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Huellas N.11, Diciembre 2000

CIENCIA

Otra historia de “fresas”

Daniele Bassi y Piero Morandini*

De las primeras intervenciones del hombre sobre la naturaleza a los alimentos transgénicos, las nuevas tecnologías provocan debate, aunque secundan una actitud natural: la mejora de la vida


A todos nos gustan las fresas, y a los niños en especial. Sobre todo las fresas del bosque, tomadas maduras y todavía calientes por el sol, con su perfume y sabor. A todos nos gusta recoger algunas de ellas cuando paseamos por el bosque. No es difícil imaginar lo que experimentaría el hombre primitivo que las probó por primera vez: pasado probablemente el miedo de que fuesen venenosas (como sabía que lo eran muchos frutos), se alegraría de haber encontrado otra fuente de alimento bueno y sabroso. ¡Es una lástima que costara tanto recoger unas pocas! Además la estación de las fresas era corta y en aquellos tiempos la comida escaseaba siempre. En cualquier caso, a pesar de todos los problemas, la conclusión (parafraseando el Génesis, que no se había escrito todavía) era una sola: «...y vio que era bueno». Su hijo, después de haber experimentado también él su bondad, comenzó a pensar cómo llevar algunas plantas cerca de su caverna, de forma que no tuviera que hacer cada vez una larga caminata para tomarlas, y así lo hizo. Después se dio cuenta de que si hacía mucho calor podía obtener fresas abundantes regando la planta de vez en cuando, o bien que hacía falta quitar los hierbajos para evitar que sofocasen a las plantas de las fresas. Sucesivamente vio que era bueno abonar el terreno para mantener la producción, elegir el terreno adecuado para protegerlas del frío, construir un recinto para defender plantas y frutos de los animales que apreciaban al igual que él las fresas... en definitiva, había nacido la agricultura. Lo hizo todo sobre una sólida base experimental, avanzando a fuerza de intentos y errores: podía ver año tras años si las mejoras eran sensatas o no. Es cierto que nada era perfecto y que bastaba una enfermedad o una plaga de langostas para arruinar la cosecha pero, pensándolo bien, la vida estaba suspendida al filo del misterio que envolvía todo. El hombre no hizo sino obedecer a este instinto de supervivencia, y lo hizo usando la inteligencia. No fue algo automático. Debía transmitir los conocimientos adquiridos a sus hijos, pues de otra forma se perderían. Estos conocimientos no estaban escritos en el ADN.

Acto segundo
La continuación de esta historia coincidió con un salto cualitativo, tanto conceptual como alimentario. El hombre se dio cuenta enseguida de que, escogiendo cada vez las semillas o los frutos más grandes, podía lentamente (con el pasar de las generaciones) obtener plantas que producían realmente semillas o frutos más grandes, y esto comportaba dos consecuencias: en primer lugar, se dio cuenta de que ciertos caracteres eran transmisibles a la progenie y, en segundo lugar, que una cierta variabilidad en la naturaleza estaba a disposición de su inteligencia para mejorar las características del alimento. Mejorar en este caso significa seguramente algo “innatural” - si admitimos que el hombre no forma parte de la naturaleza, como tanta cultura ecologista sostiene -, visto que tal mejora tiene como fin el hombre y sus necesidades, mientras que la naturaleza (siempre considerada como entidad totalmente distinta del hombre) no tiene necesidades y no va “naturalmente” en la dirección en la que el hombre a menudo desea, como experimenta cualquier campesino u horticultor.
De cualquier forma que se juzgue, este salto cualitativo comporta una complicación del proceso y por tanto una exigencia de mayor atención e inteligencia por parte del hombre. La selección, por ejemplo, de variedades que produzcan frutos de mayores dimensiones o bien con sabores más apetecibles, implica casi inexorablemente una mayor sensibilidad a parásitos y un menor vigor con respecto a las plantas silvestres. Esto significa que el hombre ha tenido que aprender a defender y cuidar los cultivos, por ejemplo, preparando antes bien la tierra o eliminando los insectos que de ellos se alimentaban. Era una inversión de fuerzas y tiempo que, sin embargo, como cualquier inversión, se hace cuando se obtiene algo a cambio, es decir, un alimento de mejor calidad, más abundante o bien un abastecimiento más constante.

