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Huellas N.5, Mayo 2004

SOCIEDAD Elecciones Europeas. La esperanza de Europa

Entrevista al cardenal Erdö. Iglesia y Estado. Laicidad y esperanza

a cargo de Alberto Savorana y Filippo Farkas

Los trágicos sucesos del 11 de marzo. La experiencia cristiana en el debate sobre la constitución europea. ¿Qué puede ofrecer la Iglesia a Europa? Hablamos de estos temas con el Primado de Hungría

Eminencia, los atentados de Madrid han sido definidos como el 11 de septiembre de Europa. ¿Qué novedad introducen los sucesos de España en la andadura del Viejo continente, que se acerca a las elecciones para la renovación del Parlamento Europeo?
No me considero capaz de identificar las consecuencias de un atentado tan grave y triste como el de Madrid. Hemos visto que en la misma España las reacciones han demostrado algunos de los efectos de aquel atentado, pero no sabría decir si dentro de algunos meses se producirán consecuencias a nivel europeo o mundial. Nuestra querida Europa es un continente culturalmente anciano con muchas experiencias, con muchas derrotas, con muchas tragedias. Como dice una canción húngara: en la tierra de Europa hay ya demasiada sangre. Ciertamente el terrorismo es algo inaceptable: hay medios que no son justificables de ninguna manera. En nuestro país no es tan grande la preocupación como en otros países del mundo occidental, porque está muy difundida la opinión de que nosotros no somos muy importantes, y este es el motivo de una cierta confianza en la idea de que nos dejarán en paz, como se ve en algunos sondeos de opinión elaborados en estas últimas semanas en Hungría.

El Santo Padre ha intervenido repetidamente en el debate sobre la nueva Constitución europea para poner en guardia con respecto a una posición que niega incluso la utilidad pública de la experiencia cristiana –y por tanto de cualquier pertenencia religiosa, tachada de fundamentalista– y que querría verla relegada al ámbito exclusivamente privado. ¿Puede existir una Iglesia sin mundo?
La Iglesia existe para el mundo: ella es lumen gentium, como dice el Concilio Vaticano II. Cristo ha fundado la Iglesia para anunciar el Evangelio a todas las gentes y en todas las épocas. La misión de la Iglesia está dirigida al mundo entero. Diría que el cristianismo es justamente la religión que ha hecho posible en la historia –desde la antigüedad tardía– la distinción entre esfera del Estado y esfera religiosa del hombre. La Iglesia se ha definido siempre como pueblo de Dios, pueblo elegido, como leemos en la carta de san Pedro. Esto quiere decir que, aun caminando en la historia y en el mundo, no somos completamente de este mundo. La Iglesia tenía y tiene siempre una soberanía interna por su propia misión y también por la identidad de esos factores que constituyen este pueblo de Dios, es decir, los Sacramentos, la Palabra de Dios, la persona de Cristo como fundamento de toda la Iglesia. Y estos factores no dependen de ningún Estado: la Iglesia no existe porque haya sido fundada por algún poder de este mundo.
El Imperio Romano consideraba la religión como materia de derecho público: al comienzo del Corpus Iuris Civilis, en el códice de Justiniano, ya en época cristiana, vemos que los principios básicos se refieren justamente a la verdadera religión. Los romanos consideraban la religión como el “asunto público” más importante. Fue después el cristianismo el que introdujo gradualmente la distinción de los ámbitos de competencia de la religión y del poder estatal. La separación, en su forma moderna, entre Estado e Iglesia y Estado y religiones puede ser justificada para garantizar la libertad religiosa de todos. Sin embargo, todo Estado, para poder funcionar, se basa sobre la sociedad: y la sociedad no puede ser independiente de una visión del mundo, de la religión, de la convicción de sus propios miembros. Los valores básicos que fundan la identidad y también la estructura interna de una sociedad, sus costumbres, etc., dependen mucho de una visión del mundo, y por tanto están unidos con la religión, con las religiones. Esto vale para cualquier sociedad y para cualquier época de la historia. El Estado no es una realidad abstracta, sino que vive en la sociedad. El Estado y las religiones se concretan ambos en la realidad de la persona humana –la sociedad está compuesta de personas–. Por este motivo creo que el rechazo de la relevancia de cada religión no puede responder a la realidad sociológica de cada tiempo, y, por el contrario, que la identificación de una sola religión con un Estado de forma intolerante no respeta suficientemente la dignidad de la persona humana. Sobre la guía de la declaración conciliar Dignitatis Humanae, la libertad religiosa es una consecuencia, por una parte, del respeto de la dignidad del hombre; por otra parte, depende del hecho de que el hombre debe buscar la verdad también en materia de fe, por cuanto concierne a “Dios” y a su voluntad, y también la “verdadera Iglesia”. Si existe una verdad en estos campos, entonces el hombre debe ser libre para buscar, encontrar y seguir libremente y con convicción la verdad. En este caso, hay que rechazar cualquier constricción estatal que no respete la convicción de las personas. No diría que debe hablarse sólo de utilidad pública de la experiencia cristiana, sino que incidiría sobre la imposibilidad de prescindir de la realidad de la sociedad: el Estado debe tener en cuenta lo que es el hombre dentro de la sociedad humana.

