La homilía de Monseñor Angelo Scola, obispo de Grosseto, durante la celebración en el entierro de Emilia Cesana. Carate Brianza, 4 de noviembre de 2000
«No se turbe vuestro corazón». ¿Quién puede atreverse a decir: «no se turbe vuestro corazón» frente a un drama tan radical como la pérdida repentina de un rostro tan querido, no sólo para Giancarlo, Giovanni, Francesca, Caterina, para sus hermanos y familiares, sino también para miles de personas, como vuestra presencia aquí testimonia ahora? Nuestro corazón está más que turbado, está al borde de la angustia ante una vida que parece acabar en la nada.
Sin embargo, queridos amigos, la Iglesia - la Iglesia nuestra madre, la Iglesia que nosotros aquí sensiblemente manifestamos y que percibimos de forma tangible - aplica a la partida de nuestra queridísima Emilia esta invitación dirigida a nuestro corazón dolorido: «No se turbe vuestro corazón». En el caso de Emilia es literal lo que el Evangelio de San Juan añade: «No se turbe vuestro corazón y tened fe porque en la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho. Voy a prepararos un lugar y después volveré y os tomaré conmigo para que donde esté yo estéis también vosotros».
Con gran temor y temblor, la Iglesia, nuestra Madre, nos ampara en este momento. Sostiene, sobre todo, a su marido, a sus hijos, a familiares y amigos, nos sostiene al enfrentarnos con el aguijón de la muerte a través de esta dulcísima experiencia de compañía. Para ella Jesús ha vuelto, ha vuelto realmente para llevarla consigo. Y nuestra libertad, que es como el vértice que sintetiza todos los factores que constituyen nuestro pobre y gran “yo”, en este momento se ve conducida de nuevo al umbral del Misterio. Un umbral cargado de lucha, de confrontación con una muerte tan aparentemente atroz e injusta. Este tránsito ha irrumpido en un momento de serenidad y de abandono, en la celebración del vigésimo quinto aniversario de una boda que tuvo lugar precisamente aquí. La libertad de cada uno de nosotros se enfrenta con una pugna. Ante a la afirmación de Jesús «No se turbe vuestro corazón», que la Iglesia nos recuerda porque «adonde Yo voy sabéis el camino», con Tomás nuestra libertad dice: «Señor, no sabemos a dónde vas... [¿quién de nosotros conoce la muerte?], ¿cómo podemos saber el camino?». ¿Cómo podemos conocer el camino frente a una experiencia tan inaudita, del todo inaccesible, hasta que, igual que Emilia, tengamos que pasar concretamente a través de ella?
He aquí la respuesta de Jesús, de Él que ha venido para llevarla consigo: «Yo soy el camino». Yo soy el camino: Jesús lleva el reto a la muerte en la relación de persona a persona, de experiencia a experiencia. Y entonces, en la confrontación, en el abrazo, en el acompañamiento de Jesús a nuestra querida Emilia hacia la casa del Padre, como nos enseña la Iglesia, la muerte se presenta ante nosotros con el rostro misterioso del verdadero nacimiento, de la relación con Cristo tan deseada, definitiva y vital. ¡Justo lo contrario de que todo acabe en la nada!
He aquí por qué la segunda lectura proclama con fuerza: «somos más que vencedores», más que vencedores. Nuestro querido padre y amigo, don Giussani, ha trazado la figura de Emilia como una mujer sabia, ardiente e intensamente silenciosa. Es realmente una descripción sintética de ese rostro tan familiar para muchos de nosotros, tan delicado, tan aparentemente reservado y casi casi distante; y a su vez, tan apasionado al participar en la verdad de la tarea de su marido, en la verdad del quehacer de todos los que encontraba, como los chicos a los que siempre ha ayudado en su familia y, en los últimos tiempos, a través de la obra creada por ella, In-presa. Era como un catalizador - me dijo anoche monseñor Giussani -, es decir, un factor que aparentemente no entraba en la fusión entre los elementos, entre las circunstancias y las situaciones que la rodeaban, pero que, en realidad, permitía una nueva síntesis y abría, poco a poco, nuevas posibilidades, horizontes y espacios, planteando con verdad preguntas auténticas, siempre pertinentes.
