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Huellas N.9, Octubre 2000

DOMINUS JESUS

Las razones de la pretensión cristiana

Joseph Ratzinger

La intervención del Prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe en la presentación del documento vaticano Dominus Iesus. Sala de Prensa de la Santa Sede, 5 de septiembre de 2000


En el vivaz debate contemporáneo sobre la relación entre el Cristianismo y las demás religiones, se abre camino cada vez más la idea de que todas las religiones son para sus seguidores caminos igualmente válidos de salvación. Se trata de una persuasión difundida ahora no sólo en ambientes teológicos, sino también en sectores cada vez mayores de la opinión pública católica y no católica, especialmente en aquella más influida por la orientación cultural que prevalece hoy en Occidente, y que se puede definir, sin temor a ser desmentido, con la palabra relativismo. (...) Nuestro Documento señala algunos presupuestos de naturaleza tanto filosófica como teológica que están en la base de las muy diversas teologías del pluralismo religioso actualmente difundidas: la convicción de la inaferrablilidad y la inefabilidad completa de la verdad divina; la actitud relativista con relación a la verdad, en virtud de la cual aquello que es verdad para algunos no lo es para otros; la contraposición radical entre la mentalidad lógica atribuida a Occidente y la mentalidad simbólica atribuida a Oriente; el subjetivismo de quien considera la razón como única fuente de conocimiento; el vaciamiento metafísico del misterio de la encarnación; el eclecticismo de quien, en la búsqueda teológica, asume ideas derivadas de diferentes sistemas filosóficos y religiosos, sin preocuparse de su coherencia y conexión sistemática ni de su compatibilidad con la verdad cristiana; la tendencia, en fin, a leer e interpretar la Sagrada Escritura fuera de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia (cf. Decl. Dominus Iesus, n.4).



Verdadero hombre, verdadero Dios

¿Cuál es la consecuencia fundamental de este modo de pensar y de sentir en relación con el centro y con el núcleo de la fe cristiana? Es el rechazo sustancial de la identificación de la figura histórica, Jesús de Nazaret, con la realidad misma de Dios, del Dios viviente. Aquello que es Absoluto, o mejor, Aquel que es el Absoluto, no puede darse jamás en la historia en una revelación plena y definitiva. En la historia existen únicamente modelos, figuras ideales que nos remiten al Totalmente Otro, que es sin embargo inaferrable como tal en la historia. Algunos teólogos más moderados confiesan que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, pero sostienen que a causa de la limitación de la naturaleza humana de Jesús, la revelación de Dios en él no puede ser considerada completa y definitiva, sino que debe ser siempre considerada en relación con otras posibles revelaciones de Dios expresadas en los genios religiosos de la humanidad y en los fundadores de las religiones del mundo. De este modo, objetivamente hablando, se introduce la idea errada de que las religiones del mundo son complementarias de la revelación cristiana. Está claro por tanto que también la Iglesia, el dogma, los sacramentos, no pueden tener el valor de necesidad absoluta. Atribuir a estos medios finitos un carácter absoluto y considerarlos incluso como un instrumento para un encuentro real con la verdad de Dios, válida universalmente, significaría colocar en un plano absoluto aquello que es particular y desfigurar la realidad del “Dios Totalmente Otro”.



Ideología del diálogo

Sobre la base de tales concepciones, sostener que exista una verdad universal, vinculante y válida en la historia misma, que se cumple en la figura de Jesucristo y es transmitida por la fe de la Iglesia se considera una especie de fundamentalismo que constituiría un atentado contra el espíritu moderno y representaría una amenaza contra la tolerancia y la libertad. El mismo concepto de diálogo asume un significado radicalmente distinto del entendido en el Concilio Vaticano II. El diálogo, o mejor, la ideología del diálogo, sustituye a la misión y a la urgencia de la llamada a la conversión: el diálogo no es ya el camino para descubrir la verdad, el proceso a través del cual se abre para el otro la profundidad escondida de aquello que él ha vivido en su experiencia religiosa, pero que espera cumplirse y purificarse en el encuentro con la revelación definitiva y completa de Dios en Jesucristo. En las nuevas concepciones ideológicas, que han penetrado desgraciadamente dentro del mundo católico y de ciertos ambientes teológicos y culturales, el diálogo es, en cambio, la esencia del “dogma” relativista y lo opuesto a la conversión y a la misión. En un pensamiento relativista diálogo significa poner en el mismo plano la propia posición o la propia fe y las convicciones de los demás, de forma que todo se reduce a un intercambio entre posiciones fundamentalmente paritarias y por tanto proporcionales entre ellas, con la tarea superior de alcanzar la máxima colaboración e integración entre las distintas concepciones religiosas.



