¿Qué significó, en el desarrollo de la civilización occidental y europea en particular, ese evento del que tanto se está discutiendo cien años después de su estallido, esto es, la Primera Guerra Mundial, la Gran Guerra? Las bibliotecas –y ahora también la red– están llenas de reconstrucciones históricas, políticas, diplomáticas, militares, análisis sociológicos, económicos, culturales. No se trata de añadir aquí mi grano de arena a esta enorme duna, sino de ofrecer ciertas sugerencias.
En los viejos manuales de historia que estudiamos en mi generación, el primer párrafo del capítulo dedicado a estos hechos siempre se titulaba, invariablemente: «Las causas de la guerra». Ciertamente, se pueden reconstruir los antecedentes en términos de conflictos entre potencias (en particular Alemania y Francia), desacuerdos por el control de las colonias, la necesidad de encauzar un tumultuoso desarrollo industrial, así como otras legítimas exigencias nacionales, y un largo etcétera. Sin embargo, la historiografía más avezada ha puesto en evidencia que todas estas “causas” no ofrecen razones adecuadas para lo que luego sucedió. Tomando por ejemplo el primero de los factores enumerados –el conflicto franco-alemán–, aquí los actores implicados pensaban seriamente que su problema se podría resolver en unas cuantas semanas, como ya había sucedido en enfrentamientos anteriores entre ambos países; nadie había previsto que el conflicto llegara a ser tan largo y cruento.
La diferencia abismal entre las expectativas y la realidad de los hechos induce a pensar que la Gran Guerra se puede definir como un “evento”, en el sentido de un hecho que sin duda tiene ciertas “causas” identificables, pero que sobre todo tiene el rasgo de una sorpresa, algo que estalla entre las manos de forma inesperada.
Demos pues un paso atrás para comprender, a grandes rasgos, cómo era la Europa que se sumergió en el abismo de la guerra. Significativamente, los años que la precedieron fueron llamados Belle époque. Una época, por tanto, en la que dominaba la percepción de un progreso imparable, un desarrollo que parecía que nunca iba a acabar, una dominación sobre la naturaleza, mediante la ciencia y la técnica, que parecía que se iba a ampliar indefinidamente. Son años de un optimismo indiscutible, al menos por lo que respecta a las clases ricas, las que dominaban la escena política, a las que se debe en gran parte la decisión del conflicto.
El optimismo de la Belle époque tuvo su fundamento en la confianza incondicional en las posibilidades de la ciencia, que no solo descubría las leyes fundamentales de la naturaleza, poniendo sus resultados a disposición del bienestar del hombre, sino que también penetraba con su mirada indagadora en territorios propiamente humanos: las relaciones colectivas (sociología), la educación (pedagogía), la intimidad personal (psicología). Incluso la creatividad, como demuestra una célebre frase de Hippolyte Taine, uno de los maestros de la cultura progresista: «Podemos considerar al hombre como un animal de especie superior, que produce filosofías y poemas de manera similar de manera similar a las abejas que hacen sus colmenas». Todo claro, y todo inexorablemente proyectado hacia un futuro brillante.
Pero bajo los destellos de las lentejuelas del hermoso mundo de las capitales europeas se abrían profundas simas de malestar. Veamos algún ejemplo.
En la Alemania de la arrolladora revolución industrial y del rearme portentoso, Thomas Mann ya había narrado la crisis de la familia acomodada de los Buddenbrook y más tarde, justo en 1912, describió despiadadamente, en Muerte en Venecia, el fin de un mundo intelectual. Para entender ante qué abismo de angustia nos encontramos, basta revisar la escena final del film de Luchino Visconti: sobre las notas del triste Adagietto de la Quinta sinfonía de Mahler, el protagonista muere, y con él una sociedad que se creía indestructible.
En la Viena de los valses perpetuos, Sigmund Freud retiraba el velo que cubría el oscuro mundo del subconsciente, abriendo horizontes mucho más amplios e inquietantes que aquellos a los que la ciencia positivista parecía reducir todo aspecto humano. Por su parte, los músicos de la “escuela de Viena” superaban las barreras de las tonalidades para emprender el camino de una música totalmente nueva, por muchos aspectos dolorosamente cercana al grito, pero en cierto modo emblemática de la ruptura de las estructuras tradicionales. En París, los pintores de la vanguardia rompían todas las normas clásicas y lanzaban a la cara de los conmocionados espectadores rostros y cuerpos que ya no parecían humanos, sino monstruosas combinaciones de fragmentos.
