Apuntes de una conversación de Luigi Giussani con un grupo de Memores Domini
Milán, 21 de abril de 2002
Leyendo el breviario en estos días, me ha llamado la atención la importancia de algo que, de por sí, podría no decirnos nada nuevo: la palabra «Ven» (me alegro de que algunos la hayan subrayado en vuestro diálogo)1. Los ángeles que señorean el manifestarse de la Ascensión, los ángeles que representan el juicio último sobre las cosas, se sirven de su tarea para decir ante la humanidad la palabra «Ven». La suma de lo que dicen es: «¡Ven!». La urgencia que les apremia es invocar «¡Ven!». La palabra «Ven» es de capital importancia, porque significa que el hombre es incompleto y que ser consciente de ello está en la base de todo. El hombre consciente es como el niño que se siente incompleto ante sus necesidades por las que no puede hacer nada. Para un niño, la urgencia de hacer algo de lo que es incapaz implica la confesión de su carencia y la espera acuciante de alguien que le responda, que supla esta falta.
«Ven, ven, ¡ven!», pregonan los cuatro ángeles al comienzo de la historia en el Paraíso. Mientras escuchaba esta mañana vuestras intervenciones, ricas psicológica e intelectualmente, me preguntaba: si es verdad que nuestra conciencia de la vida y del mundo llega a plenitud sólo cuando clamamos «¡Ven!», entonces ¿qué implica invocarlo? La súplica «¡Ven!» nace de nuestra incompetencia y limitación bien concreta, y de la contradicción patente entre nuestros actos y lo que nos da el ser y crea todo. La relación que establecemos entre nuestro origen y la acción que realizamos es como un paso sin garbo. Hay un desajuste en la relación que establecemos entre nuestro origen y su desarrollo. Existe un desgarbo profundo hacia lo que nos origina.
Antes de señalar las consecuencias de lo que acabo de observar, dramáticas pero muy valiosas, digo que hay una injusticia enorme en nuestros actos: una injusticia en llevarse a la boca un pedazo de pan, en llevar al corazón un requerimiento de afecto o en proyectar hacia el futuro la esperanza de alcanzar una grandeza personal (que el mundo alabe, en definitiva, que la reconozca) sin admitir que somos incompletos.
¿Qué quiere decir «Ven»? Hay una palabra que, por sí misma, abarca tanto el origen de la súplica: «¡Ven!», como su fruto. Es la palabra «santo». El Dios de la Ascensión debe ser objeto de la invocación «¡Ven!». Y eso lo es todo. Cuanto se puede y se podría decir, no es nada comparado con la actitud que pregona el Apocalipsis: «¡Ven!». «Ven» porque en mí hay una incapacidad radical, un impedimento para obrar bien, comprender lo que se anhela, establecer las relaciones día tras día de modo verdadero tal como nos apremia.
«Santidad» es la única palabra que salva al Misterio como realidad original, origen de todo lo que somos, y como verdad capaz de plasmar este origen continuamente en nuestra vida. «¡Ven!» expresa el deseo de la santidad, la espera y la súplica de la santidad. El anhelo de la santidad, porque la santidad es Dios. Es Dios como Misterio. Y es el nexo que el Misterio de Dios establece más sensible y visiblemente con cada persona, en todos los instantes que se nos ofrecen.
Santidad: «¡Ven!, porque me falta todo». Me faltas y me falta. Es santidad porque es Misterio. Esta palabra enuncia y manifiesta el carácter misterioso de Dios, algo que podemos percibir en todo momento.
Santidad quiere decir abandono a una presencia que nos supera en todos los sentidos y que ni siquiera está ligada a la coherencia, a la posibilidad, que nos concede el Misterio, de responder a lo que nos solicita.
Os ruego que prestéis atención a cómo todos nuestros puntos de vista se unifican en la palabra: «¡Ven!»; se simplifican en la súplica: «¡Ven!»; se expresan en la propuesta suprema que el Ser nos hace: «¡Ven!». Donde «Ser» está por «santidad», se llama «santidad».
Si hay algo que no comprendemos, moralmente hablando, es qué es la santidad. Sin embargo, un beso que una madre da a su hijo sin santidad es torpe, mentiroso o desesperado.
Tenemos dos indicios para que la palabra santidad pueda señalarnos aquello por lo que estamos hechos y destinados.
Primero, el aviso de nuestra “incompetencia” frente a la totalidad (no frente a la «globalidad»: la globalidad es una forma mentirosa de totalidad, porque suma muchos particulares sin que se vea afectada la actitud del sujeto).
En segundo lugar, “incompetencia” como falta de perfección, falta de aquello a lo que todo nos urge. Nuestros actos carecen de perfección; la perfección que es obrar ante una presencia.
Santidad es admitir que, en concreto, al hombre le es imposible realizar un solo acto perfecto - como escribía Ibsen -, que es incapaz de ver un solo instante de su vida como perfecto.
Por una parte, entonces, la santidad como plenitud y, por otra, la santidad como verdad, como oposición a la mentira y condena de lo que es mentira.
Todo lo demás - también lo que habéis dicho esta mañana - acaba dentro un caldero que bulle sólo por esta santidad. Sólo la santidad nos completa y contradice la negación, el engaño y la mentira. Santidad como plenitud y santidad como erradicación de la mentira en nuestra vida.
Lo que el Señor me concede en este tiempo y que el pasaje del Apocalipsis describe, la simplificación que experimento, es la única explicación que podemos obtener y que, cual viento, puede llevarnos a surcar los mares del mundo con una velocidad sin par.
Concluyo diciendo: «Ahora bien, es necesario, que cada uno dé su respuesta al “¡Ven!”. “Sí, ven”, o bien, “No”». No hace falta nada más.
Espero que me ayudéis a entender mejor, a entender bien, de modo perfecto, lo que me dice el Señor con estas sugerencias. Quería deciros algo más y espero poder hacerlo en otra ocasión.
Ciao.
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