Una de las mentes más sagaces de este siglo. Considerado como uno de los grandes destructores de la metafísica, parece ser que su punto de comparación fue el cristianismo católico: «¿Un acontecimiento real en la vida del hombre?»
«Pienso que el cristianismo no es una doctrina, ni una teoría del pasado o del futuro del alma humana, sino la descripción de un acontecimiento real en la vida del hombre». Esta fulminante observación escrita en 1937 y hallada entre las anotaciones personales de Ludwig Wittgenstein, uno de los mayores filósofos del siglo XX, es un ejemplo evidente de que la inteligencia humana, si se utiliza en consonancia con su naturaleza, no sólo no se opone a la fe, sino que llega a contemplar su posibilidad.
Wittgenstein fue sin duda una de las mentes más sagaces, poderosas e inconformistas del siglo. Toda historia de la filosofía que se precie lo considera uno de los grandes “destructores de la metafísica”. En vida sólo publicó un libro, el Tractatus lógico-philosophicus, obra en la que se proponía decir todo (y sólo) cuanto puede decir la filosofía. El pensador austríaco calla deliberadamente todo lo referente a la religión y, más en general, al mundo de los valores. Por medio de un discurso lógico casi perfecto, traza una línea divisoria más allá de la cual al discurso humano le está prohibido aventurarse. «La ética - escribe Wittgenstein, incluyendo en ella también la esfera de la experiencia religiosa - no se deja formular». Pertenece al silencio.
Hasta aquí lo que sabíamos de Wittgenstein, el crítico implacable de todo discurso espiritualista, el neopositivista lógico que prohíbe las charlas sin sentido acerca de la religión. Pero en estos últimos años, paulatinamente se están publicando los diarios y cuadernos donde anotaba en las mismas páginas sucesivas observaciones filosóficas y particulares de su vida privada, amistades, afectos, opiniones sobre conciertos de Brahms y Beethoven y soluciones de terribles problemas de matemáticas. En ellos se descubre que Wittgenstein no sólo no fue el inventor de una “filosofía-policía”, empleada a fondo en marcar los límites entre razón y religión, sino que su elaborado pensamiento filosófico fue constantemente, de modo casi obsesivo, movido y sostenido precisamente por interrogantes existenciales. Y bien explícitos.
Michele Ranchetti, responsable de una bella edición de sus Diarios publicada el año pasado en Italia (Movimenti del pensiero) observa justamente que el modo de filosofar de Wittgenstein es el «perenne examen de conciencia de quien - como él mismo dice - no puede evitar ver todos los problemas desde un punto de vista religioso». Todos los problemas: es bien sabido que Wittgenstein nunca utilizaba una palabra por casualidad. Así que sólo ahora nos damos cuenta de que muchos de sus mediocres continuadores, para apartar de la filosofía cualquier cuestión referente al sentido, han utilizado precisamente a un pensador que por el contrario se adentró en el “infernal” mundo de la lógica - así lo definía - siempre a partir de interrogantes metafísicos. Mejor dicho y para ser más exactos, a partir de un “cuerpo a cuerpo” con el cristianismo y con la misma figura de Jesús que duró toda la vida.
Naturalmente, esto no significa que Wittgenstein fuera cristiano: era judío, si bien - con un fuerte sentimiento de culpa - trató de ocultarlo durante mucho tiempo, en unos años en los que el antisemitismo se difundía por doquier. Una parte de su familia era cercana a la cultura alemana protestante, a su culto al trabajo, a una concepción intimista y moralista del cristianismo. Sin embargo, su punto de comparación intelectual y ético fue, al parecer, el cristianismo católico. Sustancialmente nunca abrazó la fe («todo - escribe en una carta de 1920 a su amigo Paul Engelmann - se deriva naturalmente del hecho de que yo no tengo fe»), tal vez tampoco la encontró en ninguna personalidad de relieve - aunque sus biografías cuentan que hubo un periodo en el que pensó entrar en un convento -, pero siempre señalaba como piedra de escándalo de todo pensamiento, no sólo del suyo, la figura de Cristo. Tuvo al respecto algunas intuiciones de tal calado y claridad que dejan sin aliento, y que sólo el genio puede haber aferrado por una vía tan breve y directa.
Lo muestran tanto las anotaciones publicadas en los Pensieri diversi (Adelphi, 1980), como los Diari segreti (Laterza, 1987), o los Movimenti del pensiero (Quodlibet, 1999), que es el único diario de Wittgenstein que se ha publicado tal y como fue redactado. Leyéndolos, se advierte con claridad cómo bajo la potencia especulativa del Wittgenstein “lógico”, fundada sobre una estima profunda de la razón humana y sobre una lealtad intelectual con pocos parangones en la historia de la filosofía, se observa continuamente el empuje de interrogantes morales, que - según su tesis de fondo - en una obra filosófica deben ser acallados. No reprimidos, sino expresados en la acción y no en un discurso.
Wittgenstein, que en filosofía es sustancialmente un spinozista - por lo cual está lejos de una teología cristiana - se revela en sus apuntes personales como alguien bien distinto. Es evidente el fondo judío de su formación, que le lleva a una comparación continua con Dios entendido como persona, árbitro último de la vida humana, hasta el detalle. Leyendo las notas del soldado que se encuentra en peligro de muerte durante la Primera Guerra mundial, en el frente polaco, causan asombro sus espontáneas y continuas invocaciones: «Soy un infeliz desgraciado: ¡que Dios me libere y me conceda paz!» (Diari segreti). «Soy débil, pero Él hasta ahora me ha ahorrado grandes fatigas. Dios sea alabado eternamente, amén». Pero no sólo la guerra y el miedo suscitan en él estas palabras, pues años después, a la vuelta de un periodo de soledad en Noruega, le contó a su alumno Drury que no había escrito nada filosóficamente válido, sino que «había empleado su tiempo en la oración». Y son lapidarias algunas observaciones como ésta: «Ciertamente, el cristianismo es el único camino seguro para la felicidad».
