La fe sencilla de un pueblo que desde hace 500 años venera la imagen de la Virgen. Entrevista al arzobispo de Ciudad de México, Norberto Rivera Carrera, recogiendo también sus impresiones sobre la Jornada Mundial de la Juventud y las elecciones mexicanas
Cada vez que relata lo que sucedió hace quinientos años con las apariciones de la Virgen de Guadalupe y el milagro de la fe sencilla del pueblo que continúa venerando esa imagen misteriosa impresa en la tilma del beato Juan Diego, su mirada se llena de estupor. Norberto Rivera Carrera, 58 años, cardenal primado de México, ha intervenido en el Meeting para testimoniar de qué forma Dios se ha encarnado en la historia del pueblo mexicano. «El camino concreto a través del cual yo, y la mayoría de mi gente, hemos llegado a creer en Cristo es el de María».
Eminencia, ¿no teme usted ser poco moderado manifestando una adhesión tan grande a una aparición y a prácticas de piedad popular?
Yo miro al Evangelio. Nuestro Redentor manifestó por primera vez su gloria durante una fiesta de bodas en el campo, en Caná de Galilea. En aquella ocasión, María fue protagonista: fue ella la que tomó la iniciativa, la que pidió insistentemente a Jesús que interviniera cuando el vino se acabó. Pero es también la primera en someterse a Él. Esto es exactamente lo que hizo María en nuestra tierra.
¿Puede describir brevemente las apariciones de Guadalupe?
La historia es sencilla. Una bella señora se aparece a un pobre indio y le habla con palabras de una belleza y de una pureza dignas de los concilios de Nicea y de Éfeso. Se nos han transmitido en el Nican Mopohua, la narración más antigua en lengua Anàhuac: «Yo soy la perfecta siempre Virgen Santa María, madre del muy verdadero Dios, aquel por el cual se vive, aquel que está dando el ser a las personas, el Señor que es cercano a todo y en el cual todo se recapitula, el dueño del cielo y de la tierra. [...] Quiero que tengáis la bondad de construirme aquí una iglesia. La señalaré, la engrandeceré y se la entregaré a Él, a Aquel que es todo mi amor, a Él que es mi mirada compasiva... Porque en verdad yo tengo el honor de ser vuestra Madre compasiva, tuya y de todas las gentes que en esta tierra sois una sola cosa. [...] Porque siempre estaré dispuesta a escuchar su llanto, su tristeza, para curar sus distintas miserias, sus penas, sus dolores. Y para realizar lo que Él quiere, mi mirada misericordiosa». María le pide al indio que vaya al obispo y le cuente lo que ha visto y oído. El obispo no le cree, le pide una prueba y, como sabéis, cuando Juan Diego vuelve a él con el manto lleno de flores brotadas inexplicablemente en aquella estación, en el mismo manto se encontrará impresa esa imagen estupenda de María que todavía hoy veneramos.
¿Qué es lo que le impresiona del relato guadalupano?
Su inmaculada pureza y su ortodoxia teológica, pero también su forma y el hecho de que sea tan cercano a la cultura y al modo de pensar de nuestros antepasados. Sorprende que los evangelizadores sean una mujer y un sencillo indio, y que el evangelizado sea el obispo. Todavía hoy es difícil imaginar que un obispo sea catequizado por un indígena. Recordemos que esto sucede en el siglo XVI y que una mente humana no habría podido imaginar entonces algo igual. El autor conoce la mentalidad indígena como ningún misionero de la época podía conocerla.
¿Qué puede decirse sobre la naturaleza de la imagen?
Hacen falta estudios más profundos, pero lo cierto es que se trata de una imagen que sigue existiendo desde hace 500 años, cuando otras pinturas sobre el mismo material duran como mucho treinta años. Contiene signos y símbolos que ningún pintor podía imaginar en aquel tiempo. La mujer que aparece está encinta, y nadie en aquella época pintaba a María encinta. Aparecen al mismo tiempo el sol y la luna, dos elementos que en la mentalidad indígena no podían de ninguna manera estar asociados. Las divinidades indias tenían siempre un rostro terrible, mientras que María tiene un rostro seráfico y bellísimo. En resumen, la imagen es un códice que puede descifrar con facilidad cualquier persona que sea de naturaleza indígena, y esto ha provocado la devoción de los sencillos. El inventor de esa imagen que señala el inicio de la gran evangelización de nuestro pueblo conoce a fondo la cultura indígena, pero al mismo tiempo no la asume en su totalidad...