Un paso más
Con los descubrimientos de Mendel y, algo más tarde, la llegada de la genética formal, el proceso sufrió una aceleración. Los investigadores podían disponer de un potente marco para interpretar los datos, formular nuevas hipótesis y proponer experimentos. Comenzaron así las primeras aplicaciones a las especies agrarias: variantes naturales que surgían espontáneamente eran estudiadas y aprovechadas. Surgió la figura del breeder (obtentor), es decir, de aquel que “creaba” variedades que presentasen características nuevas o bien combinaciones de características ya conocidas pero no presentes a la vez en la misma planta. Clásico producto de esta actitud son los híbridos que a menudo presentan un vigor y una productividad mucho mayor que las parentales: el maíz híbrido llega a producir fácilmente 120-150 quintales por hectárea frente a los 20 de los tipos utilizados por nuestros abuelos.
Surgió así de forma espontánea el preguntarse si había que esperar siempre a que la naturaleza produjese una mutación útil (resistencia a un parásito, reducción del contenido de compuestos tóxicos, mejora de la calidad...) sobre la que trabajar. Se experimentaron distintas formas de obtener mutaciones y crear de ese modo una variabilidad para poner a disposición del breeder. Se emplearon para esta finalidad rayos x, rayos gamma, neutrones lentos y mutágenos químicos (ver glosario) que, junto a otras técnicas (totalmente “innaturales”), permitieron el desarrollo de nuevas variedades. A los breeder y a estas técnicas (además de a la mecanización y al uso de pesticidas y abonos) se debe buena parte de la llamada “revolución verde”. En la práctica esto conlleva un aumento de la producción agrícola, incluso con una reducción sensible de la superficie cultivada, de forma que muchas naciones, antes importadoras por ejemplo de cereales, se han convertido en autosuficientes (como Méjico e India) y esto a pesar del aumento de su población.
En este punto era y es todavía evidente que los cultivos dependen en gran medida de la intervención humana y del uso de múltiples productos (abonos, herbicidas, insecticidas...) en las distintas fases del crecimiento, producción y distribución. ¿Cómo invertir esta tendencia? ¿Cómo hacer de manera que la planta se defienda por sí misma sin requerir siempre la intervención humana?

Nuevos instrumentos
La obra de los breeder representa una nueva “creación”, ya que las variedades producidas por ellos no existían con anterioridad en la naturaleza. La ingeniería genética representa, en el contexto de esa obra creadora, un instrumento veloz, eficaz y preciso si se compara con las técnicas tradicionales, en las que los métodos son toscos y los tiempos largos. Representa, en definitiva, un ulterior salto cualitativo desde el punto de vista de la técnica, siempre en el surco de la tradición. Con las técnicas tradicionales, cuando una planta cultivada que muestra una buena productividad en un determinado ambiente (como un cereal en la llanura padana) parece sucumbir ante una nueva forma más virulenta de un parásito (un hongo), se buscan en las variedades similares o en las especies afines factores de resistencia. Después comienza un largo proceso de cruzamiento y selección, repetido quizá muchas veces, para obtener una variedad resistente, que sea también válida desde el punto de vista agrícola, al menos lo mismo que la variedad original. Mezclando decenas de miles de genes a través del cruzamiento de dos especies, no siempre es posible obtener una “combinación” adecuada que presente todos los genes que concurren para determinar una buena productividad y la resistencia al parásito.
La ingeniería genética permite, en cambio, individuar el gen para la resistencia a un cierto parásito y después sacarlo de otro organismo (a menudo de otras plantas, pero también de organismos muy distintos, como las bacterias) para introducirlo de forma controlada en la variedad sensible a ese parásito. De esta forma no sólo la planta será resistente, sino también su progenie y así el problema de combatir el parásito se ha transferido del hombre a la planta. Un ejemplo típico es el algodón que, en la práctica usual, requiere una decena de tratamientos con pesticidas, mientras que con la utilización de plantas transgénicas requiere sólo uno o dos. Muchos otros tipos de plantas transgénicas son posibles y están hoy disponibles (en Europa se permite su uso en la industria alimentaria, pero no el cultivo), plantas que presentan características como resistencia a insectos o a herbicidas, como el maíz o la soja, respectivamente; en el futuro próximo estarán disponibles plantas capaces de producir vacunas o caracterizadas por un mayor valor nutricional.
Las especies vegetales transgénicas no son más peligrosas para el hombre y para el medio ambiente que las demás especies creadas con técnicas tradicionales o incluso que las plantas silvestres. A pesar de esto, existe una oposición ideológica fortísima que considera cualquier actitud humana tendente a modificar genéticamente las especies existentes como intrínsecamente perversa, incapaz de producir cosas buenas para el hombre y dañina para la “naturaleza”. Esta oposición atribuye a las variedades “naturales” y a los productos de ellas derivados un carácter de bondad y de plena compatibilidad con los hombres y con la naturaleza: en la práctica sería esencial, según tal ideología, sustraerse ellos mismos (y el medio ambiente) a cualquier influencia química o genética que el hombre “innaturalmente” introduce en el ambiente y en la alimentación.