En resumen, se daban todos los signos de que algo se estaba derrumbando, pero no eran muchos los que estaban dispuestos a darse cuenta. Entre estos últimos estaban los que pensaban en la guerra con el gusto malsano de quien espera una renovación de la destrucción. Como los futuristas, que en su Manifiesto de 1912 escribían: «Queremos glorificar la guerra –única higiene del mundo–, el militarismo, el patriotismo, la acción destructora de los anarquistas, las hermosas ideas que matan».
Otras voces denunciaban en cambio la fragilidad del “mundo moderno” y del progresismo ingenuo con la esperanza de un arrepentimiento. Una de ellas es la de Charles Péguy, que en 1913 escribía: «La teoría del progreso es lógica pero inorgánica. Supone que cada paso es un paso hacia arriba en una escalera que sube. Está en el centro del mundo moderno, de la filosofía, de la política y de la pedagogía del mundo moderno. La naturaleza, la realidad, lo orgánico se gobierna también con otras leyes. Hay un desperdicio, una perpetua pérdida, una usura. En una palabra, envejecimiento». Al no querer darse cuenta, el mundo moderno genera –afirma nuevamente Péguy en un texto de 1907 – solo aridez: «El mundo moderno envilece. Es su especialidad. Envilece la ciudad; envilece al hombre. Envilece el amor; envilece a la mujer. Envilece la raza; envilece al niño. Envilece la nación; envilece a la familia. Logró envilecer lo que tal vez sea más difícil de envilecer en el mundo, porque es algo que tiene en sí una clase particular de dignidad, como una incapacidad singular para ser envilecida: ha envilecido la muerte».
Pronuncia así el nombre de la turbadora sorpresa que generó este acontecimiento que el Papa Benedicto XVI definió como una «matanza inútil »: la muerte. La muerte inesperada de una civilización, la muerte de unos equilibrios que se pensaba que se podrían recomponer fácilmente, la muerte de imperios supranacionales que apuntaban hacia una convivencia pacífica entre naciones distintas (recordemos el famoso Requiem por un imperio difunto, de François Fejtö), la muerte, sobre todo, de una generación entera de jóvenes. «La muerte –afirmó recientemente el historiador Emilio Gentile–, que la fe en el progreso había pretendido relegar fuera del horizonte de la modernidad triunfante, reconquistó su poder sobre la vida cotidiana de millones de hombres, cortándola de cuajo con una ferocidad nunca antes conocida en la lucha entre seres humanos».
Entre los soldados italianos que partieron al frente había uno –que afortunadamente sobrevivió– que había nacido y vivido hasta entonces en Alejandría, Egipto. Durante las agotadoras horas en las trincheras encontró tiempo para anotar en papeles sueltos o trozos de periódicos algunos versos completamente nuevos en comparación con el énfasis denunciador o el intimismo crepuscular. Se llamaba Giuseppe Ungaretti. Aquellos versos, recogidos y publicados por un amigo suyo teniente, constituirían el primer paso de una larga aventura poética. Se titularon El puerto sepultado. «No estaban destinados a ningún público», escribió el propio autor: «Tenía, y tengo aún hoy, tal respeto por un sacrificio tan grande como es la guerra para un pueblo, que cualquier acto de vanidad en unas circunstancias similares me habría parecido una profanación». Y añade: «Yo era un hombre que no quería para sí nada más que una relación con lo absoluto, lo absoluto que representaba la muerte. En mi poesía no hay rastro de odio por el enemigo ni por nadie: solo la toma de conciencia de la condición humana, de la fraternidad de los hombres en medio del sufrimiento, de la extrema precariedad de su condición». Justo lo contrario del optimismo presuntuoso de la pre-guerra, un salto en profundidad que estos versos muestran de manera elemental e inolvidable. Como el famoso poema Soldados: «Se está como / en otoño / sobre los árboles / las hojas».