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PALABRA ENTRE NOSOTROS

De que se trata

Apuntes de una conversación de Luigi Giussani con adultos de Milán
18 de septiembre de 1993


El amor al pueblo,
esa apasionante realidad humana

Luigi Giussani: es importante recuperar el signifi­cado religioso que inspira nuestros cantos. Significado religioso, es decir, sentido último. Nosotros cantamos, por ejemplo, Il popolo canta la sua liberazione. Pero, ¿por qué ha nacido este canto entre nosotros? Por el amor a la verdad del hombre, a la verdad de la vida del hombre, que encuentra su expresión en la realidad del pueblo. Para nosotros el pueblo, esta apasionante realidad humana, ha sido siempre un factor decisivo.
(Canto: ll popolo canta la sua liberazione)
Pero desde el punto de vista del poder -de todo poder, se ejerza a pequeña o a gran escala- se olvida este destino de liberación al que aspira el pue­blo. El pueblo es olvidado como pueblo, como realidad que expre­sa de modo apasionante la reali­dad humana. Es incluso más que olvidado: es maltratado por el poder, por todo poder, que intenta doblegar la humanidad que le rodea a su propio fin particular: inmediato o ideológico, práctico o teórico. Por eso hemos cantado siempre La nuova Auschwitz.
(Canto: La nuova Auschwitz) «No es posible ser como ellos. No es difícil ser como ellos. No ha muerto el mal en el mundo y todos nosotros lo podemos hacer». ¿ Cuál es el mal del mundo?
El origen y el destino del pue­blo, de la humanidad -concretamente-, está dentro de la identidad de cada uno; el origen y el destino del pueblo coinciden con la identidad de cada uno. Y ¿cuál es el origen y el destino de todos? «Povera voce», ¡pero que canta con un porqué! Esta canción, la primera de las nuestras, describe el contenido más sencillo de nuestro ímpetu original, que todos los días es capaz de alzarnos para que andemos un nuevo tra­mo de camino. Voz pobre; pero que canta con un por­qué. Esta es la afirmación cordial, apasionada y libre de la positividad del vivir. Si cada uno de nosotros buscase corresponder a esta «divinidad» de la que está hecho, a esta referencia última de la que nace y por la que vive, entonces también el origen y el desti­no del pueblo se volverían más claros, alegrarían más nuestra vida, nos harían más capaces de decidir por el bien en la vida.
(Canto: Povera voce)
Avancemos ahora y retomemos con sencillez de corazón los temas que nos han interesado más este año y que queremos reproponer para que abran un nuevo paso de meditación y compromiso y, por tanto, de conciencia de la verdad y de alegría de vivir. Digo «alegría» porque ésta es la palabra que usó Jesús: «Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea plena» (Jn 15,11). No tuvo ver­güenza; tuvo el coraje, pocas horas antes de morir, de decir estas cosas al grupillo de los que le habían segui­do, al resto de Israel que le había seguido.

La confusión actual
Giancarlo Cesana: vivimos en un momento dra­mático, en un momento de grave confusión. Ya no se quiere al pasado, pero, mientras se intenta borrar el pasado, uno se da cuenta de que se borran también las perspectivas de futuro. Ya no se quiere el pasado, pero no se sabe bien tampoco qué será el futuro. Es un momento de grave confu­sión, un momento en el que pare­ce realizarse esa terrible profecía de Eliot: «Ellos [la gente, noso­tros] tratan constantemente de escapar/ de la oscuridad exterior e interior/ soñando sistemas tan perfectos que ya nadie tenga necesidad de ser bueno» (T. S. Eliot, Coros de La Roca). Hubo un tiempo en el que se intentó hacer esto con la revolución. Hoy la esperanza se pone en las leyes. ¡Pero todo está oscuro! ¿De qué depende esta oscuridad? Don Giussani, en una entrevista con el Corriere della Sera, hace un año, decía: «Italia me parece un tem­blor de tierra, un terremoto en el que quien más empuja es el que consigue eliminar más piedras que le obstruyen el terreno. Es una situación civil donde no hay un ideal adecuado para vivir, donde no hay nada que vaya más allá del ideal utilitarista, es decir, del propio cálculo personal. Esto no puede durar. El temor es que se desencadenen conflictos sin fin». Todos invocan a la moralidad en proporción directa a la inmoralidad reinante. Pero no se trata de morali­dad: se trata de una postura facciosa, de moralismo. Porque el moralismo exalta ciertos factores (por ejemplo la honestidad) y censura otros (¿qué otro valor vemos nosotros que se recuerde? Parece que todos los demás son censurados, que sólo está la honestidad). El moralismo exalta ciertos valores según la concepción que tiene la moda dominante en la sociedad. Para algunos valores pretende una cohe­rencia plena, mientras que para los otros acepta, e incluso a veces aplaude, su ausencia. De modo que se está por una parte dispuestísimo a condenar y, por otra, a justificarse. El moralismo es una elección uni­lateral de valores con el fin, precisamente, de un propio cálculo, sea económico, político o de poder, o con el fin de la propia vida tranquila.

