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Huellas N.5, Mayo 2003

PRIMER PLANO

¿Por qué Occidente se odia a sí mismo? Porque reniega de la tradición

Alessandro Banfi

Frente al realismo de la Iglesia, el triunfo del maniqueísmo, un odio que impide reconocer la bondad de nuestra historia

Alessandro Banfi
Qué secuelas deja esta guerra? Los muertos, los escombros, la liberación del tirano, y la habitual cantinela maniquea: “Yo estoy en el lado justo, tú en el malo. Yo he vencido y tú has perdido. Ahora pagas prenda”. Un alud de propaganda americanista inunda nuestros medios de comunicación y sofoca el Magisterio del Papa. Sin embargo, es posible una perspectiva diferente: repetir con el Papa que la guerra ha sido un delito, pedir, solicitar que se cometan los menos crímenes posibles y haber esperado que la guerra acabara pronto. Pero, sobre todo, saber que el mal del mundo atañe al pecado de cada uno de nosotros ha supuesto de verdad seguir una lógica diferente. «El Papa ha dicho que la guerra es un delito, la guerra viene a través del pecado original, que está presente en el mundo a través de los pecados de los hombres, es decir, nuestros», escribía don Luigi Giussani en el Corriere della Sera. ¡Qué realismo y qué verdad en ese subrayado de “nuestros” pecados, respecto al afán contemporáneo de atribuir siempre las culpas a los demás! ¡Y qué juicio tan nítido sobre quien ha presentado esta guerra como una lucha entre bien y mal! O, tal vez, entre debilidad del pacifismo y virilidad militar o entre el Occidente rico y los pobres del mundo. Un vicio que desgraciadamente está muy difundido y es común a ambos contendientes. Es como si la guerra hubiera provocado lo peor de cada uno de nosotros.

Siete de cada diez contra la guerra
También es cierto que nuestro pueblo, la “gente-gente”, no puede ser juzgado mal. Los sondeos dicen claramente que casi siete italianos de cada diez no estaban de acuerdo con esta guerra, la consideran un error. Si bien, una vez que empezó, deseaban que fueran los anglo-americanos quienes vencieran, y cuanto antes, con el menor dolor y el menor número de muertos posible. Y muchas banderas de la paz que han ondeado en los balcones y ventanas de nuestras ciudades han sido a menudo un signo, quizás sencillo pero bueno, de adhesión a las preocupaciones del Papa, y no de apoyo a los pacifistas violentos (un oxímoron sin retórica), que han destrozado los escaparates de McDonald´s, han arrancado los surtidores de gasolina de la ESSO o destruido cajeros automáticos. Sería injusto no captar lo positivo de tanto sentimiento popular. ¿Cómo se puede no apreciar a esta “gente-gente”, antes y más que a los poderosos y a los intelectuales?
Hay otro argumento que ha sido objeto de insistentes intervenciones personales del Papa, no sólo a través de la ac ción de la Sede apostólica. Ha repetido varias veces a los poderosos de la tierra que no entrometan a Dios y la religión para justificar este conflicto. Como decía atinadamente Bárbara Spinelli en La Stampa, el realismo cristiano de la Iglesia de Roma ha puesto freno a la religiosidad apocalíptica de Bush. También Piero Gheddo ha subrayado esta cuestión. En la primera guerra tras el fin de las ideologías, la religiosidad sectaria ha sido la que ha cortado el bacalao: el fundamentalismo cristiano estadounidense se ha contrapuesto al llamamiento del rais de Bagdad a la guerra santa.