Pero no nos engañemos: no es una certeza completa - sobre la cual se interrogará justo en los últimos años de su vida -, no es la fe lo que le orienta hacia el cristianismo. Es más bien una lealtad de fondo con los datos de la experiencia, que Wittgenstein entiende sobre todo como “experiencia lingüística”. Es espléndido, y revela exactamente su modo de proceder, este pensamiento del análisis del lenguaje: «No hay nadie aquí: y, sin embargo, hablo, agradezco y pido. Pero este hablar, y agradecer, y pedir, ¿son un error? Más bien diría que esto es lo maravilloso». Wittgenstein aparece en este sentido como un extraño tipo de filósofo realista: un realista “del signo” - podríamos decir - y no “de la cosa”.
También se aproxima al cristianismo como a un dato de la experiencia lingüística que no se puede aniquilar fácilmente: «Como el insecto revolotea en torno a la luz - escribe - lo hago yo en torno al Nuevo Testamento». «No entiendo demasiado lo esencial. Pero mucho sí». Efectivamente, algunas de sus intuiciones sorprenden por su exactitud, que a menudo no se encontraba en los textos catequéticos de entonces. Se podría decir que Wittgenstein no tenía fe, pero intuía bastante bien en qué consistía: «Necesito certeza -no sabiduría, sueños o especulaciones - y esta certeza es la fe. Y la fe es fe en lo que necesita mi corazón, mi alma, no mi intelecto especulativo. Porque es mi alma, con sus pasiones, casi con su carne y con su sangre, la que debe ser redimida, no mi espíritu abstracto».
El cristianismo - dice Wittgenstein - no es una doctrina. No es una idea o una palabra escrita lo que podrá salvar al hombre: «La Biblia no es otra cosa que un libro que tengo delante. (...) Este documento no puede, en sí, “ligarme” a ninguna fe, a las doctrinas que contiene - tan poco como cualquier otro documento que me cayera entre manos. Si debo creer en tales doctrinas no es porque me cuentan esto y no esto otro. Éstas deben resultarme evidentes: y con eso entiendo, no sólo enseñanzas de ética, sino más bien enseñanzas históricas».
El adjetivo “histórico” aquí indica exactamente la extensión en el tiempo de la categoría de “acontecimiento” que el texto elegido para el cartel de esta Navidad explícita con más claridad. El verdadero motivo de adhesión al cristianismo no son las palabras escuchadas en una iglesia: «la predicación puede ser una condición preliminar de la fe, pero a través de lo que viene de ella, no puede pretender poner en marcha la fe. La fe comienza con la fe. Se debe comenzar con la fe; de las palabras no deriva ninguna fe».
Wittgenstein, con la fuerza del razonamiento lógico, se da cuenta de que creer es algo originario, un primum que va más allá de la lógica pero que no la contradice de ningún modo. Ello depende de un hecho y de las consiguientes posiciones que el hombre asume frente al mismo.
La precisión de estos juicios es impresionante, y el filósofo es tan leal que se da cuenta - y lo escribe - de que «todo esto no es naturalmente el cristianismo»; que su inteligencia y su gran fuerza moral no lo han convertido de ningún modo: «Este tender al absoluto (...) me parece algo espléndido, sublime, pero yo mismo dirijo mi mirada a las cosas terrenas; a menos que “Dios” me “visite”». Wittgenstein no concibe la experiencia religiosa como el resultado de un esfuerzo ético, sino exactamente como un acontecimiento - como señala el texto del cartel de Navidad - del cual se derivan consecuencias personales (morales) y colectivas (históricas) que el hombre no puede calcular en absoluto: «Está claro también - escribe - que esta fe es una gracia»
Así, en un momento determinado, entra en juego un factor externo, gratuito. Filosofar, en este plano, sirve para poco; no es un Tratado lo que resolverá nuestra existencia. Wittgenstein lo escribe con claridad extrema, como es su estilo: «Si tú no estás dispuesto a sacrificar tu trabajo por algo aún más grande, no serás bendecido en modo alguno. Porque el trabajo obtiene su grandeza del hecho de que tú lo pongas a la verdadera altura en relación con el ideal».
Wittgenstein advierte - de modo distinto a lo que indicaba la mentalidad del ambiente en que creció - de que no es un esfuerzo lo que salva al hombre. En primer lugar, sabe que no es capaz («Conócete a ti mismo, y verás que eres ahora y siempre un pobre pecador»), y que, además, en cualquier caso, sería insuficiente. Más bien busca refugio - un poco como Franz Kafka - en lo que él considera una ética, pero que podríamos definir también como una “posición humana”, una disposición recta, que no garantiza la salvación pero la invoca («Yo soy como un mendigo»).
Hay en los Diari una frase que tal vez resume de forma casi profética el sentido de esta reflexión sobre el cristianismo, más allá de su propia autoconciencia, como un evento del espíritu todavía indescifrable; una frase que también podemos leer, en el cierre del siglo, como un alegato anti-nietzschiano, como lo opuesto a la “Muerte de Dios” proclamada por el filósofo de Rocken: «En la civilización metropolitana - se lee en Movimenti del pensiero - el espíritu sólo puede quedarse arrinconado. Pero no es en modo alguno algo vetusto o superfluo, sino que como un (eterno) testigo se mantiene suspendido sobre los escombros de la cultura, casi como vengador de Dios. Como si esperase una nueva encarnación».
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