Un hecho positivo
En medio de esta situación (sobre todo nosotros, pero también todos) hemos visto lo que ha sucedido en el Meeting. Il Sabato lo ha llamado, de manera jus­ta y provocativa, una «fiesta de la unidad»: la unidad del movimiento, la unidad entre nosotros, pero tam­bién la posibilidad advertida por muchos de una uni­dad para todos. No es casual que el presidente de la República haya lanzado precisamente desde Rímini una llamada a la unidad de todos los italianos.
En el Meeting se ha manifes­tado un hecho positivo, capaz de recomponer una realidad popular que está dispersa. Y este hecho no ha nacido de la nada, sino de una historia, una historia que es libre frente a las presiones de los mass-media, de la televisión y de la prensa. Más aun, los medios de comunicación habían decretado la imposibilidad de que este hecho tuviera lugar. Hablaban de los desaparecidos de Comunión y Liberación. Y ahora, sin embar­go, lo reconocen apretando los dientes, tratándolo -a veces- con una incomprensión iracunda y descompuesta. Frente a este imprevisto, muchos ( de un modo u otro todos, incluso quienes se
han encolerizado) se han quedado como después de un choque, como en posición de espera de una indicación constructiva. Un sociólogo ha dicho en l'Unità: «Basta con que CL haga lo que siempre ha hecho: continuar siendo fiel a sí misma, es decir, siendo de nuevo irreconocible». Efectiva­mente, porque nuestra experiencia no sigue los crite­rios y parámetros previsibles por la mentalidad común.

Dos preguntas
En este punto podemos hacernos dos preguntas. La primera tentación sería decir: «¿Qué debemos hacer? Ha sucedido este hecho, este acontecimiento: ¿Qué debemos hacer para continuarlo culturalmente, políticamente?» Pero ésta no es la pregunta adecua­da. La pregunta adecuada es: «¿De qué se trata?» Lo que ha sucedido, ¿de qué se trata? ¿Qué ha sucedido? ¿Qué continúa sucediendo para que choque tanto, incluso en una situación tan desastrosa y aparente­mente desesperada? Por consiguiente: «¿De qué se trata?». Y la segunda pregunta es: «¿Qué responsabilidad comporta para cada uno de nosotros, personal­mente y para todos nosotros juntos?»

«Melancolía»
Luigi Giussani: para responder a estas dos pre­guntas no podemos hacer otra cosa que retomar y asumir de nuevo lo que nos tratamos de recordar todos los días. ¿De qué se trata? Se trata de tomar una conciencia más verdadera del hombre, de tomar una conciencia iluminada por la fe.
Hace unos días han venido a verme algunos de nuestros amigos bonzos del monte Koya (yo les lla­mo «amigos», porque no se cómo llamarles ya si no es con este nombre) que son los responsables de la mayor y más antigua secta budista japonesa.
Mientras comíamos, la con­versación derivó hacia el canto; yo les pregunté si cantaban, si estimaban el canto, y qué canta­ban. El más viejo de ellos dijo con énfasis que efectivamente cantaban, y mucho, e incluso canciones italianas. Todos tenía­mos curiosidad por saber de qué canciones italianas podía tratar­se. «Nosotros siempre cantamos cantos napolitanos». Entonces uno de ellos dijo: Turna a Surriento. Instintivamente les pregunté: «¿Por qué de todas las canciones italianas preferís pre­cisamente las napolitanas y espe­cialmente Turna a Surriento?» Y el jefe de los bonzos, volviéndose hacia mí, abre los brazos y dice: «Melancolía».
Con esta palabra él, inconscientemente, nombraba eso que nosotros llamamos «sentido religioso». En esta palabra nos reconocemos todos. En esta verdad de nuestra espera misteriosa nos reconocemos todos fácilmente.
La esencia del corazón del hombre es la relación con una felicidad esperada de la cual no conocemos ni su naturaleza última ni su nombre. Espera de un cum­plimiento al que nosotros damos el nombre de Dios.

