InPresa, Fraternidad, Mater vitae, familia. La vida de Emilia fue un «catalizador» de nuevas posibilidades, horizontes y espacios valorando sin límites todo y a todos
Todos los pueblos son un poco Nazaret, o Belén, o Cafarnaún, si son visitados por Dios. También Carate, minúscula población en medio de la Brianza.
Allí se encuentra InPresa, donde siete u ocho chicos, dos chicas, un licenciado y un profesor casado y con hijos asisten a una especie de reunión llamada raggio. Han pasado una decena de días desde la muerte de Emilia, mujer de Giancarlo (con-sorte, como ha escrito don Giussani). En InPresa, está sucediendo algo misterioso. De los ocho chicos, uno sigue repitiendo que se tiene que ir en cinco minutos, otro se dedica a mirar su nuevo cinturón de piel y otro está sólo porque tiene que estar.
Vienen todos de Emilia (pro-vienen). Empezó por acoger a alguno de ellos en su casa; después pidió a un amigo que se interesase por ellos; luego, por qué no hacer un poco de escuela y, después, por qué no encontrarles algún trabajo y buscar una compañía capaz de educarles; y, después, en definitiva, todo. Profesores, familias, emprendedores y otros jóvenes. En otras palabras, InPresa.
Mirko cuenta que, desde hace algunos días, dos compañeros suyos no han aparecido por el colegio. O mejor, les han entregado una amonestación por escrito. La verdad sale a la luz poco a poco: en realidad los han echado. ¿Y tú, Mirko, no les has dicho nada? «A esos les importa un pepino todo. Se pasan el día fumando porros». Pero, Mirko, ¿crees que alguien que se pasa el día fumando porros está bien? ¿No tiene las mismas necesidades que tú y que yo? ¿No podrías decirles que probaran a venir aquí, que tienen amigos y que es mejor estar con los amigos que fumar porros? «Sí, pero te dicen: “Así es mi vida” y ya está». Sí, Mirko, pero con los compañeros de colegio ¿es más humano hacer como si nada pasara o llamarles y decirles: «ven que hay una oportunidad también para ti»?
¿Qué pueden seis o siete muchachos frente a los millares de individuos esparcidos por el mundo y frente a ese aluvión de violencia y de dolor que éstos, a pesar de nadar en el mar de las penalidades, ni siquiera pueden imaginar?
Intentad juntar todas las razones y enumerarlas una a una en una lista infinita para ver si existe al menos una, exhaustiva, lógica, para que unos adultos llamen por su nombre a un chico de estos o compartan su vida con él. No existe. En el bagaje de la “razón razonada” no existe. Y, sin embargo, en InPresa ha sucedido y está sucediendo ese extraño milagro. Como Emilia deseaba.
Pasa la noche, pasa la mañana
Si se pasa por esa casa, la de Emilia y Giancarlo en Carate, en la penumbra puede distinguirse un gran reloj de pared. Las agujas sufren bajo el peso de este rótulo: «Pasa la noche, pasa la mañana». Claudio y Alberto, dos amigos suyos, habían encontrado el reloj en una tienda y se lo regalaron a Emilia para tomarle el pelo, de acuerdo con todos los demás amigos del grupo de Fraternidad del que ella ha sido, durante años, priora.
Es ésta una Fraternidad en la que se ríen muchísimo, se toman el pelo y las “hazañas” de cada uno se convierten enseguida en una ocasión para hacer un sketch ante los demás. A ella le había tocado el «Pasa la noche, pasa la mañana». Porque solía repetirlo, moviendo la cabeza, cuando en la reunión la gente no se había preparado el texto propuesto.
«Pasa la noche, pasa la mañana» y... «pasa Emilia y ¡zas! ¡toma este reloj!» Pero sabían bien lo que quería decir, sabían bien cómo planteaba Emilia el tema del tiempo, y del cambio y de cómo podía transcurrir sin que la libertad se pusiera en acción.
Maurizio, otro de sus amigos, respondió por e-mail a una llamada desde el otro lado del océano de Paola, una amiga de misión en Brasil: «En nuestra Fraternidad le tomábamos el pelo porque ella, que era la priora, decía con frecuencia: “Pasa la noche, pasa la mañana”. Su reclamo era sencillo pero llevaba a una ascesis». Y, para reforzar el concepto, escribió “ascesis” con mayúsculas. Y continuaba, «Ha sido una presencia sencilla, pero decisiva. Tenía clara la meta y no renunciaba a ella. Pedía ayuda a cualquiera que tuviera la posibilidad de abrirle camino para InPresa (una asociación que se ocupa de menores en situación de riesgo, de cuyo consejo de administración formo parte). Lo que más me venía a la mente durante estos días es que al final, gracias a ella, yo había realizado, al menos una vez, la experiencia de obedecer. Fue con un chico llamado Herbert, que ella había tenido en su casa acogido durante dos años, y trabaja conmigo desde hace cuatro. ¡La de veces que he discutido con ella porque quería echarlo!; ella siempre me hacía mirar más allá y yo no comprendía; entonces decía: “Giancarlo, dile tú también que merece la pena”. En definitiva, una gran compañera de camino [de nuevo con mayúsculas]».