El odio ideológico, la revancha de los nostálgicos
Pero el no dividir el mundo en fieles e infieles es algo que atañe a la auténtica naturaleza de Occidente y a su concepción de libertad. Llevamos hasta en nuestro ADN de democracia moderna, de civilización “americana”, el discutir si la guerra es o no oportuna. Como explicaba el documento «No a la guerra. Sí a América»: «En EEUU se puede estar en contra de la guerra americana». Laicamente. Entonces, uno se pregunta: ¿por qué tantas críticas, tantos movimientos de oposición a la línea político estratégica de la administración de EEUU? En parte, se trata de la confirmación de la naturaleza de una civilización. Pero, como siempre, hay más. En la oposición a esta guerra ha habido y habrá, en toda Europa, odio ideológico, la revancha de los nostálgicos de un sistema alternativo, revolucionario, que ha fracasado. ¿Tiende Occidente a renegar de sí mismo? Ciertamente. Hay quien ama el cupio dissolvi, quien reacciona a la crisis de fin de siglo desposando, ya fuera de tiempo, la utopía de la redistribución de la riqueza o de las fuentes energéticas (Jeremy Rifkin sostiene, por ejemplo, que la utilización del hidrógeno hará desaparecer las desigualdades en el mundo); hay quien ve en la fuerza del Tercer Mundo, en especial la del árabe, un signo de vitalidad frente a la inevitable corrupción occidental. «Ahora tengo la impresión de que (...) nuestra cultura está a la defensiva frente a las amenazas externas y en concreto frente a la amenaza islámica. De golpe, me siento etnológica y firmemente defensor de mi cultura», ha escrito el gran antropólogo Claude Lévi-Strauss en una frase citada en una nota del libro de Antonio Socci, I nuovi perseguitati, destacada en el prefacio de dicho libro por Ernesto Galli della Logia.

Nada de nuevas cruzadas
Pero, ¡atención!, la aparente “debilidad” occidental, su petición al poder político constituido de libertad para todos (la dulcis libertas, una libertad sin condiciones fue vindicada por los cristianos al emperador tres siglos antes de la existencia de Mahoma) es constitutiva de su radical diversidad. Reclamar una nueva cruzada, la espada contra el islam infiel, es un error no sólo como estrategia política (aunque funcional a la presidencia de George W. Bush), sino también como negación de la identidad occidental, una corrupción fundamentalista de la misma, tan peligrosa o más que el simétrico nihilismo contemporáneo.


Lejos de ser una cruzada. Un ejemplo de EEUU
El Congreso de EEUU ha aprobado una moción que convoca una jornada nacional de ayuno para «reconocer nuestros errores». Extractos del comentario de Ernesto Galli della Loggia y algunos pasajes de la deliberación

Sostener, como han hecho algunos, que estas palabras representan «un llamamiento a la providencia para la victoria sobre el mal» y que «no dejan la menor duda de que la causa del conflicto con Iraq es justa, si no santa» me parece que contrasta clamorosamente tanto con el texto como con la intención identificable de las palabras. Semejante tergiversación expresa hasta qué punto se ha vuelto arduo par los europeos acoger cualquier discurso público de tipo religioso sin ponerlo bajo la sospecha de algún fin político inmediato y parcial. Al haber relegado la religión a la esfera privada, no logramos concebirla como hecho colectivo más que a la manera de un avieso recurso en manos del poder (...).
A diferencia de los europeos, los norteamericanos, lejos de haber expulsado a Dios de su discurso público, lo consideran más bien una fuente de inspiración y un punto esencial de su dimensión social (...). Esto es bien distinto de la seguridad de EEUU de tener a Dios de su parte (...). En las palabras de la Cámara americana resuena con un acento muy particular el eco, sea del dubitativo interrogarse de la conciencia, sea de la constatación de la inevitable decadencia de la naturaleza humana en el error y el mal, de acuerdo con el núcleo más íntimo de la visión cristiana. Sólo asentándose en esta premisa, la esfera del poder y de la política osa dirigirse a la divinidad. Esta esfera no sólo sabe que es distinta de la religiosa, sino que, además, es consciente de su inadecuación esencial respecto a los criterios válidos en la esfera religiosa.
Del Corriere della Sera del 6 de abril de 2003