La concepción moral del hombre
Jesús comenzó a hablar en parábolas y toda la gen­te quería oírle, pues contaba cosas interesantes y sobre todo convincentes. Convincentes porque -poco o mucho- desvelaban algo misterioso que tenían dentro de ellos. Al final Jesús dijo: «¿Habéis comprendido todas estas cosas?» Le respondieron: «Sí». Y Él dijo a sus discípulos: «Dichosos vosotros a quienes os ha sido dado conocer los misterios del Reino de Dios; a os otros no les ha sido concedido». De modo que: «A quien tiene se le dará y tendrá en abundancia, mientras que a quien no tiene le será quitado aún aquello que tiene» (Mt 13, 11-12). Porque vivir sin la conciencia cada vez más clara del sentido de la vida es perder lo que se vive, es verlo esfumarse entre las manos y ante los ojos: se convierte en cenizas entre nuestras manos y ante nuestros ojos. «Por eso les hablaba en parábo­las: para que viendo pudiesen no ver y oyendo pudie­sen no oír, no comprender. Y así se cumpliera para el hombre la profecía de lsaías que dice: "Vosotros oiréis pero no entenderéis, miraréis pero no veréis, porque el corazón de este pueblo se ha endurecido. Se han hecho duros de oído, han cerrado los ojos para no er y los oídos para no oírse y no entender con el corazón y con­vertirse y que yo los cure". Sin embargo, dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos por­que oyen. En verdad os digo que muchos grandes según la huma­nidad han deseado ver lo que vosotros veis y no lo vieron y oír lo que vosotros oís y no lo oye­ron» (Mt 13, 10-17).
Pero esta concepción del hom­bre, de un hombre al que le es dado comprender, ver alborear, el misterio de la luz que ilumina al mundo, da fundamento a la vida como una dinámica responsable frente a Dios, como respuesta a Dios, como responsabilidad fren­te a Uno más grande y, por lo tan­to, como deber, como moralidad. La moralidad es tratar a las personas y a las cosas respetándolas hasta el fondo, respetándolas por lo que realmente son. Moralidad es corresponder a su naturaleza, a la verdadera naturaleza de las personas y de las cosas. Si este profundo respeto hacia perso­nas y circunstancias reales no se lleva a cabo, la vida del hombre no se sostiene: todo el pueblo sufre, hasta por el error de uno solo (véase pecado original). Al pueblo le invade un viento de confusión, tal como se decía hace poco: la Biblia habla de la Torre de Babel, en la que ya nadie comprende verdaderamente al otro ni puede actuar junto a él.
Pues bien, esto es precisamente lo que está en el origen de la fisonomía de la sociedad actual. Un estado en el que la gente no vive esa responsabilidad de la que hemos hablado no puede ayudar ni siquie­ra un instante, a sus ciudadanos de un modo verda­dero. Por eso el cristianismo ha concebido siempre como un deber moral la necesidad de servir al Esta­do, en cuanto cuerpo orgánico de los conciudadanos.
La relación última entre el individuo, el tejido social y el Estado, ha sido tratada siempre desde los primeros cristianos, en términos estrictamente mora­les. Como por ejemplo, en el capítulo XIII de la carta de San Pablo a lo Romanos: «Que cada uno se someta a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino, y los rebeldes atraerán sobre sí mismos la condenación. En efecto, los magistrados no son de temer cuando se obra el bien, sino cuando se obra el mal. ¿Quieres no temer a la autoridad? Obra el bien, y obtendrás de ella elogios, pues ella es para ti un servidor de Dios para el bien. Pero, si obras el mal, teme: pues no en vano lle­va la espada, ya que es una servidora de Dios para hacer justicia y castigar a quien obra el mal. Por tanto, es preciso someterse, no sólo por temor al castigo, sino también en concien­cia [es decir: por la conciencia de tu relación con Dios]. Por eso pre­cisamente pagáis los impuestos, porque son funcionarios de Dios, ocupados asiduamente en este ofi­cio [para todos]. Dad a cada cual lo que se le debe: a quien impues­tos, impuestos; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor» (Rm 13, 1-7). Se podrían citar otros fragmentos del Nuevo Tes­tamento, como por ejemplo la pri­mera carta de San Pedro: «Sed sumisos, a causa del Señor, a toda institución humana: sea al rey, como soberano, sea a los gober­nantes, enviados por él para casti­go de los que obran el mal y premio de los buenos. Pues ésta es la voluntad de Dios: que obrando el bien, cerréis la boca a los ignorantes insensatos. Obrad como hombres libres, y no como quienes hacen de la libertad un pretexto para la maldad, sino como siervos de Dios. Honrad a todos, amad a los hermanos, temed a Dios, honrad al rey » (Pedro 2, 13-17).