Los millones de personas que cada año pasan ante esta imagen, ¿qué buscan?
Me gusta recordar que un gran teólogo, el padre Alszeghy, exclamaba hace treinta años: «Daría con placer mis escritos y los años que he pasado investigando y enseñando a cambio de un momento de contemplación como el que viven los que vienen a ver a Nuestra Señora». Quizá la mejor respuesta está en la frase pronunciada por una anciana que, ya ciega y a punto de morir, pidió que la llevaran ante la Virgen de Guadalupe. Le preguntaron: «¿Qué vas a hacer allí si no puedes ver nada?». Ella respondió: «No voy para pedirle a la Virgen la salud, ni tampoco para verla. Voy para que ella me vea y así me reconozca cuando llegue al cielo». Es sorprendente el hecho de que a lo largo de los siglos, nosotros, sacerdotes, no hemos hecho catequesis para explicar la imagen ni hemos hecho propaganda. Es más, el clero ha sido el más incrédulo. Los misioneros siempre sospecharon que detrás de la fe guadalupana se escondían divinidades indígenas y hoy todavía hay quien sospecha de la fe sencilla de los indios. La gente, en cambio, va allí para ver y encontrar la fe.
¿No existe el peligro de dar demasiado crédito a una revelación privada?
Creo que no. Lo que sucedió en Guadalupe es una historia concreta. Toda persona empieza a creer después de un encuentro personal con Jesús. Él se encarnó hace 2000 años, pero continúa haciéndose presente en nuestras historias personales y en la historia de los pueblos.
¿Qué impresiones ha recogido de su estancia en el Meeting?
He visto personas con los intereses más dispares, desde el interés por la comida al interés cultural y el económico: a todos les era posible recibir un mensaje y un anuncio. Mi balance de la jornada riminesa es muy positivo.
Antes de llegar a Rímini usted ha participado en la Jornada Mundial de la Juventud en Roma. ¿Qué le ha parecido?
Estoy maravillado y conmovido, y no sólo por el número de participantes. Me ha impresionado ver cómo rezaban los jóvenes. He vivido encuentros bellísimos y he sido testigo del modo en que Dios sigue tocando el corazón del hombre.
Frente al evento de la Jornada romana, hay quien ha hablado de «estrategias cautelosamente perseguidas»...
Estos jóvenes no se dejan, ciertamente, enjaular en nuestras estrategias ni responden a una acción de propaganda. Estaban allí por un encuentro. Hay que dejar actuar al Espíritu Santo. A menudo, nosotros, los sacerdotes, nos creamos problemas creyendo que tenemos que decir a los jóvenes: «Haced esto, no hagáis aquello». Pero muchos de ellos no tienen el sentido del pecado, porque no conocen a Jesús. No se puede proponer a priori una moral o una ética diciendo: «Así encuentras el cristianismo». En realidad la dinámica es exactamente la opuesta. En primer lugar la persona se encuentra con el Señor y gracias a ese encuentro comienza una nueva actitud frente a la vida. Sin olvidar que el ser alcanzados por Cristo no cancela nuestras debilidades humanas y que el cambio de la vida nunca es automático.
Recientemente, México ha elegido un nuevo presidente y después de setenta años, el Partido Revolucionario Institucional ha perdido el poder. ¿Qué esperan ahora?
En primer lugar hay que reconocerle al presidente saliente Ernesto Zedillo que haya favorecido una transición pacífica y que haya animado a la participación democrática del pueblo. Nosotros esperamos muchos cambios: la economía ha crecido y ahora es necesario que este crecimiento se traduzca en una mejoría de las condiciones de vida de las familias. También esperamos mejoras en el sistema de enseñanza y, sobre todo, el desarrollo de iniciativas que luchen contra la violencia tan difundida en nuestro país.
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