Una actitud humana (y una que no lo es)
Sin embargo, la actitud de combatir las adversidades y mejorar los vegetales para no desperdiciar trabajo, tiempo e inversiones y para asegurar la supervivencia es plenamente humana y encuentra sus raíces, aunque lejanas, en aquel hombre primitivo que abonaba las fresas, las regaba en tiempo de sequía, eliminaba las hierbas y mataba a los parásitos. Volver a proponer esta actitud como principio sacrosanto significa afirmar la supremacía del hombre sobre el resto de lo creado, aún reconociendo que en todo progreso los errores son posibles, precisamente porque avanzamos por lo desconocido y nos topamos con lo imprevisto. Negarlo en favor de un principio de supremacía de procesos considerados “naturales” equivale a negar toda la tradición de “transformación” de la naturaleza que ha acompañado el desarrollo de la civilización, es decir, del hombre como ser consciente.
¿Por qué, entonces, tanta gente se opone a esta nueva tecnología en cuanto tal? La respuesta simple es que muchos de los opositores son ignorantes en la materia (es decir, en técnicas de mejora vegetal y en genética molecular) y por eso tienen miedo a algo que desconocen. La respuesta política, pero políticamente no correcta, es que muchos movimientos ecologistas buscan argumentos sobre los que catalizar el consenso (que han perdido desde hace tiempo) sin siquiera verificar si las razones de su oposición están fundadas. Argumentos como las biotecnologías, que resultan de no fácil comprensión para el gran público y que aparentemente afectan a cuestiones como la clonación humana, aunque en realidad no tengan nada que ver, se prestan estupendamente a esta finalidad. Si después su oposición a tal tecnología comporta un daño para el medio ambiente con relación a las técnicas actuales, o si su actitud equivale a una nueva forma de colonialismo (impidiendo el desarrollo y la exportación a los países en vías de desarrollo de estas nuevas tecnologías), esto no hace vacilar su certeza granítica de combatir una batalla justa para salvar la Tierra.
Ante sus objeciones se podría responder con sólidas exposiciones, pero haría falta otro artículo. Basten dos simples hechos para convencer de la mayor sensatez de la nueva tecnología: hoy se cultivan en el mundo (en concreto en EEUU, Canadá, Argentina y China), excluyendo el año en curso, cerca de 80 millones de hectáreas con plantas transgénicas como algodón, maíz, soja, tabaco (para entendernos, es el equivalente a un cuadrado de 900 Km de lado) sin que se hayan registrado intoxicaciones alimentarias, reacciones alérgicas o bien problemas relacionados con la “contaminación genética” de plantas silvestres. Hay que tener en cuenta, además, que los métodos “tradicionales” de cultivo no están exentos de problemas: cada año cerca de 100.000 trabajadores agrícolas sufren intoxicaciones al manejar grandes cantidades de pesticidas, necesarias para proteger los cultivos. Tampoco está exenta de problemas la vuelta a técnicas “naturales” de cultivo y producción de alimentos, pudiendo causar intoxicaciones alimentarias graves a causa de microorganismos que pueden desarrollarse en los productos vegetales ante la falta de productos antiparasitarios adecuados o por la utilización de fertilizantes naturales contaminados (como el estiércol).
También habría mucho que decir acerca de los motivos que empujan a los movimientos ecologistas a la utilización ideológica de esta campaña en contra de los alimentos obtenidos de plantas transgénicas, pero, de nuevo, un solo ejemplo puede transmitir el sentido del discurso: una cultura que admite o auspicia una experimentación en el hombre, como en el caso de las biotecnologías médicas, que sostiene el aborto como forma de control de la natalidad o que promueve movimientos en favor de la eutanasia, mientras defiende los árboles centenarios y los animales salvajes y pide una moratoria para la experimentación en plantas transgénicas (o también el cese de cualquier actividad de mejora genética), ¿no hace pensar en una especie de neo-paganismo con la Naturaleza en el centro y el hombre reducido a “incidente” que turbaría sus ritmos inmaculados?
*Profesores del Curso de Licenciatura “Biotecnologías Agrarias” (Universidad Estatal de Milán)

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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