Moralidad y moralismo
Pues bien, lo que me apremia decir y subrayar se apoya en eso, pero tiene necesidad de otras palabras. Si los mismos instrumentos con los que el Estado intenta llevar la justicia obran sin respeto a las personas y a las circunstancias reales, como hemos visto que ha ocurri­do estos años, el efecto es la destrucción de la concien­cia del pueblo, junto a una postura tan estrecha y mez­quina como proclive a olvidar los errores cometidos por quienes ahora acusan de ellos mismos a otros.
Para que se dé un respeto completo, para ser ver­daderamente morales, es necesario tratar de tener en cuenta todos los factores que entran en juego.
Decimos siempre en la Escuela de Comunidad que la razón es la conciencia de la realidad según la totali­dad de los factores. Si uno olvida o desprecia facto­res de la realidad, no la conoce, dice una mentira, sea consciente de ello o no. De modo que la moralidad implica un respeto y un trato al otro que tenga pre­sente todos los factores que están en juego.
Pero esto, de hecho, es como una cumbre inalcan­zable para el hombre: siempre se produce -como apuntábamos antes- una reducción de la moralidad a moralismo, es decir, a una selección unilateral de valores con el fin de alcanzar el propio cálculo (polí­tico o de poder) o con el fin de proteger la tranquili­dad de una vida sin problemas.
Por eso, todo el mundo identi­fica la moralidad y la justicia con algunas cosas fáciles de cumplir y que a uno le tranquilizan la conciencia y le permiten even­tualmente acusar a otros y, si se da la ocasión, ocupar su puesto. Es impresionante reflexionar sobre los intentos que se han lle­vado a cabo en la historia para realizar una justicia social que fuera producto de un proyecto construido, de un análisis y, en consecuencia, que respondiera a un interés concebido ideológica­mente. Estos intentos han acaba­do siempre en asesinatos de masas. También en la vida civil ordinaria se traducen en violencia disimulada, en auténtico terroris­mo ( cultural y de los métodos de ­justicia) que se autojustifica como necesario.
Pero para nosotros, amigos míos, tal como se nos enseña todos los días, el hombre que se dispone a juzgar debe ser, sobre todo, consciente de sus pro­pios errores. Sobre todo por lo que se refiere a la finalidad que persigue con su juicio cuando está juz­gando a otros.
La pasión por corregir los errores puede derivar, no ya de la pretensión de poner las cosas en orden, sino ante todo de la conciencia de los propios errores. Esto nos lo enseña la Misa todos los días, cuando comenza­mos diciendo: « En el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo»; y después « ... por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa». De este modo, ese gesto que resume toda la vida, delante de Dios y delante de los hombres, comienza con la afirmación de que, ante todo, yo soy pecador, reconozco que soy pecador. No hay, pues, ninguna relación verdadera, ni siquiera entre hombre y mujer, si no parte de la conciencia de ser pecador. Porque no tiene en cuenta todos los facto­res ni en su número ni en su disposición. Sólo la con­ciencia de ser pecadores nos permite estar atentos, ser sensibles, tener temor de equivocarnos, lo que no impide sino que agudiza el sentido de la justicia.
Por eso, quien busca realmente la moralidad y la justicia se ve constreñido a mirar alrededor en busca de Algo distinto, porque por sí mismo uno no es capaz de realizar aquello que querría en sus mejores momentos. Pero si el hombre mira a su alrededor, más allá de sí mismo ¿quién hay? ¡Dios! El yo es conciencia de nuestra relación con el Infinito, de la relación con Dios.
¿Quién nos puede salvar de este cuerpo de muerte (como decía San Pablo. Cfr Rm 7, 24)? Quien puede salvamos del cuerpo mortal de esta realidad dividida que es nuestra vida.