¿Qué puede ofrecer la Iglesia a Europa? ¿Por qué las naciones del Oeste y del Este deberían respetar su presencia?
Me parece que la Iglesia ofrece ya muchas cosas a Europa. Históricamente, la identidad cultural de la misma Europa como uno de los factores imprescindibles. Y hoy la Iglesia da esperanza y sentido a la vida de muchos europeos y a muchos fuera de nuestro continente. La Iglesia puede y debe transmitir a Jesucristo, porque Su persona es la fuente de nuestra esperanza.
La persona de Cristo es una garantía, una esperanza –y no un medio– contra la desesperación, el cansancio y el agotamiento de una cultura, y la Iglesia está obligada a trasmitir, a representar a Cristo de forma sincera y humilde, para que el mismo Cristo se haga visible. La Iglesia no existe por sí misma. ¿Por qué deberían respetar las naciones del Oeste y del Este la presencia de la Iglesia? Podrían no hacerlo, pero si la Iglesia es capaz de transmitir a Cristo, de representar esta esperanza, esto hace rejuvenecer la identidad del continente, también en el aspecto cultural y por lo que respecta al corazón de los hombres. ¡Se trata de una gran posibilidad! Algunas naciones, sobre todo en el este de Europa, que querían descubrir su propia identidad cultural tras el comunismo, se dieron cuenta de que las raíces cristianas pertenecían orgánicamente a la tradición cultural nacional. Por este motivo, algunos países han apoyado abiertamente –no sólo por motivos religiosos, sino también culturales o de moralidad pública– la reconstrucción de las antiguas iglesias, y no exclusivamente de los edificios, sino también de las comunidades.

Usted participa en una red de relaciones y de iniciativas que implica a los arzobispos de Viena, París, Bruselas y al patriarca de Lisboa. ¿En qué consiste y qué contribución pretende ofrecer al futuro de Europa?
Se trata de la misión especial a desarrollar en las grandes ciudades, que constituyen un desafío pastoral especial, y en donde existe el peligro del anonimato, pero en donde hay también una diversidad étnica, cultural, de lenguas y tradiciones que es una gran posibilidad para la Iglesia. Ciertamente estas misiones ciudadanas se llevan a cabo a distintos niveles, para favorecer la renovación de la comunidad parroquial (cosa que nosotros ya hemos empezado) y para favorecer una apertura hacia el mundo en sentido misionero. Este recorrido culminará en el año de la gran misión, con conferencias, acontecimientos artísticos y musicales: la experiencia de Viena del año pasado y la de París en este año son muy instructivas para nosotros. Una delegación de las otras ciudades que están en esta red está siempre presente en la ciudad en la que se desarrolla la misión. A Budapest le tocará en el 2007. Debo decir que los movimientos se implican fuertemente en estas iniciativas.