Falsa tolerancia

La disolución de la cristología y por tanto de la eclesiología, subordinada a ella pero ligada a ella inseparablemente, es la conclusión lógica de tal filosofía relativista, que paradójicamente se encuentra tanto en la base del pensamiento post-metafísico de Occidente como en la de la teología negativa de Asia. El resultado es que la figura de Jesucristo pierde su carácter de unicidad y de universalidad salvífica. El hecho de que después se presente el relativismo como insignia del encuentro con las culturas, como la verdadera filosofía de la humanidad capaz de garantizar la tolerancia y la democracia, conduce a la marginación en última instancia de los que se obstinan en la defensa de la identidad cristiana y en su pretensión de difundir la verdad universal y salvífica de Jesucristo. En realidad la crítica a la pretensión de absolutidad y definitividad de la revelación de Jesucristo reivindicada por la fe cristiana va acompañada de un falso concepto de tolerancia. El principio de la tolerancia como expresión de respeto a la libertad de conciencia, de pensamiento y de religión, defendido y promovido por el Concilio Vaticano II, y propuesto de nuevo por la misma Declaración, es una posición ética fundamental, presente en la esencia del credo cristiano, ya que toma en serio la libertad de la decisión de la fe. Pero este principio de tolerancia y respeto de la libertad es hoy manipulado y sobrepasado indebidamente cuando se extiende a la apreciación de los contenidos, como si todos los contenidos de las distintas religiones, e incluso de las concepciones arreligiosas de la vida, tuvieran que ser puestos en el mismo plano, y no existiese ya una verdad objetiva y universal, ya que Dios o el Absoluto se revelarían bajo innumerables nombres, siendo todos los nombres verdaderos. Esta falsa idea de tolerancia está conectada con la pérdida y la renuncia a la cuestión de la verdad que, en efecto, hoy es sentida por muchos como una cuestión irrelevante o de segundo orden. Sale así a la luz la debilidad intelectual de la cultura actual: faltando la pregunta sobre la verdad, la esencia de la religión no se diferencia de su “no-esencia”, la fe no se distingue de la superstición, la experiencia de la ilusión. En fin, sin una seria pretensión de verdad, incluso la apreciación de las demás religiones se vuelve absurda y contradictoria, porque no se posee el criterio para contrastar lo que es positivo en una religión distinguiéndolo de lo que es negativo o fruto de superstición y engaño. (...) Camino para la salvación es el bien presente en las religiones, como obra del Espíritu de Cristo, pero no las religiones en cuanto tales. La misma doctrina del Vaticano II lo confirma en la Declaración conciliar Nostra Aetate hablando a propósito de las semillas de verdad y de bondad presentes en las demás religiones y culturas: «La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y las doctrinas que, por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres» (Na, 2). Todo lo que de verdadero y de bueno existe en las religiones no debe perderse, es más, debe reconocerse y valorarse. El bien y la verdad, se encuentren donde se encuentren, provienen del Padre y son obra del Espíritu; las semillas del Logos están esparcidas por todas partes. Pero no se pueden cerrar los ojos a los errores y engaños que están también presentes en las religiones. La misma Constitución Dogmática del Vaticano II Lumen Gentium afirma: «Pero, más frecuentemente, los hombres, engañados por el Maligno, se hicieron necios en sus razonamientos y trocaron la verdad de Dios por la mentira, sirviendo a la criatura en lugar de al Creador» (LG, 16).