Se trata de
la relación con Cristo

Sólo Cristo, el Dios vivo que se ha hecho carne humana, que ha venido entre nosotros para ayudar al hombre a recuperarse a sí mismo y recuperar su digni­dad última, haciéndose así digno de su propio destino.
Juan Pablo II escribe en su primera encíclica: «El hombre resulta para sí mismo un ser incomprensible, su vida sigue privada de sentido unitario, si no encuentra a Jesucristo. Cristo Redentor es quien revela plena­mente el hombre al mismo hom­bre» (Redemptor Hominis, X).
Esto es, entonces, lo que res­ponde a la pregunta: «¿De qué se trata?» Se trata de la relación con Cristo, para que mi yo sea menos indigno de su destino y tenga una conciencia más clara de sí mismo.
Pero la presencia de Cristo, hoy, ¿dónde está? Nosotros lo sabemos, y éste es el punto fundamental de responsabilidad que todos nosotros tenemos frente a Dios y frente al mundo que no le conoce: «Dicho­sos vosotros a quienes se os ha dado. A los otros no se les ha dado» (cfr. Mt 13, 11), para que por medio de nosotros les sea dado a ellos.
¿Dónde está Cristo, hoy, como presencia? Allá donde se reconocen en unidad los que caminan con Él: se llama Iglesia. La Iglesia de todos los hombres a los que Cristo ha aferrado en el Bautismo. Pero, para que la Iglesia sea una realidad operativamente eficaz en el mundo, es necesario que de aferrados, éstos se conviertan en conscientes de lo que ha suce­dido, conscientes del encuentro que Cristo ha tenido con ellos y operantes desde tal conciencia. Esto genera los movimientos en la Iglesia. Todos los movimientos de la Iglesia -dice el Papa- no son otra cosa que la autoconciencia que resurge en el ámbito de ella misma.
Cristo, por tanto, está presente hoy en la Iglesia, hecha de todos nosotros los que hemos sido aferra­dos por Él en el Bautismo: puro don ( «Dichosos vosotros a quienes se os ha dado»).
Puro don del que se toma conciencia a través de un encuentro que nos ha sido dado tener en la vida, providencialmente, y que nos lanza al deseo de ser operantes con lo que hemos recibido.
Pero, llegados a este punto, hay que preguntarse: ¿Qué conveniencia tiene la Iglesia para el mundo? Ser operantes en nombre de la Iglesia, en nombre de Cristo que está en la Iglesia, en nombre de Cristo presente en esta compañía (esta compañía que pertenece a toda la Iglesia y emerge de toda la Igle­sia), ¿qué conveniencia tiene para el mundo? Porque a noso­tros el Destino nos interesa a tra­vés del instante terrenal que vivi­mos y de las circunstancias de la jornada por las que pasamos. No podemos saltarnos el interés de hoy, el interés de este momento, para pensar en el Destino.
¿Qué conveniencia tiene la Iglesia para el mundo? Se pregun­ta el gran poeta Eliot: «¿Por qué habrían los hombres de amar a la Iglesia? ¿Por qué habrían de amar sus leyes?/ Ella les recuerda la Vida y la Muerte, y todo lo que ellos querrían olvidar./ Ella es tierna cuando ellos quieren ser duros [por ejemplo, perdona], y dura cuando a ellos les gusta ser blandos./ [por ejemplo, cuando afirma que no se puede suprimir la vida, ni siquiera la que apenas se insinúa en el seno materno]. Ella les habla de Mal y Pecado, y otros hechos desagradables». Entonces, tal como recordábamos antes, «ellos tratan constantemente de escapar/ de la oscuridad interna y externa/ soñando sistemas tan perfectos que nadie tenga ya necesidad de ser bueno [ya no queda verda­dera responsabilidad, pues el "sistema social " piensa en todo]. Pero - concluye Eliot- el hombre que es arrojará su sombra/ sobre el hombre que finge ser» (T.S. Eliot, Coros de La Roca). Es decir, la realidad de las cosas demostrará lo injusto que es el hombre que pretende ser lo que no es capaz de ser, juzgar lo que no es capaz de juzgar, el hombre que pretende tener una bondad que resulta imposible, una autenti­cidad ante lo verdadero que es imposible para él.