Catalizador
Para perfilar su figura, en la homilía del entierro su excelencia monseñor Angelo Scola tomó prestadas las palabras que don Giussani le había confiado la noche anterior: «Emilia era como un catalizador, es decir, como un factor que aparentemente no entraba en la relación de fusión entre los elementos, entre las circunstancias y las situaciones que la rodeaban, pero que, en realidad, permitía una nueva síntesis y abría así, poco a poco, nuevas posibilidades, horizontes y espacios planteando con verdad preguntas auténticas, siempre pertinentes». «Un factor que aparentemente no entra... ». Quienes escuchaban a monseñor Scola ese día, sus amigos, recordaron algunos rasgos de Emilia. Hacía que otro llevara su escuela de comunidad; en el hotel, durante los Ejercicios, siempre elegía a alguien que guiara la asamblea y ella se sentaba a su lado en silencio; le había pedido a Enrico que la sustituyera en la guía del grupo de Fraternidad, había llamado a dirigir InPresa primero a Silvio y, después, a Stefano... ¿Se estaba echando para atrás? ¿Estaba señalando a otro? ¿Qué era a fin de cuentas? Lo hemos buscado hasta en el diccionario para entenderlo; catalizador: «Persona que ejerce una influencia de atracción y coordinación en una línea de acción o de conducta».
Pero un diccionario no basta para comprender. Gracias a Dios, nuestro diccionario viviente lo hemos encontrado en Cascina Levada, Casatenuovo, en Brianza, la sede de la casa de acogida Mater vitae. «Un sitio precioso, cedido en alquiler por el Ayuntamiento no se sabe cómo - nos confía Nicoletta -». Hace años Mater vitae nació como casa de acogida y de ayuda para madres solteras. Para animarlas, primero, a ser madres de la vida y para sostenerlas, después, en esa tarea.
A base de píldoras “del día anterior” y “del día después” y de bombardeo ideológico constante, las madres solteras han ido desapareciendo. Hoy la Mater vitae acoge a madres con sus hijos víctimas de la violencia familiar. Las acoge y las acompaña en una amistad educativa. Emilia siguió la Mater vitae desde el principio. Primero como trabajadora social, después, tras haber encontrado a otra persona que la sustituyera (verdadero catalizador), como amiga interesada por el destino de quienes allí vivían. ¿Qué pasaba con Emilia en la Mater vitae? Que rompía todos los esquemas. Los responsables elaboraban proyectos de gestión, ámbitos de responsabilidad, planes de futuro y ella los descabalaba.
Ante todo, implicaba siempre a otros, siempre gente nueva, nuevas madres, nuevas figuras (todas las parroquianas de Casatenuovo que hacían el voluntariado en la casa estaban presentes en su funeral). La necesidad con la que se topaba, imprevistamente, era para ella una ocasión de reclamar a los otros, casi como si fuera feliz por poder implicar a nuevas personas. Pero, sobre todo, cuando Nicoletta, Rosanna y Rosetta, la “memoria histórica” de la casa, trataban de delimitar la guía para afrontar una nueva necesidad, ella barajaba las cartas, las desparejaba: «No, no, dejad que lleve la cuestión quien se ha ofrecido libremente. Lo que nazca tendrá la libertad, el rostro y los rasgos de quien aporte tiempo e inteligencia, tendrá su estilo y su temperamento. Será algo nuevo».
Pero, tal vez ni siquiera Emilia sospechaba que la Mater vitae sería novedosa hasta el punto de convertirse en un diccionario al servicio de la palabra del Gius.
De viaje en Venecia
Estuvo de viaje en Venecia, durante una semana, en casa de un amigo culto, noble y de familia rica como sólo saben serlo las familias venecianas. Emilia pasó revista al infinito elenco de libros que poblaban su extensa biblioteca. Escogió sólo historias de santos. En su casa, las vidas de santa Teresita y santa Rita están desgastadas por las lecturas y relecturas. En cambio, A ogni uomo un soldo se entristece en su destino de lectura incompleta.
