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Huellas N.3, Marzo 2003

DOCUMENTO

Moisés y el Columbia

Luigi Giussani

Don Luigi Giussani - Corriere della Sera, 9 de febrero de 2003

Estimado director:
Observando las imágenes finales del Columbia, se impone una pregunta: con todo lo que sucede, ¿es justa la vida? Si no respondiésemos, todo acabaría en desesperación, como si la misma tragedia sucediese mil veces al día, dejando a millones de personas sin salida.
Sin embargo, mientras busca una respuesta que defienda la libertad, la bondad o la justicia, el hombre choca con su límite; se ve tan limitado por naturaleza que todo esfuerzo parece inútil, como si fuera imposible llevar a cabo un solo acto libre de injusticia o contradicciones.
Somos todos como Moisés, que acompañó a través del desierto a los suyos; llegó a vislumbrar lo que después se convertiría en el Estado de Israel, sin poder pisar a la Tierra Prometida, pues Dios le había dicho: «Por tu temor, porque no me hiciste justicia, no llegarás a entrar en ella». Fue Josué, en efecto, quien entró con sus tropas para la conquista. Todos estamos como en el umbral de una tierra tan deseada como inalcanzable. Y por ello, quien tiene un aliento de vida se plantea la pregunta acerca de su éxito final.
Sólo la cruz de Cristo puede explicar y dar razón de todo lo que ha sucedido. Su muerte es la respuesta que Dios da a nuestros límites e injusticias. Fallarían las razones, faltaría una explicación adecuada si no existiese Cristo. Él marca la extrema victoria de Dios sobre la realidad humana. Pase lo que pase, la «misericordia» está en el trasfondo de todo lo humano. La misericordia: Dios vence el mal dentro de la historia con el bien, con una positividad que ofrece sentido a todo lo que sucede.
Pero a menudo el hombre no puede comprenderlo. No consigue comprender la única explicación que podría salvar a la historia del yugo del daño y la maldad. Entonces se produce algo increíble, lo más increíble: el hombre pretende juzgar a Dios. Me inquieta pensar en el futuro, en qué puede hacer el hombre si juzga a Dios como injusto por lo que sucede y no logra comprender. El hombre no puede. Para Dios todo es posible (Él es el misterio, y el hombre no puede entrar a menos que Él mismo le abra sus puertas) y quien le juzgase - por pura presunción - sería causa de una verdadera ruina. ¡La tragedia de Jesús fue ésta!
En cambio, la muerte y el destino de Cristo son la resurrección de la vida, la victoria sobre todo mal. Quienes Lo aceptan participan ya de la resurrección. Quienes no Lo aceptan porque no comprenden, destruyen el mundo.
De todas formas, decir que Cristo «ha vencido» es una expresión que nos queda siempre algo extraña. Llegamos a ella como a una salida misteriosa, pues mantiene intacto el misterio según la voluntad del Padre, hasta que Dios mismo se manifieste. Y cuando se revele, será el final, el fin del mundo. Para poder decir «Ha vencido», el hombre debe llevar a cabo una elección, debe dejar que el bien triunfe sobre el mal. Debe elegir el bien, y no insistir en subrayar el mal. ¡Nadie puede negar esto! A priori es justo, no está a nuestra merced, es algo que reconocemos.
En este sentido, la historia de EEUU nos enseña una actitud positiva ante la vida, conocida en todo el mundo. Y también demuestra que la falta de sentido, puede trocarse en un sinfín de rebeliones y masacres.
Dios, el Señor, me hace alcanzar una certeza de fe: su amistad conmigo, su amistad con el hombre, no vacila ante nada (desde los comienzos Dios entabló su relación con la tierra eligiendo un pueblo, una nación predilecta, para llevar al mundo entero hacia un cumplimiento que de otra manera no hubiera tenido jamás). Pensar en que Jesús, poco antes de morir, llamó «amigo» a Judas, a quien le traicionaba, es algo de otro mundo. Dice el Salmo 117: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna Su misericordia». Es algo de otro mundo. En estos días, recordaba el diálogo de Maximiliano Kolbe con el oficial alemán: «Tú tienes que matar a diez personas. Yo quiero sustituir a uno que es padre de familia...». Y el alemán aceptó. Si Hitler hubiese presenciado ese ofrecimiento, ciertamente no habría premiado a ese oficial, pues secundó una justicia que no era la suya. Aceptando el intercambio, expresó el sentimiento natural de un hombre que podía tener hijos al igual que el condenado. La Iglesia ha hecho santo al padre Kolbe porque fue justo ante Dios. Lo mismo que la Virgen, vértice para mí de esa evolución del yo humano que se llama santidad. Frente a cualquier desastre o límite, un hombre puede afirmar con seguridad que la vida es justa porque se dirige, misteriosamente pero con certeza, hacia su destino bueno.



