Estimado Director:
Ver al Papa pedir perdón por los males que los cristianos han cometido, golpeado como Cristo profeta y humillándose por toda la Iglesia, es algo que me conmueve profundamente, como les ha ocurrido a tantos otros en estos días.
Esta petición de perdón me parece el gesto luminoso que mejor ilustra la novedad del cristianismo, pues marca la diferencia irremediable que hay entre el cristiano y el no cristiano.
Nos cuesta comprender la importancia del gesto papal, que podría fácilmente verse reducido a los esquemas del revisionismo histórico. Sin embargo, no es una finalidad política o propagandística lo que mueve al papa Wojtyla. Juan Pablo II, provocado por una circunstancia favorable - la celebración de los dos mil años de la Encarnación -, ha querido mostrar la verdad de Cristo y de la Iglesia. Esta verdad la llevan consigo hombres de carne y hueso, ya que Dios ha elegido un método para darse a conocer en la historia. El Misterio, que de otro modo sería desconocido, se comunica utilizando el factor humano: Dios vino al mundo como un niño en el seno de una joven hebrea, naciendo en la carne exactamente igual que todos nosotros.
Por eso ninguna desproporción, límite o error humano pueden constituir una objeción para el cristianismo. El límite existencial - que la Biblia llama "pecado" -, del que todo hombre tiene experiencia, no impide que el cristianismo se transmita y se plasme en la historia, porque ninguna miseria podrá superar la paradoja del instrumento - el factor humano - que Dios ha elegido para darse a conocer.
La Iglesia es una realidad donde se encuentran personas indignas, gente tosca y que cuenta poco, a veces violenta, hombres frágiles o presuntuosos, padres desprevenidos e hijos rebeldes. Pero la Iglesia no es el lugar de los fariseos y los sin pecado. El cristiano sabe que es pecador, y precisamente la conciencia de serlo es el primer paso y el más honesto que puede dar ante sí mismo y los demás, si no queremos volvernos pretenciosamente intolerantes y violentos.
La petición de perdón a Dios por parte de los hombres es el acto más puro para quien cree en él y clama a Dios, como los salmos de Israel nos muestran cada día.
Por tanto, el hombre pide perdón para afirmar algo positivo, la bondad de Cristo presente y vencedor en la historia. Y para que esta positividad sea para todo el mundo el Papa se pone de rodillas, cargando con las culpas de todos y de cada uno. No juzgándolas en nombre de una moral abstracta o de leyes dictadas por los hombres, sino renovando la dinámica propia de la conversión y el perdón, que no es debilidad, sino fuerza que recrea de nuevo lo humano puesto ante la Presencia divina. He ahí la diferencia.
El cristiano no está apegado a nada, más que a Jesús. Todas las ideologías tienen un rasgo común: en ellas el hombre está seguro de algo que hace él, a lo que no querrá renunciar ni poner en cuestión jamás. Sin embargo, el cristiano sabe que todos sus intentos, lo que posee y lo que hace, siempre debe ceder ante la verdad. Él es, pues, el único verdadero luchador por la purificación del mundo y por la justicia. La justicia es la relación con Dios, es el designio de Dios, y quien ha conocido a Cristo no se detiene en su esfuerzo por ayudar al mundo a ser mejor o, por lo menos, más llevadero. Pero el cristiano está también profundamente convencido de que el mundo le perseguirá siempre, acusándole de toda clase de maldad.
El Papa de rodillas no es una imagen que me sugiera debilidad. Más bien me recuerda al antiguo Espartaco que se levanta con toda su estatura humana realizando un gesto de libertad y que se ofrece como un ejemplo para la felicidad que desea siempre cualquier hombre. Este Papa renueva en mí y en mis amigos el valor necesario para sostener la esperanza de los hombres.
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