La Extranjera
En este sentido -subraya Eliot- la Iglesia, y por ello nuestra compañía, es como una "Extranjera" en el mundo. La Iglesia, nuestra compañía, es extranjera, extraña, para nosotros y para nuestra vida. De hecho olvidamos siempre. ¡Nuestra persona está completa­mente desmemoriada de lo que somos! Por eso no hablamos sólo del mundo como algo que estuviera «fuera de nosotros», sino del mundo que nos envuel­ve, que nos aferra y nos lleva dentro de sí «Cuando la Extranjera [ cuando la Iglesia y la esencia del corazón de nuestra compañía] dice: "¿Cuál es el significado de esta ciudad? ¿Os apretáis unos juntos a otros porque os amáis [¡qué terrible ironía!]?"/( ... ) O "¿Nos apreta­mos/ para ganar dinero unos de otros?" O bien "¿Esto es una comunidad?"/ [he aquí la ideología: la realidad humana según la filosofía, sea ésta marxista o capitalista]. Y la Extranjera se marchará y volverá al desierto/ [porque lo que noso­tros somos vive en nuestro desierto, se retira a él y ya no logramos que vuelva a aflorar]. Oh alma mía, estate preparada para la venida de la Extranjera,/ estate preparada para la llegada de aquélla que sabe hacer pregun­tas/ [Sólo la fe que hemos recibi­do sabe hacer las preguntas, sólo la Iglesia de Cristo sabe hacerlas, sólo nuestra auténtica compañía sabe hacerlas]. Oh fatiga de los hombres que se apartan de Dios/ volviéndose a la grandeza de vuestra mente y la gloria de vues­tra acción,/ a las artes e invencio­nes y empresas atrevidas,/ a pro­ yectos de grandeza humana absolutamente desacredi­tados,/ ligando la tierra y el agua a vuestro servicio,/ explotando los mares y hurgando las montañas,/ divi­diendo las estrellas en comunes y preferidas,/ ocupa­dos en proyectar el refrigerador perfecto,/ ocupados en elaborar una moral racional,/ [presuntuosa, moralista] ocupados en imprimir tantos libros como sea posible,/ conspirando por la felicidad y tirando botellas vacías,/ pasando de la vaciedad al entusiasmo febril/ por la nación, o la raza, o lo que llamáis humanidad;/ [vues­tra ideología]. Aunque olvidéis el camino al Templo,/ [el mundo es templo de Dios, no hay nada profano porque todo es de Dios: "hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados"] hay alguien que os recuerda el camino a vuestra puerta./ [Llama a ella continua­mente, todos los días] De la vida quizá os evadáis, pero no escaparéis de la muerte./ [Todo lo que no sigue el criterio, lo que no sigue la verdad de la Iglesia de Cristo, muere, se hace cenizas entre nuestras manos, cae preso entre cuatro paredes que sofocan, se vuelve -a la larga- un cadáver]. No podéis renegar de la Extranjera» (T.S. Eliot, Coros de La Roca).
Así, podéis ilusionaros de no preocuparos por las cosas de la vida, pero cuando la Iglesia no es escu­chada y vivida es imposible que no caigan en el abis­mo de la muerte (en el sentido literal de la palabra muerte) todas las cosas que nos han agradado y nos agradan, todas las cosas que hemos usado y que usa­mos: todo. Y, de hecho, si miramos a las cosas que tenemos delante, si las miramos con perspectiva, es decir, con toda la capacidad inteligente de la mirada humana, sentimos miedo. Es decir, la palabra «maña­na» es un principio de disolución del hoy.