Dos exponentes de la cultura y del pensamiento español comentan el artículo de don Giussani. Nos brindan la oportunidad de profundizar en su reflexión en este momento dramático que nos llama personal y socialmente a "una grave responsabilidad"

El sentido profético
Aunque tiendo a ser prudente en el uso de determinadas palabras, no pude evitar el pensar, a la mitad del artículo Moisés y el Columbia, sobre su sentido profético en su doble acepción de anticipar el futuro y proclamar la justicia. Nuestra época, como con precisión - y por tanto brevedad - apunta Giussani, presenta una deriva hacia esa situación increíble donde «el hombre pretende juzgar a Dios», más todavía, en ese absurdo juicio, porque Él le abra sus puertas», el hombre de nuestro tiempo, en gran medida el hombre europeo, pretende razonar su increencia. Ese es un signo que crece en nuestra época, el del juicio a Dios. Esta dimensión personal y social es una de las que debe asumir con coherencia el nuevo afrontamiento cristiano. La afirmación de esa realidad sobre el juicio a Dios que expresa Giussani la contrapone con el sentido de la muerte y resurrección de Jesucristo, que nos señala que «frente a cualquier desastre o límite, un hombre puede afirmar con seguridad que la vida es justa porque se dirige misteriosamente, pero con certeza, hacia su destino bueno». En la medida que los cristianos sepamos ser con la expresión cotidiana, con nuestros actos y palabras, de ese sentido que declara Giussani, seremos capaces de transformar el mundo en el camino de «la victoria sobre todo mal».
Josep Miró

El Columbia y la compañía buscada
La conquista del espacio es -quizás como ninguna otra- una empresa que hace sentirse a la humanidad orgullosa de sí misma. El ser humano ha abandonado su medio natural, nuestro pequeño planeta, para adentrarse en un universo sin límites. Tal vez le mueva, a estas alturas, el secreto anhelo de encontrar compañía en este vastísimo y oscuro mundo de los mundos, donde ni siquiera la materia aparece segura de sí misma. ¿Estamos solos en el universo? ¿Tendrá nuestra existencia un futuro semejante al de la energía, tragada en "agujeros negros" por no se sabe qué punto de fuga que oculta su voracidad en las tinieblas?
No son pocos hoy, en nuestra cultura moderna/postmoderna, quienes han confiado a los ingenios espaciales una eventual respuesta a preguntas como estas. Mientras tanto, han renunciado a todo intento sostenido y serio de hallar pro sí y para sí mismos una salida en el corto espacio de sus vidas, por lo general, adormecidas, cuando no narcotizadas, por otros beneficios de la técnica, más interplanetarios y domésticos.
La lluvia de chatarras y de restos humanos calcinados con la que el Columbia ha rociado a media América ¿tendrá acaso la virtualidad de sacudir a las conciencias desertoras de sí mismas? ¿Será capaz de orientar las preguntas por el sentido de la vida hacia el lugar del que esperar con tino y para ahora la respuesta? Yo no lo creo. Al menos, de modo general, no. Para ello es más bien necesaria - como afirma don Giussani - una elección. Precisamente aquella que viene suscitada por una compañía que no es necesario ir a buscar en los fríos espacios siderales: la que ofrece, en nuestra tierra, en carne y sangre nuestra, y en el lenguaje "precientífico" y nada técnico de los mártires, el mismo Señor del universo.
Juan Antonio Martínez Camino

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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