Revelación definitiva y completa

Es comprensible que en un mundo que crece cada vez más al unísono, también las religiones y las culturas se encuentren. Esto no conduce sólo a una cercanía exterior de hombres de religiones distintas, sino también a un crecimiento de intereses hacia mundos religiosos desconocidos. Es legítimo en este sentido hablar de enriquecimiento mutuo en orden al conocimiento recíproco. Sin embargo, esto no tiene nada que ver con el abandono de la pretensión por parte de la fe cristiana de haber recibido como don de Dios en Cristo la revelación definitiva y completa del misterio de la salvación, y también se debe excluir esa mentalidad indiferentista «marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que “una religión es tan buena como la otra”». (Enc. Redemptoris missio, 36).
La estima y el respeto hacia las religiones del mundo, así como hacia las culturas que han aportado un objetivo enriquecimiento a la promoción de la dignidad del hombre y al desarrollo de la civilización, no disminuye la originalidad y la unicidad de la revelación de Jesucristo y no limita en modo alguno la tarea misionera de la Iglesia. «La Iglesia anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas» (Nostra Aetate, 2). Al mismo tiempo, estas sencillas palabras indican el motivo de la convicción que considera que la plenitud, universalidad y cumplimiento de la revelación de Dios están presentes solo en la fe cristiana. Tal motivo no reside en una presunta preferencia acordada para los miembros de la Iglesia, y mucho menos en los resultados históricos alcanzados por la Iglesia en su peregrinar terreno, sino en el misterio de Jesucristo verdadero Dios y verdadero hombre presente en la Iglesia. La pretensión de una unicidad y universalidad salvífica en el cristianismo proviene esencialmente del misterio de Jesucristo que continúa su presencia en la Iglesia, su Cuerpo y su Esposa.



«Después de tantas interpretaciones equivocadas», una palabra clara

Durante el Ángelus del domingo 1 de octubre, Juan Pablo II ha precisado con firmeza que la Dominus Iesus, le «apremia de forma especial» por su profundo valor. En medio de las múltiples críticas e interpretaciones equivocadas, escuchamos las palabras claras y solemnes del Papa

En la cumbre del año jubilar, con la declaración Dominus Iesu (Jesús es el Señor), que he aprobado de manera especial, he querido invitar a los cristianos a renovar su adhesión a Él en la alegría de la fe, testimoniando unánimemente que Él es, hoy y mañana, «el camino, la verdad y de la vida» (Juan 14, 6). Nuestra confesión de Cristo, como Hijo único de Dios, a través de quien nosotros mismos vemos el rostro del Padre (cf. Juan 14, 8), no es un acto de arrogancia que desprecia a las demás religiones, sino un reconocimiento gozoso, pues Cristo se nos ha mostrado sin que hayamos hecho nada para merecerlo. Y Él, al mismo tiempo, nos ha comprometido a seguir dando lo que hemos recibido y a comunicar a los demás lo que se nos ha dado, pues la Verdad donada y el Amor que es Dios pertenecen a todos los hombres.
Con el apóstol Pedro confesamos que «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4, 12). La declaración Dominus Iesus, siguiendo las huellas del Vaticano II, muestra que con ello no se niega la salvación a los no cristianos, sino que indica su manantial último en Cristo, en el que se unen Dios y el hombre. Dios da la luz a todos de manera adaptada a su situación interior y ambiental, concediéndoles la gracia salvífica, a través de caminos que él conoce (cf. Dominus Iesus, VI, 20-21). El documento aclara los elementos cristianos esenciales, que no obstaculizan el diálogo, sino que ponen las bases, pues un diálogo sin cimientos estaría destinado a degenerar en palabrería vacía. Lo mismo vale también para la cuestión ecuménica. Si el documento, con el Vaticano II, declara que la «única Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica», no pretende con ello expresar poca consideración por las demás Iglesias y comunidades eclesiales. Esta convicción está apoyada por la conciencia de que no se trata de un mérito humano, sino de un signo de fidelidad a Dios que es más fuerte que las debilidades humanas y que los pecados, confesados por nosotros de manera solemne ante Dios y los hombres al inicio de la Cuaresma. La Iglesia católica sufre - como dice el documento - por el hecho de que auténticas Iglesias particulares y comunidades eclesiales, con elementos preciosos de salvación, estén separadas de ella.
De este modo, el documento expresa una vez más la misma pasión ecuménica que se encuentra en los cimientos de la encíclica Ut unum sint. Tengo la esperanza de que esta declaración, por la que siento un gran aprecio, pueda desempeñar finalmente su función de clarificación y al mismo tiempo de apertura, después de tantas interpretaciones equivocadas.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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