La presencia de la Iglesia
¿De qué modo se hace pre­sente la Iglesia? ¿Cómo puede hacerse presente?
Os leo un fragmento de un autor anglicano, Alasdair Maclntyre, no hace mucho con­vertido al catolicismo, en parte a raíz de la investigación socioló­gica que ha llevado a cabo: «Un punto de inflexión decisivo en la historia más antigua [ del mundo europeo] tuvo lugar cuando hom­bres y mujeres de buena voluntad se liberaron de la tarea de apun­talar el Imperio romano y deja­ron de identificar la continuidad de la civilización y de la comuni­dad moral con la conservación de ese Imperio [Estado]. La tarea que se propusieron, en cambio, (a menudo sin darse cuenta totalmente de lo que estaban haciendo) fue la cons­trucción de nuevas formas de comunidad dentro de las cuales pudiera mantenerse la vida moral; de modo que tanto la civilización como la moral tuvieran la posibilidad de sobrevivir a aquella época de incipien­te barbarie y de oscuridad [a la disolución del Estado, a la corrupción de la sociedad]». Eliot decía que «Los hombres han olvidado todos los dioses, ya no recono­cen a ningún dios, salvo la Lujuria, la Usura [la ins­trumentalización] y el Poder». La presencia de los cristianos se da allí donde hay hombres que tratan de reconocerse en una compañía, en amistad, por una tensión del alma, por una lucha para que todo lo que somos tienda hacia el fin de la vida; hombres para los cuales, por tanto, la lujuria, la usura y el poder valen menos -en concreto- que esa tensión, que ese esfuer­zo, pues les interesa más, realmente, esa lucha, esa tensión hacia el objetivo, que incluso las pasiones que les agitan violentamente. Viviendo, por tanto, sin escandalizarse ante los propios errores y traiciones -dolorosísimo inconveniente de la incoherencia-, pero dentro de un continuo reemprender.
La vida concebida como esfuerzo hacia el Destino, como lucha por el bien, hace que le resulte fácil a la gente juntarse para ayudarse en esa tensión. El fenó­meno ascético fue traído al universo mundo por el cristianismo, por Jesús. No hay otro ejemplo, porque en todas las civilizaciones y experiencias el hombre descarga sus propios errores y sus posibilidades en un dualismo original de bien y de mal, descarga sus pro­pias responsabilidades en un principio de mal o en un principio de bien que estaría en el origen. Se trata del maniqueísmo, que carateriza a todas las religiones antiguas hasta el luteranismo, para el cual el hombre -a causa del pecado original- ya no es capaz de hacer nada bien. ¿Qué diferencia hay -se preguntaba Barth­ entre un perro y un hombre que no tenga a Cristo? Ninguna.

«El inconveniente»
El inconveniente supremo es que Dios se manifiesta a los hombres por medio de otros hombres. Pero ésta es precisa­mente la condición que Dios ha escogido para identificarse con el tejido de la historia.
San Pablo fue derribado del caballo, camino de Damasco, cuando oyó una voz potente: «Saulo, Saulo, ¿Por qué me per­sigues?» ( Hch 9,4). Él no le había conocido nunca, pero per­seguía a los cristianos.
Hay una identidad misteriosa­mente real entre quienes conocen y se adhieren a Cristo y Cristo mismo. El modo en que está presente Cristo en la historia: éste es el inconve­niente. Somos hombres y a través de gente como nosotros es como Cristo se hace presente.
«Todos los bautizados están identificados con Cris­to. Ya no existe judío ni griego, esclavo ni libre, hom­bre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3, 27-28). ¡Si fuese este el criterio operati­vo de nuestra vida! Tiene que serlo: ayudémonos para que lo sea, ¡que este año lo sea más que el año pasado!
Negar este designio de Dios significa ir contra el misterio de su libertad, contra sus signos en la histo­ria, por una presunción personal, y a veces, por una dolorosa oscuridad, como documenta la frase de Kaf­ka con la que concluimos la meditación del primer libro de la Escuela de Comunidad: «Aunque la salva­ción no llega, quiero ser digno». Sin embargo, inten­tamos olvidar de todos los modos posibles nuestros fallos mientras acusamos a los demás. Nos escandali­zamos del pecado ajeno, de los errores de los demás, igual que nos escandalizamos de los métodos que Dios ha escogido para llegar a nosotros: ¡tal cual! Y os métodos que Dios ha escogido para llegar a noso­tros son métodos de una ternura más que paterna y materna: «Aunque tu madre te abandonase yo no te abandonaré jamás» (Is 49,15), «Yo estaré con voso­tros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).
Hay una objeción que parte del hecho de que los hombres de Iglesia son pecadores como los demás, e incluso delincuentes. Pero es infundada. Durante una audiencia de los Miércoles, hace un año, Juan Pablo II dijo: «Jesús conocía la imperfección de aquellos a los que había escogido y mantuvo su elección; inclu­so cuando la imperfección se manifestó en forma grave. Jesús quiso obrar por medio de hombres imperfectos como los demás y, en ciertos momentos reprobables, para que sobre sus debilidades triunfara la fuerza de la gracia».
Un párrafo de la entrevista al cardenal Giovanni Saldarini, que publica el número de Tracce de Sep­tiembre, deja todavía más clara esta maravilla de la misericordia de Dios: «Nosotros no debemos preocu­parnos de que Dios haga bien su oficio. El verdadero problema es admitir que no nos bastamos solos. Quien piensa que se basta por sí solo, no es que le falte la Gracia (de Dios), pero no está abierto a ella, la Gracia está bloqueada. La Gracia (de Dios) está a dis­posición, lo estaba también para los fariseos [no el Dios de nuestro cerebro: el Dios vivo, el Dios que se ha hecho hombre, Cristo]. Sólo hay una gran herejía, y a ella se reconducen la herejía pelagiana, la marxis­ta y la liberal: es la herejía farisea, que ve la salvación ligada a la obra del hombre. El problema está en admitir que necesitamos ser salvados».

