Apuntes tomados de Luigi Giussani de la jornada de fin de curso
ENCARNACIÓN
Hay un anuncio, un grito nuevo -el único nuevo- que recorre la historia: Dios se ha hecho hombre para acompañar al hombre a su Destino. Juan Pablo II ha dicho el pasado 14 de mayo concluyendo un encuentro entre dirigentes de asociaciones y movimientos seglares internacionales: «La fuerza paradójica de la Iglesia, y por consiguiente de vuestras asociaciones, radica en el misterio de la Encarnación». Dios se ha hecho hombre, ha nacido de mujer; ha muerto y ha resucitado. Si Cristo no hubiera resucitado nada tendría valor. La gran alternativa es la que hay entre Cristo resucitado y la nada, el que todo se convierta en cenizas.
PERTENENCIA
El reconocerse juntos en una compañía porque está Cristo desarrolla un sentido de pertenencia que es constitutivo en cierto sentido de la misma persona.
La pertenencia a la compañía -esté compuesta como lo esté: por dos o por ocho mil personas- nace de un acontecimiento, de algo que sucede. La compañía produce en nosotros un impacto y nos sentimos atraídos por ella porque concreta la experiencia del encuentro con el Destino. Convertir en experiencia el encuentro con el Destino significa quitarle toda abstracción y hacerle sentir como algo de lo que se puede vivir ahora.
Esta compañía se llama Iglesia de Cristo en su última plenitud, en su carácter mundial, hasta los últimos confines. Pero el valor de la Iglesia se concreta hasta convertirse en verdad y valor del movimiento, del grupo en el que nos unimos dentro de la escuela, de la empresa o de la parroquia. El pueblo grande de Dios vive en ese pedazo suyo con el que nos hemos encontrado.
NACER DE NUEVO
La compañía con la que nos encontramos no es una idea, un discurso, no son elocubraciones, no es una lógica, sino un hecho, que implica una relación de pertenencia. Ideas, lógica, consecuencias surgen, se sacan después de esta pertenencia: pero hace falta estar dentro del hecho de la compañía.
Frente a la negación del mundo, frente a la eliminación de la gran Presencia, es necesario afirmar esta compañía: ella es la que vehicula el mensaje de hace dos mil años y el testimonio de la concreción de la presencia de Cristo en la Iglesia.
La compañía demuestra esta Presencia porque está formada por gente, que, si permanece fiel, cambia con el tiempo. En la pertenencia a la compañía, en efecto, la totalidad de la persona se pone en juego y, con el paso del tiempo todo cambia: realmente se piensa, se percibe, se juzga, se siente, nos afeccionamos y trabajamos (es decir, manipulamos la realidad) y nos damos a nosotros mismos -la propia vida y la propia muerte- de manera profundamente distinta; tanto que Jesús dijo a Nicodemo: «Es necesario nacer de nuevo» (cfr. Jn 3,1-21).Una idea, un discurso no cambia a la persona. El estar juntos, si uno se atiene a ello, la cambia; la totalidad de los factores opera lentamente su síntesis incluso en el corazón más rebelde, si no es rebelde hasta el punto de marcharse.
Hay una palabra que indica este nuevo modo de vivir: la gratuidad o, por usar el término griego, la caridad. Todo esto nos pone «en contra» (en el sentido propositivo de la palabra) de la mentalidad común.
OBEDIENCIA
Vivir la pertenencia significa que la ley de la vida es la obediencia. Obedecer significa tener como finalidad y forma de la acción la imagen y la propuesta de otros. Se obedece a otros porque se ha reconocido lo que traen consigo: la palabra última, el mensaje de la salvación. Lo que salva nuestra vida es la conciencia de la Presencia grande dentro de la frágil pero insustituible vida de nuestra compañía.
La compañía impide así que el individuo introduzca como significado del mensaje cristiano la interpretación de su propia inteligencia y permite, en cambio, que se dé la conciencia de la Presencia. La compañía da la conciencia de la Presencia y por ello el mensaje de que Dios está entre nosotros ya no está a merced de las propias elocubraciones mentales.
EL CRITERIO ESTA FUERA DE NOSOTROS
Vivir la pertenencia significa, además, que el criterio de la verdad está últimamente, fuera de nosotros. Esto, que enloquece a la mentalidad racionalista, nos arranca del engaño del poder que ocupa y dirige las conciencias con la ilusión de que son autónomas.
El criterio de la verdad es obedecer al Misterio de Dios que está presente, presente en esta compañía. Nadie puede pretender dentro de la compañía: «¡Obedéceme!». La obediencia cristiana tiene su raíz en el Misterio y nosotros obedecemos por el Misterio, no por otros motivos.
Quien se separa de la compañía a la que ha sido llamado y con la que se ha topado, no lo hace por la presencia de Cristo, por la verdad: se sigue a sí mismo. La prueba de que uno se elige a sí mismo es el desamor, la indiferencia, el olvido, hasta el odio por los antiguos compañeros.
