Paulus, es decir, “poco”. O también Saulo - de Saúl -, es decir, “invocado, llamado”. Un nombre romano y otro hebreo para la misma persona. Tratemos de imaginárnoslo: bajo de estatura, calvo y con las piernas arqueadas, como cuentan los Hechos de Pablo y Tecla, un texto apócrifo del siglo posterior al apóstol. Las cejas juntas, la nariz un poco pronunciada, una complexión fuerte: en definitiva, un tipo difícil de olvidar, incluso físicamente. Era judío, aunque había nacido lejos de Judea en los primerísimos años de la era cristiana. «Soy un judío, de Tarso, ciudadano de una ciudad no oscura de Cilicia», afirma con orgullo al tribuno Lisias, que le había hecho prisionero en Jerusalén (Hch 21,39). Tarso era, en efecto, una ciudad importante, situada en lo que hoy es el sur de Turquía. En el 42 a.C., con ocasión de la guerra civil entre César y Pompeyo, se puso de parte del primero y como recompensa obtuvo el estatuto de ciudad libre. Por esto Pablo de Tarso tenía también la ciudadanía romana, como los Hechos recuerdan con ocasión de otro arresto, el sufrido en Filipos. Permaneció en su ciudad natal hasta los 13 años, frecuentando la escuela y aprendiendo el griego («Pero, ¿sabes griego?» le preguntó con cierta sorpresa el tribuno Lisias). Continuó después sus estudios en Jerusalén, en la escuela de Gamaliel «en la exacta observancia de la Ley de nuestros padres, lleno de celo por Dios» (Hch 22,3). Gamaliel era el gran Gamaliel el Viejo, célebre rabino al que la Mishnah hebrea alaba en términos elogiosos. Para él fue una escuela también profesional: aprendió el oficio que le mantendría toda su vida, sin tener que depender económicamente de las iglesias que visitaba. Se convirtió en fabricante de tiendas, un trabajo que tenía que ver con el cuero, como los Hechos testimonian (Lucas en los Hechos lo llama skenopoids). «Todos los judíos conocen mi vida desde mi juventud, desde cuando estuve en el seno de mi nación, en Jerusalén. Ellos me conocen de mucho tiempo atrás y si quieren pueden testificar que yo he vivido como fariseo conforme a la secta más estricta de nuestra religión» (Hch 26,4-5). Pablo, por tanto, era fariseo observante, como recalca también en la carta a los Filipenses «en cuanto a la Ley, fariseo; en cuanto a la justicia de la Ley, intachable» (Flp 3,5-6). Estaba casado, según una tradición, pero bien enviudó pronto o bien fue abandonado por su mujer. Así, lo encontramos siempre solo en los años de la predicación. En los tiempos que siguen a la misión pública de Jesús, su muerte y su resurrección, Pablo se encuentra en primera línea, líder de la intransigencia contra los seguidores de aquel hombre venido de Galilea. Él mismo cuenta estos años feroces de su vida en la bellísima confesión a los Gálatas: «Pues ya estáis enterados de mi conducta anterior en el Judaísmo, cuán encarnizadamente perseguía a la Iglesia de Dios y la devastaba, y cómo sobrepasaba en el Judaísmo a muchos de mis compatriotas contemporáneos, superándoles en el celo por las tradiciones de mis padres» (Ga 1,13). No se limitaba a perseguir a los seguidores de Jesús en la ciudad, como había sucedido en el caso de Esteban, cuyo martirio, según cuentan los Hechos, había presenciado Pablo en primera fila. En torno al año 33 solicitó y obtuvo del sumo sacerdote el permiso para ir al resto de las provincias del imperio a descubrir y apresar a los seguidores de Jesús. Partió hacia Damasco y «le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, para que si encontraba algunos seguidores del Camino, hombres o mujeres, los pudiera llevar atados a Jerusalén» (Hch 9,2). Pero en el camino que lo llevaba a la ciudad siria sucedió lo imprevisto. Lucas, su fiel discípulo, relata con detalle lo sucedido en el capítulo 9 de los Hechos: le envolvió una luz del cielo y, cayendo a tierra, escuchó una voz que le llamaba «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». Perdió la vista y llegó a Damasco llevado de la mano. Aquí sucedió otro hecho imprevisible: el prepotente Pablo es sacado del apuro por un simple cristiano, un tal Ananías. Ananías se acerca a él un poco temeroso, consciente de su fama y de su voluntad de perseguir a todos los cristianos que se cruzaran en su camino. Pero ahora los papeles se han intercambiado. Ananías va a su encuentro, le habla y «al instante cayeron de sus ojos unas como escamas, y recobró la vista; se levantó y fue bautizado».
El humilde trámite de Ananías es el rostro a través del cual el Señor hace operativa su elección: «Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo» (Ga 1,15). Paolo Sacchi, estudioso del judaísmo, escribe: «Cuando Pablo tuvo la experiencia en el camino de Damasco, aceptó ser cristiano, habiendo tenido del cristianismo, hasta aquel momento, la idea de que se trataba de una superstición inaceptable: no existía una teología cristiana. No fue, por tanto, un razonamiento lo que convenció a Pablo para hacerse cristiano». No fue un razonamiento, sino un encuentro: Pablo, el orgulloso e impetuoso Pablo, fue llamado por un sencillo y tímido cristiano de Damasco. Este es el método inescrutable de Dios. El apóstol, después de su conversión, no cambia su carácter: sigue siendo el mismo hombre orgulloso e impetuoso, como demostración de que el cristianismo no mortifica la humanidad de nadie. Tanto es así que deja a Lucas el relato de todos los detalles de su conversión: en las cartas no dice nada. Dice sólo que después de Damasco no volvió a Jerusalén, sino que se refugió en Arabia antes de regresar a Tarso: es un indicio de la larga dialéctica que le mantendría siempre en tensión con los representantes de los Doce, tensión que culminaría con el litigio producido en Antioquía con Pedro. Imaginémoslo con su carácter arisco permaneciendo en su ciudad durante ocho años después de su conversión. Tendría que llegar un segundo Ananías para sacarle de ahí. Esta vez se llamaba Bernabé, y «exhortaba a todos a permanecer, con corazón firme, unidos al Señor, porque era un hombre bueno, lleno de Espíritu Santo y de fe». Había sido enviado a Antioquía de Siria por los apóstoles ante el gran número de conversiones que allí se estaban produciendo. Llegó allí y se alegró. Y pensó que aquella sería una buena ocasión para convencer a Pablo de que saliese de su agujero. «Partió para Tarso en busca de Saulo y, en cuanto le encontró, le llevó a Antioquía. Estuvieron juntos durante un año entero en la Iglesia y adoctrinaron a una gran muchedumbre. En Antioquía fue donde, por primera vez, los discípulos recibieron el nombre de “cristianos”» (Hch 11,25-26). Desde aquel día el apóstol de los Gentiles no descansaría ya.
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