Nuestra responsabilidad
¡Qué responsabilidad comporta todo esto! Nuestra responsabilidad consiste en ser lo que somos, ser lo que hemos conocido, eso que ya forma parte de nues­tra mente y de nuestro corazón. Nuestra responsabili­dad está en ser amigos como pide un encuentro que hemos tenido, ser eso a lo que hemos sido llamados por Jesús en el Bautismo y con el encuentro que lo ha renovado. El Bautismo. Parece casual. Y es así, pues en el sur de Egipto o en Irán no nos habóan butizado; y en cambio nosotros sí hemos sido bautizados. Pero el problema -ya lo he dicho- es vivir el Bautismo. Esta toma de conciencia que nos arroja a la acción se debe a un encuentro que también es un acontecimien­to «casual», mediante el cual comenzamos a recono­cer lo que hemos recibido de pequeños como algo plausible, razonable, persuasivo, educativo, como una fuente de creatividad en nosotros.
Recordad la frase de Camús, que tantas veces hemos leído, donde dice: «No es a través de los escrúpulos [y por ello de los propios esfuerzos] como el hombre se hace grande. La grandeza viene por gra­cia de Dios como un bello día». ¡Cada uno de los aquí presentes ha tenido un «bello día»! A lo mejor no se dio cuenta en seguida, pero después se ha dado cuenta; quizás fue como un toque, un matiz que uno no quisiera perder.
«Jesucristo es verdaderamente el Pastor del mundo [el que reúne a los hombres] -dijo el Papa en Denver en Agosto-. Nuestros corazones deben abrirse a sus palabras; para eso hemos venido a este encuentro mundial de la juventud. Esta tarde nadie es extranjero aquí: todos somos una sola cosa en Cristo» (L'Osser­vatore Romano, 17 de agosto de 1993). Es imposible que no tiemble nuestro corazón frente a esta imagen de unidad, que se ha convertido en la realidad suprema de nuestra vida en el mundo.
Todo esto -a propósito de nuestra responsabilidad­no puede no dejar de incidir en las relaciones que se establecen en la familia, en el trabajo, en la investiga­ción, en la vida social y política: éste es el comienzo de esas comunidades de las que hablaba Maclntyre. Nace una cultura nueva -en este o aquel lugar-; nace un sentimiento distinto de la sociedad, del Estado, del universo; nacen comunidades humanas nuevas.

La Escuela de Comunidad
Amigos míos, introduzco de repente un detalle, pero no traiciono mi preocupación de abrazar el hori­zonte general de la cuestión: la Escuela de Comuni­dad que reemprendemos en octubre es el instrumen­to principal a través del cual, con la gracia de Dios, intentamos profundizar en todo esto. La Escuela de Comunidad no es un leer y basta, sino un entender, un percibir dentro de uno mismo, un juzgarse a sí mismos y conmover el corazón. Es entender, esto es, conmoverse. La primera vivencia de la fe es un escu­char inteligente, una inteligente comprensión de lo que se nos propone, para poder comenzar a actuar juntos, estando juntos incluso en la aparente soledad de cada uno, porque todos vosotros los que estáis bautizados en Cristo sois una sola persona, hasta el punto de que sois miembros los unos de los otros. Y podéis también ser uno con nosotros marchándoos a Australia, así como el misterio de la gracia sacra­mental hace verdaderamente una sola cosa de un hombre y una mujer casados. El vivir de la fe es un escuchar inteligente, es un entender inteligente para poder, al menos juntos, obrar.
Como decía el cardenal Joseph Ratzinger en una frase memorable, que todos debemos aprender de memoria porque resume por entero nuestro método: «La fe es una obediencia de corazón a esa forma de enseñanza a la que hemos sido confiados». Obediencia de corazón: energía y amor, energía de libertad y for­ma histórica, concreta, de encuentro a la que el Miste­rio de la historia, el Señor de la historia, nos ha confia­do al hacer que nos topáramos con tal persona, con tal comunidad, con tal determinado movimiento.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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