No hace más de dos meses, Elena, la amiga que solía asomarse a la puerta de casa Cesana al atardecer, después de algún titubeo ante el timbre llamó y se acomodó. Un poco en crisis, como tantas veces. Don Fabio, en una cena, con la franqueza un poco ruda que le hace tan simpático, le había espetado: «El problema no es organizar el movimiento, sino tener despierta la pregunta, la pregunta de qué es lo que quieres de la vida». Contó a Emilia la cena con don Fabio. Le dijo que se sentía confusa y que no sabía dar una respuesta. Emilia, que estaba preparando la cena, pelando zanahorias, se volvió y le dijo: «¿Que qué quiero de la vida? Yo diría que ser santa». Elena grabó en sus ojos aquella escena en casa Cesana.
Los amigos del pueblo de Emilia siempre han percibido esta religiosidad natural suya. Con frecuencia la acompañaban a la misa matutina y miraban de reojo cuando de repente sacaba el librito de las horas para rezar en silencio; han visto su alegría que debía provenir de alguna parte fuera de nosotros, pues era muy verdadera. Pero, tal vez, no han captado su obstinación por ser santa. En cambio Piera, su madrina de bodas, lo sabía desde el principio. No porque Emilia se lo hubiera confiado, sino porque lo había constatado. Emilia había expresado siempre que la vocación de su matrimonio era permitir a Giancarlo realizar su tarea en el movimiento. Esto era el matrimonio (ser consorte) para Emilia: ella debía ser un instrumento para que Giancarlo desarrollara su misión. No poner obstáculos, poner en un segundo plano sus propias exigencias, despojarse de las mil pretensiones o compensaciones cotidianas. Es decir, casi la segunda piel natural de una mujer. «¿Podría suceder esto - se pregunta Piera - sin el entrenamiento constante de una religiosidad natural y una purificación que ella llamaba ‘santidad’?».
“A ver si estos asnos van a estropear lo que don Guissani construye”
Cuántas veces mirando a Giancarlo, Fabio, Giorgio, Alberto, Simone, etc., oyéndoles discutir, acalorados, mezclando tal vez movimiento, política, estrategias y escenarios nacionales e internacionales, Emilia había acompañado sus reuniones con esta frase: «A ver si estos asnos van a estropear lo que don Giussani construye». Lo decía con afecto. Pero era también un juicio. Emilia tenía clara su tarea. Permitir la presencia de Giancarlo. Pero ésta era sólo una cara de la moneda. Ella realizaba la suya. Ahora que ellos hicieran la que les correspondía. Porque si se sacrificaba era sólo por «lo que don Giussani construye».
La frase, acompañada por un suspiro, era más frecuente durante los primeros años. Después se había acallado con el tiempo, como si Emilia viera que sí, que la compañía crecía y que los daños no eran tantos como el bien que se generaba, y que se podía confiar porque participaban en la construcción común.
Sólo el último año - pero yo no sabría documentar la razón - había vuelto a resonar un: «Me parece que estáis jugando».
Cuando tenía novia, Giovanni, el primogénito, la roca de la familia, pasó por un momento muy malo, tanto que no tenía ni siquiera ganas de levantarse por la mañana para ir a la universidad. Después, por ese milagro que sucede en el claroscuro de la libertad, se levantaba, iba a clase y, delante de los amigos, cambiaba todo, empezaba de nuevo, su libertad se ponía en marcha ante nuevos retos e iniciativas.
Por la noche Emilia, que seguía atenta a su hijo, le decía: «Ves, Giovanni, la realidad te sostiene». Y él, cuando estaba mal, se levantaba, decidía estudiar, respondía a las solicitaciones porque sabía, razonablemente, que la realidad le iba a sostener. Entonces, durante estos días, y en los días venideros, según la promesa de Emilia.
En InPresa el raggio ha terminado. Quien tenía que irse se ha ido, quien durante el raggio se entretenía, sigue entreteniéndose en merodear.
Mirko se acerca a Stefano. El tono de la pregunta es desarmado, ingenuo y, por tanto, real: «Pero, Stefano, ¿cómo puedo decirles a esos dos que vengan si ya no los veo?». Stefano responde: «No te preocupes Mirko, lo decía por decir, para poner un ejemplo, para hacerte comprender. No te preocupes».
Pero Mirko no ha hecho la pregunta por hacerla. La ha hecho para actuar. Este es uno de los casos en los que el discípulo supera al maestro. Es el eterno movimiento del hecho educativo. Tal como quería Emilia.
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