María Regina Pacis
Laura Cioni

«Todos somos culpables. Todos castigados» Es el último compás, casi gritado por el Príncipe de Verona, al término de Romeo y Julieta en la película de Zeffirelli. Más prudente, el texto de Shakespeare dice: «Algunos serán perdonados, otros castigados».
En todo caso, éste es el sentimiento dominante en muchos desde el comienzo de la guerra, el de una derrota, quizás merecida, (toca a Otros juzgar) de todos: de la ONU, de Europa, aparentemente de la oración de los cristianos y de tantos hombres de buena voluntad, de los soldados caídos, de un régimen en las últimas y de Estados Unidos aislado. También de los pacifistas que inundan las plazas de todo el mundo, río multicolor, como sus diferentes almas.
Quizás precisamente la palabra "paz" constituye el desafío de hoy. Como dice uno de los personajes de la película Las horas, «No se puede hallar la paz retirándose de la vida» y reitera el Papa, concretando aún más, en el Ángelus del 23 de febrero con palabras de gran intensidad humana: «Jamás podremos ser felices los unos contra los otros». Muchos advierten que la batalla por la paz se combate en medio de las cosas de todos los días.
No resulta convincente un pacifismo, que ignora cuánto de guerra hay en el corazón del hombre, cuando repite inconscientemente el grito consciente de Juan Pablo II: «Nunca más la guerra». Porque el Papa sabe a qué precio es posible esto, al precio de la sangre vertida un día lejano a las afueras de Jerusalén y entregada cada día a través de los sacramentos que acompañan desde entonces la historia del hombre. Muchos pacifistas ignoran o fingen desconocer que no es suficiente luchar contra la guerra que siempre hacen los otros, a resguardo en las plazas o en la prisión de la propia inocencia. Otros saben bien que para luchar hay que reconocer en la realidad un pequeño atisbo de cambio, pequeño como una miga de pan, y desde allí lanzar el ataque para que crezca y se afirme en su fuerza pacificadora. Quienes recuerdan las misteriosas palabras de Jesús: «No he venido a traer la paz sino la espada», no pueden contentarse con enarbolar una bandera multicolor al precio exiguo de unos euros y de la propia tranquilidad, aunque es cierto que anda del pobre esfuerzo humano se perderá. Pero es cierto también que hay que hacer más y, a ser posible, en la dirección justa.
La última invocación de las letanías reza a María llamándola "Reina de la paz". Quizás dos versos en latín, intraducibles, ayuden a comprender mejor esta fórmula tan bella y dulce.
Funda nos in pace, Mutans Evae nomen. Fúndanos en la paz, ponnos en paz desde lo hondo de nuestro ser, tú que cambias el nombre de Eva. ¿Cómo? A través de tu respuesta al Ave del ángel, a tu "sí" a la voluntad de Dios.
A través de la obediencia de María se da la vuelta, a la desobediencia de Eva, germen de todas las guerras. A través de María, imagen de la Iglesia, luz de las gentes, comienza la novedad en un mundo aún inmerso en la oscuridad de la rebelión o en la sombra de una búsqueda desconsolada y temerosa.
No temas, María, has hallado gracia ante Dios.
También nosotros podemos no temer cuando hallamos un fundamento, cuando sabemos no sólo a quién podemos dirigirnos con la oración, sino también de quién podemos obtener fuerza para la acción: «Haced todo lo que os diga». Se nos ha dicho que amemos al prójimo como a nosotros mismos, que perdonemos al enemigo.
Tal vez María, imagen de la Iglesia, nos enseñe este amor como nunca bajo la cruz: stabat Mater dolorosa.
Hoy tiempo de tantos dolores, es posible que también a nosotros, indignos como somos, se nos pida imitar este ofrecimiento, par que nuestros días conozcan de nuevo aquella paz que es el primer don de Jesús resuscitado a nosotros, sus hermanos.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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