MORALIDAD
De la compañía nace una verdadera concepción del problema moral. En la confusión, la oscura soledad, la vertiginosa violencia que domina al mundo de hoy, todos hablan de moral. El problema moral surge en toda su verdad de nuestra compañía y, con el tiempo, casi por ósmosis, se comunica a nuestra conciencia. La moral establece la relación que llevamos a cabo y el designio del todo. Un acto es moral cuando refleja y respeta su pertenencia al designio total, cuando implica una disponibilidad hacia el Misterio, y por consiguiente cuando mantiene la apertura original a la realidad con la que nos crea Dios; apertura a la realidad tal como el Señor nos la pone delante de nosotros.
La acción del hombre es moral cuando está en función de la totalidad.
La acción es verdadera, es moral, solamente si corresponde al designio total: si deja fuera un pedazo ya no es moral. Es una analogía con la razón, que es conciencia de la realidad según la totalidad de sus factores; si deja fuera alguno de ellos, ya no es razón sino mentira.
La inmoralidad es la experiencia de un sujeto humano que no pertenece más que a sí mismo. En cambio, la moralidad nace como conciencia de la propia tarea y al mismo tiempo de los propios límites, es la experiencia de un hombre que vive una pertenencia a una realidad más grande que él mismo.
CONCIENCIA DE SER PECADORES
¿Quién es capaz de esta moralidad? Todo hombre, en su debilidad, es pecador. ¡ Sin tener la conciencia de que somos pecadores no podemos dirigirnos a nadie sin injusticia, presunción, pretensiones, ataques, calumnia y mentira!
En la conciencia de que somos pecadores, por el contrario, nace la posibilidad de una discreción, la nostalgia de una verdad para sí y para el otro, el deseo de que al menos el otro sea mejor que nosotros y la humildad.
MILAGRO Y TENSIÓN
En la fidelidad a la compañía, en el tiempo, uno se sorprende de que llega a ser capaz de cosas que no podía imaginar: «Tuya, Señor, es la Gracia». La coherencia es un milagro; la moralidad es un milagro.
En el Reino de Dios no hay medida alguna, no hay ningún metro. Por lo tanto la moralidad es una tensión. Como un niño que aprende a caminar: se cae diez veces pero tiende hacia su madre; se levanta de nuevo y tiende. El mal no nos para: puedo caer mil veces, pero el mal ya no me define, como por el contrario define a la mentalidad mundana, por lo que al final los hombres justifican lo que no logran evitar hacer.
MISERICORDIA
Ya que la moralidad es una tensión, «que nadie juzgue, porque sólo Dios juzga» (cfr Rom 14, 10-13). San Pablo dice también: «Yo no juzgo a nadie; ni siquiera a mí mismo» (1 Cor 4,3). El signo supremo de la moralidad, es por consiguiente la misericordia. Sólo Dios mide todos los factores del hombre que actúa; para nosotros queda solamente el espacio de la misericordia. Como el hombre Jesús que dijo de aquellos que le estaban matando: «Padre perdonales porque no saben lo que hacen» (Le 23,34): Cristo construía su defensa basándose en el margen infinitesimal de su ignorancia.
CORRECCIÓN Y AUSENCIA DE ESCANDALO
La característica de la verdadera moralidad es el deseo de corrección. Un término que está relacionado con una palabra latina que indica el caminar sosteniéndose juntos. El síntoma último de la moralidad es la ausencia de escándalo. Un cristiano que vive la compañía no se escandaliza de nada; tiene dolor por el mal, pero no escándalo.
MORALISMO
La corrupción de la moral, que hoy está de moda, se llama moralismo. El hombre que no obedece y no sigue con humildad, con misericordia, sin escándalo pero con dolor de sí mismo, traduce la moral en moralismo.
El moralismo es la elección unilateral de valores para avalar la propia visión de las cosas. El moralismo se traduce en dos graves daños.
El primero es el fariseísmo. No hay nadie que sea más antievangélico que quien se considera honesto, porque ya no tiene necesidad de Cristo. El fariseo vive sin tensión porque establece él la medida de lo justo, y la identifica con lo que cree poder hacer. Como contrapartida, el fariseo usa la violencia contra quien no es como él.
El segundo síntoma del moralismo es la facilidad para calumniar.
Por un lado, por lo tanto, justificación de sí mismo; por otra parte odio y condena del otro.
CULTURA
En la pertenencia a la compañía no solamente se resuelve el problema moral, sino también el problema cultural. Es decir, se desarrolla la conciencia de los criterios verdaderos con los que valorarlo todo.
«Valoradlo todo, quedaos con lo que vale» (cfr 1 Tes 5,2). Sin este desarrollo los criterios para valorar lo que sucede son impuestos por los demás.
La compañía nos obliga a desentrañar la realidad en que vivimos, nos impide quedarnos en la abstracción para luego, frente a la realidad, usar otros criterios, con una desconexión y una división que anula la unidad y la dignidad de la persona. Por ello cuando la compañía -con todo el compromiso de la autoridad, reconocida por la Iglesia, que la guía- da un juicio sobre una determinada situación, no pretende ser infalible, pero ciertamente expresa una mirada sobre la totalidad de los factores que el individuo no tendría; ¡y quien no la sigue ciertamente se equivoca!
Traducido por José Miguel Oriol
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