Identidad y tolerancia. Son muchos los que contraponen los dos términos, como si la experiencia de una identidad fuese indicativa de cerrazón frente al que es distinto y el respeto por los demás fuese posible sólo a los que no tienen certezas. ¿Cómo ve usted el problema?
Identidad y tolerancia no se contraponen de ninguna forma. Es más, se presuponen respectivamente. Si no existe una identidad (cultural, religiosa, étnica, nacional), ¿qué es lo que hay que tolerar? Y, por otra parte, si una persona tiene una identidad verdadera, no manipulada, consciente de los valores de su propia identidad, a la fuerza se le abren los ojos sobre los méritos y los valores de las otras culturas y de los otros grupos, reconociendo su valor. Por tanto la tolerancia es razonable sólo cuando uno tiene una identidad propia, porque sólo así se vuelve capaz de reconocer la identidad de los demás. Es cierto que hubo un momento en el que se utilizaba la palabra tolerancia en un sentido menos abierto. Cuando se empezó a hablar de tolerancia con relación a las religiones estábamos todavía en el mundo de los estados confesionales. El Estado, abierta o tácitamente, estaba convencido de saber cuál era la verdadera religión, y por motivos de oportunidad o para garantizar la paz pública toleraba también otras religiones: “toleraba”, sin identificarse con ellas. En este sentido tolerancia significaba una reducción de la libertad.
Siguió otra época en la que el Estado parecía convencido de que ninguna religión era verdadera, o de que las opiniones religiosas eran subjetivas. En esta época, por tranquilidad o por oportunidad se toleraban las religiones o algunas religiones, como en el caso de la fase final del periodo comunista.
Cuando hablamos hoy de identidad y de tolerancia debemos tener una visión más amplia y hablar de “libertad”, “libertad religiosa”, “libertad y reconocimiento de la diversidad cultural”. En este sentido se debe hablar siempre del aprecio de la dignidad de la persona, porque a fin de cuentas es siempre el hombre el objeto del “reconocimiento” y del “respeto”. Cuando en la declaración Dignitatis Humanae el Vaticano II hablaba de la libertad religiosa no fundaba esta libertad sobre una indiferencia, sobre una apatía o sobre un subjetivismo sin límites, sino sobre otra cosa: la existencia de una verdad acerca del mundo, del hombre, de Dios, motivo por el que el hombre, que ha sido creado inteligente y libre, debe buscar, reconocer y aceptar libremente esta verdad. Cualquier constricción en esta materia sería injustificada.
Naturalmente –esta es una cuestión muy moderna, casi posmoderna–, la tolerancia tiene sus límites. Existe la tentación de entender la tolerancia como respeto hacia la opinión subjetiva de cualquiera, prescindiendo del contenido de esta opinión. Este nihilismo o subjetivismo absoluto ha mostrado sus propios límites, porque la sociedad, si quiere vivir, si no quiere ser destruida, no puede tolerar cualquier tipo de comportamiento, cualquier tipo de opinión, porque puede haber algunas que amenacen la vida y la libertad de los demás. Hace falta garantizar la convivencia. En los últimos años, con una cierta sorpresa, hemos oído hablar de “tolerancia cero”, porque la sociedad, muy fascinada por la idea de libertad, se ha sentido obligada a decir que no a un comportamiento como el terrorismo. Pero esto no elimina que existe un mínimo de sana razón, de honestidad humana, que debe ser respetada por cualquiera para la supervivencia misma de la sociedad. Esto significa que profundizando en el respeto debemos apreciar también la identidad, debemos creer en la posibilidad de un conocimiento verdadero y de un mínimo de valores morales que proceden de la estructura de la realidad, de la fisonomía del ser humano, porque si olvidamos esto, la tolerancia no se sostiene. Verdad y libertad deben existir juntas, porque se presuponen mutuamente.

