte: Bruno Apollonj Ghetti, el padre Antonio Ferrua sj, Enrico Josi y el padre Engelbert Kirschbaum sj, bajo la dirección de monseñor Ludwig Kaas, secretario de la Reverenda Fábrica de San Pedro. Al principio, los arqueólogos encontraron el monumento de Constantino, forrado de mármol y pórfido. El lado anterior tenía una abertura que correspondía al actual Nicho de los Palios, en las Grutas Vaticanas; el posterior aún hoy es visible detrás del altar de la Capilla Clementina.
Excavando a los lados y a lo largo del monumento de Constantino, los arqueólogos encontraron una pequeña hornacina formada por una losa sostenida por dos pequeñas columnas de mármol: el “trofeo” del que hablaban las fuentes de los primeros siglos. La hornacina estaba apoyada sobre una pared pintada de rojo (el llamado “muro rojo”). Debajo de la hornacina, había una tumba cavada directamente en la tierra. Era el sepulcro del Príncipe de los Apóstoles. Pero la tumba estaba vacía.
En el informe final de las excavaciones, publicado en 1951, se afirmaba que los grafitos hallados en la superficie del muro situado a la derecha de la hornacina, el llamado “muro g” (perpendicular al “muro rojo”), habían sido juzgados como indescifrables.
De cara a la clausura del Jubileo de 1950, Pío XII quería anunciar el reconocimiento de la sepultura de Pedro. Dos meses después de la publicación del informe final sucedió un curioso episodio: el padre Antonio Ferrua, uno de los cuatro estudiosos que habían participado en las excavaciones, publicó un artículo junto al cual aparecía un dibujo que hizo él mismo del “trofeo de Gayo” donde podía leerse una inscripción en griego: “Petros eni” (Pedro está aquí).
Estaba claro que algo no cuadraba con el informe final de las excavaciones. El artículo y aquel grafito representado por el padre Ferrua despertaron la curiosidad de Margherita Guarducci, profesora de Epigrafía y Grecia Antigua en la Universidad de Roma de La Sapienza, y miembro de la Academia de los Linces. En mayo de 1952, la arqueóloga bajó por primera vez a los enterramientos para ver aquel grafito escrito en lengua griega. Pero no encontró ninguna inscripción. Sin embargo, se dio cuenta de que un trozo de yeso se había caído justo en el lugar señalado en el dibujo del padre Ferrua.
Además, la profesora vio otra cosa: el nombre de Pedro aparecía con gran evidencia en otro punto de la necrópolis, no muy lejos del lugar de la tumba. Aquello llamó la atención de Pío XII, que permitió a partir de entonces que Margherita Guarducci pudiera seguir estudiando los grafitos. ¿Dónde había ido a parar, mientras tanto, aquel trozo de yeso donde se había grabado la inscripción en griego “Pedro está aquí”? Más tarde se supo que el padre Ferrua lo había arrancado y se lo había llevado a su casa. Al conocer la noticia, Pío XII ordenó que el grafito fuera devuelto a la Fábrica de San Pedro.
Un hombre robusto
Entretanto, contando con la estima y el apoyo del Pontífice, Margherita Guarducci empezó a descifrar los demás grafitos. Día tras día, fue viendo asomar el nombre de Pedro que se repetía una y otra vez, a menudo acompañado por los nombres de Cristo y de María. Luego las letras PE se unían formando una clave.
Un día, mientras trabajaba, se ganó la confianza de un empleado de la Fábrica de San Pedro, Giovanni Segoni, quien le contó que durante las excavaciones se habían encontrado huesos en un nicho enterrado en el muro a la derecha del trofeo de Gayo. Y que aquellos huesos se habían guardado en una caja de madera que se conservaba en los locales de las Grutas Vaticanas.
La arqueóloga los encontró justo allí. Era el año 1953. Se mandaron analizar y los resultados de los análisis no llegaron hasta 1965: las reliquias procedentes del nicho del “muro g” resultaron pertenecer a un solo hombre, de cuerpo robusto, muerto en edad avanzada. Tenían incrustaciones de tierra y mostraban señales de haber estado envueltas en un paño de lana de color púrpura y tejido de oro; representaban fragmentos de todos los huesos del cuerpo excepto de los pies. Un detalle particularmente singular que no puede dejar de recordar la circunstancia de la crucifixión inverso capite (cabeza abajo), atestiguada por una antigua tradición.
En resumen, después de complejas y articuladas investigaciones dirigidas con absoluto rigor científico, Margherita Guarducci pudo identificar aquellas reliquias como las de Pedro. Las mismas reliquias que, en tiempos de Constantino, habían sido sacadas de la primitiva tumba de tierra, envueltas en un paño púrpura y depositadas en el nicho del “muro g”.
El 26 de junio de 1968, el Papa Pablo VI, confirmando el reconocimiento de las reliquias de Pedro, dio el anuncio durante la audiencia pública en la Basílica Vaticana. Al día siguiente las reliquias se volvieron a colocar dentro del nicho del “muro g”, a excepción de nueve fragmentos que pidió el Papa y que se conservan en su capilla privada, y desde hace pocos años pueden ser vistas nuevamente por los fieles.
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