Hace unas semanas me escribía, entre otras cosas, estas tres frases que quiero leer para testimoniar que realmente somos más que vencedores, incluso frente a esta trágica muerte: «La energía para estar, para estar aquí y ahora es ver que siempre recibes una gracia, instante tras instante, tal vez sin hacer nada». Fue la prenda del encuentro con Cristo que ahora vive y experimenta de manera plena. Y añadía: «Imaginar cómo podrían ser las cosas es lo que mata la experiencia». Esta afirmación entraña toda su ardiente sabiduría. Porque la continua huida hacia adelante, a la que nos empuja la ansiedad, nos saca del instante, nos impide ser puro don de la Presencia de Aquel que es el hacedor de todo. Y realmente mata la experiencia, es decir, anula la posibilidad de gozar del instante que es el lugar del encuentro amoroso con Cristo. Un encuentro que nos lleva lentamente a entrever el rostro del Padre, nos mantiene en la vida y nos atrae hacia sí: porque Emilia no se ha ido hacia la nada, sino hacia el Padre, hacia una relación de plenitud que recupera e ilumina el valor de toda su vida. Añadía una cita de santa Teresita, de la que era muy devota y cuya autobiografía releía con frecuencia. Después de un disgusto, Teresita le dice a una hermana: «Necesito un alimento para el alma: léame la vida de algún santo para ver un ejemplo de humildad».
Ante tal autoconciencia entendemos el calado de la primera lectura: «La venerada vejez no es la longevidad, ni se calcula por el número de los años, sino por la sabiduría del corazón». Por eso Dios a los que quiere los lleva consigo al lugar definitivo y, desde allí, ellos continúan su acción sin descanso.
Queridos amigos, ¿qué significa para nosotros que seguimos en la prueba y en la aflicción de esta dolorosa separación decir: «No se turbe vuestro corazón», «Somos más que vencedores»? ¿De qué sirve reconocer que una persona, arrancada en la plenitud de la vida, no se pierde como no se pierde nada de su vida, si no somos conscientes de que realmente - como rezará en seguida un bellísimo Prefacio - por el poder del Resucitado «el Padre infunde en nosotros un destino eterno y beato y lo infunde también a nuestro cuerpo mortal»? La vida de Emilia, ahora, como nuestra vida en la fe, está ya dentro de la perspectiva de la resurrección (la suya todavía más). Y, como dice san Pablo, a nuestros ojos está como «escondida con Cristo en Dios», pero ya obra según la poderosa novedad de un “yo” resucitado en su integridad, de un “yo” resucitado en alma y cuerpo.
Por su fe y por la nuestra, llenos de santa esperanza - nos recuerda el Cardenal - confiamos a Emilia a los brazos del Padre, ciertos de que permanece entre nosotros. Estoy seguro de que quien más la ha amado y sigue amándola enseguida empezará a percibir su nueva forma de estar presente y su generosa entrega. Que para los que continuamos aquí esa entrega y el ofrecimiento último de sí, que es la muerte en Jesús, el Señor, se convierta en el sentido adecuado de nuestra vida como un don de gracia. Que se convierta efectivamente en ese sentido adecuado de la vida que es la espera, espera del cumplimiento al que todos estamos llamados y que no nos separa ni un ápice de la realidad; más bien nos hace penetrar en sus entrañas, hasta sus cimientos.
¡Cuál será el contenido de una espera que nace de la entrega redentora que nos enseñan los seres queridos que nos han precedido en la otra orilla? Pienso en nuestros familiares, en nuestros amigos, y en lo que ha supuesto para muchos de nosotros la figura de Enzo Piccinini (¡cuánto tienen en común estas dos muertes, no sólo por su modalidad sino por su entrega firme y autoconsciente!). La Iglesia, la compañía, la fraternidad, la amistad que vivimos pueden encontrar en la tarea de la misión una forma implorante de espera que nos une con seriedad unos a otros. Y nos une precisamente para que se afirme el misterio de la comunión con Cristo, corazón recóndito del mundo y de su Iglesia y primicia del Paraíso.
Deseamos de todo corazón este consuelo para Giancarlo. Que se recupere pronto para que pueda emprender de nuevo su entrega radical. Consuelo para sus hijos, sus familiares, los miembros de la comunidad diocesana, los que trabajan con ellos y para todos nosotros, amigos suyos: para que su ofrenda, tras la estela de la entrega del Cuerpo virginal de Cristo destinado a la resurrección, no sea vana.
Demos, por tanto, en medio del dolor, nuestro “sí” a esta victoria. Nos atrevemos a llamarla así porque el Autor de la vida nos ha precedido en este trance para que nuestra realización pudiese culminar. Emilia ahora - lo creemos con esperanza cierta - intercede verdaderamente por nosotros ante el Padre. Amén.
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