¿Qué puede ganar Europa con la ampliación a los países del antiguo bloque soviético?
Antes que nada hay que decir que los países del antiguo bloque soviético pertenecen desde siempre a Europa y forman parte constitutiva de ella. Europa no va a ampliarse, porque Europa existe con anterioridad. La ampliación de la Unión Europea es ciertamente un enriquecimiento para todos los pueblos del continente. Los viejos miembros pueden abrirse a un nuevo mercado. En cuanto a los nuevos países, no creo que esperen solo ayudas económicas: es mucho más importante que en la distribución y en las soluciones jurídicas se respete la igual dignidad de los nuevos miembros. La posición de estos pueblos dentro de la Unión es estructuralmente más débil: deben adaptarse y aceptar las reglas de un juego que se ha planteado sin ellos. Algunos países gozan de una notable sensibilidad, no tanto por las cuestiones económicas, sino por la certeza de tener la misma dignidad que los demás.

Si tuviese que sugerir a los nuevos parlamentarios europeos los problemas más graves con los que medirse para asegurar un futuro positivo para la nueva Europa, ¿cuáles indicaría?
En primer lugar el respeto por la vida humana: sin esto se hunden la cultura y la economía. Creo que es necesario prestar atención a las cuestiones del reconocimiento y de la protección de la dignidad humana desde el comienzo de la vida hasta la muerte.
Otra cuestión relevante es la de la solidaridad. Tomar en serio este principio puede hacer más justa y humana la vida. Es un principio muy cercano a la doctrina social de la Iglesia y a la sensibilidad de los católicos. Es cierto que esta solidaridad no puede cerrarse en sí misma: es importante que los europeos no piensen sólo en la Unión Europea, sino también en los pueblos que están fuera de ella, para no olvidar al resto del mundo, porque la humanidad es una sola. No pueden ofrecerse por mucho tiempo ventajas a una región si no pueden beneficiarse también las demás. Europa puede ser una fuerza que contribuya en el mundo a una mayor justicia. Esto significa también que la burocracia exagerada o el egoísmo colectivo constituyen un gran peligro del que deben ser conscientes los parlamentarios europeos para poder ser útiles.
Creo que en el sector educativo, y también en el de la sanidad y el de la seguridad social, existen contradicciones y crecientes tensiones entre el progreso de las ciencias y la garantía del libre acceso de todos a estos servicios. En el sector educativo, pero sobre todo en la sanidad, se pueden alentar intervenciones, métodos, medios de investigación y de comunicación muy sofisticados, muy eficientes y costosos. Aunque estamos en una época que acentúa las diferencias, la justicia y las necesidades de los menos favorecidos deben permanecer siempre como un factor del cálculo social y político, a todos los niveles de la comunidad.
También está la cuestión de la libertad. En el sector educativo, es necesario que la identidad cultural y religiosa sea conservada y que sea posible su transmisión también en los centros de enseñanza. Esto no afecta sólo a la enseñanza de la religión o a la clase de religión, sino también a la educación integral de la persona humana, porque la persona es única y no se pueden separar en ella sus aspectos singulares. En este sentido puede ser muy útil, aunque no siempre imprescindible, garantizar la posibilidad y la existencia de centros de enseñanza y de educación que tengan un carácter confesional. En nuestra época, en que la educación es una obligación regulada por una legislación muy compleja, no puede excluirse el aspecto de la identidad y de la libertad.

Una última pregunta: ante los desafíos del mundo actual, ¿cuál es la mayor urgencia para los cristianos?
¡La esperanza! De ella habla Juan Pablo II en su exhortación post-sinodal, porque Europa tiene necesidad de esperanza. En muchos países existe una mentalidad cansada: hay una gran necesidad de esperanza, de motivación. Incluso entre la juventud veo que a veces la esperanza escasea.
Pero para tener esperanza es necesario tener fe, porque la esperanza tiene que tener un objeto. La esperanza que tenían muchos en los países del Este –de que el comunismo terminaría algún día– se ha cumplido, y sin embargo no estamos en el paraíso. Resulta evidente que la esperanza puramente terrena es insuficiente. Europa, lo mismo que todo el mundo, tiene necesidad de Cristo y de la esperanza que brota de Su persona.
En este sentido podemos aventurarnos a afirmar que el hombre es un ser que vive de esperanza.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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