El Diario del Peregrino, n. 1, 24 de diciembre de 1999
(publicación quincenal del Comité Central del Gran Jubileo del Año 2000)
«En mi infancia yo también creía en la divinidad de Cristo: iba a misa, me confesaba, comulgaba; tenía veinte años cuando lo hice por última vez; después dejé de creer en su divinidad, pero empecé a creer en su humanidad. Siento que Cristo no ha perdido importancia para mí desde que dejé de creer en su divinidad; más aún, la ha ganado. Como cultura, cobró mayor valor de lo que antes tenía para mí como camino hacia la otra vida». Estas palabras son de Elio Vittorini, un escritor que sin duda no conoció el cristianismo de la Tradición tal y como yo me lo encontré a través de mis padres y del Seminario. Para él, Cristo era tan sólo una guía hacia la otra vida y nada más, como si la vía hacia la otra vida no fuese mi yo histórico, este tiempo que debo recorrer, esta sociedad donde me introdujo quien me generó.
¡Qué distinto del hombre de Vittorini es el homo viator, el hombre caminante, tal como lo concibe la mentalidad cristiana y lo describe Juan Pablo II en la Incarnationis Mysterium! El Papa habla de la existencia «como un camino. Desde el nacimiento hasta la muerte, la condición de todo hombre es la de ser homo viator».
Como hombre en camino que es, el cristiano está lleno de dolor y de certeza, y es, por tanto, humilde. Está lleno de dolor porque es bien consciente de la incoherencia y las traiciones que hunden sus raíces en eso que la Iglesia llama “pecado original”; pero está también lleno de certeza, porque sabe que, precisamente a través de una humanidad llena de límites, pasa - triunfando - la evidencia de la presencia de su Señor, Su voluntad, de tal modo que la vida se convierte en testimonio de esa gran Presencia, incluso a través del mal de cada uno.
La apertura de la Puerta Santa es una señal que anuncia al mundo la salvación, el paso del pecado a la gracia, que todavía hoy sigue aconteciendo por la fuerza del judío Jesús de Nazaret, muerto y resucitado, compañía de Dios para el hombre desde hace dos mil años. En efecto, el Jubileo vuelve a proponer con inaudita actualidad el método que Dios eligió para manifestarse al mundo: se hizo hombre, y mediante su humanidad, la salvación - el gran misterio de la piedad, es decir, la realización de la verdad, de la belleza y la justicia, de la felicidad -, se convierte en una experiencia posible para todo hombre. Celebrar el nacimiento de Cristo es reconocer Su presencia en el mundo, “audible, visible, palpable” hoy mediante su Cuerpo misterioso que es la Iglesia.
Esto es lo que recuerda el Jubileo, querido por la Iglesia para que volvamos nuestra mirada (cum vertere) hacia la persona de Jesús y hacia su pretensión de ser la respuesta exhaustiva a nuestra “fiebre” de vida. «El Año Santo es por naturaleza un momento de llamada a la conversión. Esta es la primera palabra de la predicación de Jesús que, significativamente, va acompañada de la disponibilidad para creer: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15). Ésta, en primer lugar, es fruto de la gracia» (Juan Pablo II).
La vida se juega por entero en la gran alternativa que aquel Hombre planteó hasta el final de los tiempos: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si se pierde a sí mismo? O, ¿qué dará el hombre a cambio de su vida?». A quienes se encontraban con Jesús por las calles polvorientas de Palestina, igual que a nosotros que oímos su anuncio dos mil años después, se nos plantea una alternativa entre las actitudes que describen dos obras poéticas de Karol Wojtyla: «Yo te invoco y te busco, Hombre - en el cual/la historia humana puede encontrar su Cuerpo./Me dirijo hacia ti, no digo “Ven”,/simplemente digo: “Sé”» (Piedra de luz). El otro pasaje describe la figura opuesta a Cristo, al pobre de espíritu; la imagen del revolucionario o, si lo preferimos, del fariseo del Evangelio: «Lo peor es que quieren convenceros de que todo lo que tenéis no lo tenéis por derecho propio, sino que se os ha dado por gracia. ¡No esperéis caridad alguna! La caridad os humilla. No tenéis necesidad. Debéis comprender que poseéis todo de forma absoluta. Nada de gracia. Quería demostraros que se piensa en vosotros. Que se lucha por vuestros derechos. Sólo es necesaria vuestra ira» (Hermano de nuestro Dios).
El Papa indica la alternativa cultural radical por la que pasa el filo sutil de la libertad. Ésta se pone de manifiesto en la primera actitud que asume ante la realidad - de apertura original o de cerrazón preconcebida -, lo que le permite percibir el acento de Verdad que tienen la presencia y el anuncio de Cristo, o permanecer sorda y rebelde al eco de sus palabras.
Kafka lo describe con acierto impresionante: «No estoy solo, porque he recibido una carta de amor, y sin embargo, estoy solo porque no he respondido con amor». Es la descripción de la postura del hombre contemporáneo con respecto a Dios, es decir, respecto a Cristo. Para responder con amor es necesario tener pobreza de espíritu; la página más significativa, desde este punto de vista, está en el Evangelio: «Y dicho esto, gritó con fuerte voz: “Lázaro, sal fuera!”. Y salió el muerto, atado de pies y manos con vendas y envuelto el rostro en un sudario. Jesús les dice: “Desatadlo y dejadle andar”. Muchos de los judíos que habían venido a casa de María, viendo lo que había hecho, creyeron en Él. Pero algunos de ellos fueron donde los fariseos y les contaron lo que había hecho Jesús. Entonces los fariseos decían: “¿Qué hacemos? Si le dejamos que siga así, todos creerán en Él”... Desde este día decidieron darle muerte» (Jn 11,43 ss). En esto consiste el drama de la libertad. Tampoco nosotros podemos evitar esta alternativa, porque la señal y el acento de su verdad llegan hasta nuestro corazón y nuestra conciencia, aquí y ahora, a través del testimonio vivo de hombres que le reconocen en sus vidas, con su propia carne . Para nosotros, atravesar la Puerta Santa con el Papa significa “ceder” con sencillez a la atracción que tiene ese acontecimiento imprevisto que marcó el inicio de la historia, según la cronología que utilizamos desde hace dos mil años, exactamente igual que le sucedió a Zaqueo aquel día que Jesús se paró debajo del árbol al que el publicano se había subido para verle pasar y le dijo: «Baja, voy a tu casa»; aquello fue como si le hubiera oído decir: «Yo te estimo y te amo». Era tal la atracción que suscitó en él aquel joven, que Zaqueo corrió a su casa y atravesó el umbral como nunca lo había hecho antes.
Esta intervención se publicó el 24 de diciembre en los diarios italianos Il Giorno, Il Resto del Carlino, La Nazione e Il Giornale.
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