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Huellas N.5, Mayo 2000

RUSIA

Amiga Irina

A cargo de Pigi Colognesi

El pasado 4 de abril, murió en París Irina Alberti. Fue la secretaria de Solzenicyn. Su vida transcurre en el exilio, trabajando para el acercamiento de las Iglesias de Oriente y Occidente, contra un ecumenismo de fachada, incluso después de la caída del muro. Así le recuerda el P. Romano Scalfi, de la Fundación Rusia Cristiana

El padre Scalfi comienza a hablarnos de Irina Alberti con pocas ganas:
Cuando te haces viejo, al menos eso me parece a mí, muchos episodios del pasado se esfuman en la confusión, dejan de ser precisos. Con Irina Alberti hemos compartido muchos tramos del camino, pero ahora los detalles se me escapan. Pero no se me escapa - añade con una sonrisa de satisfacción - lo esencial: así es, lo esencial siempre salta a nuestros ojos con mayor evidencia.

¿Y qué fue lo "esencial" de la vida de Irina Alberti y de la amistad que os unía?
Creo que está estupendamente expresado en su Acto de consagración. Me había hablado de él personalmente hacía un tiempo, pero cuando se leyó públicamente durante su funeral, encontramos de nuevo todo su espíritu, su pasión con la unidad con los ortodoxos, su dedicación a Rusia.
He aquí algunos pasajes de la consagración: «Oh, Señor... mi deseo más profundo es trabajar por le acercamiento de las Iglesias de Oriente y de Occidente, separadas por siglos de incomprensión y desafíos; con este objetivo me comprometo a poner mis energías al servicio del inmenso esfuerzo que tiende a la realización concreta de la voluntad de nuestro Salvador: "que todos sean uno"... Padre, recibe este don, humilde y ferviente, y condúcelo a su cumplimiento, acogiéndome junto a Ti, hoy y en la enfermedad».

¿Cuándo os conocisteis?
Al comienzo de los sesenta, los grupos cristianos que se ocupaban de Rusia no eran muchos y la circulación de personas, ideas e informaciones entre nosotros era frecuente. Irina era un personaje central del trabajo a favor de Rusia. Lo era, sobre todo, porque era rusa y provenía, por tanto, de la tradición ortodoxa. Haber nacido en el exilio, su conversión al catolicismo, su vagar por el mundo en busca de una colocación definitiva para ella y su familia, hacían de su vida un testimonio privilegiado de la vivencia cristiana rusa de aquellos años».

La apertura de Chrusev
Ciertamente, continúa el padre Scalfi, una de las cosas que inmediatamente me impresionó de ella, y que siguió sorprendiéndome hasta el final, fue su capacidad de trabajo. Tenía un vigor en las iniciativas, una energía imaginativa y una determinación para perseguir sus objetivos, que no podían dejar indiferentes a los que la rodeábamos. En los sesenta, participó muchas veces en las Semanas ecuménicas que cada verano organizaba Rusia Cristiana y siempre nos regalaba su espíritu indómito y batallador. También fue profesora de los cursos de ruso que teníamos periódicamente. Pero ni siquiera es esta impresionante capacidad de trabajo lo que más me sorprendió, sino la razón de todo su empeño y la claridad de juicio que adquiría.

¿Pues qué razón la animaba?
Es indudable, ¡el amor por Cristo y por la Iglesia! Y su Acto de Consagración lo testimonia. Fueron años en los que no era "políticamente correcto" expresar juicios negativos a cerca del comunismo y su actuación práctica en la Unión Soviética. Eran años en los que muchos tenían la ilusión de que la desestalinización de Chrusev significaría una mayor libertad para los creyentes. Y sin embargo, era todo lo contrario: la política de la "apertura" de Chrusev marchaba paralela a una violenta persecución antirreligiosa. Éramos pocos para denunciarlo. Y Alberti estaba en primera línea. Pero no se trataba - ni para ella, ni para nosotros, Rusia Cristiana - de lo que comúnmente se entendía como "anticomunismo visceral". Era, sobre todo, un amor real a la Iglesia a los creyentes.
Conocer directamente lo que sucedía en Rusia, recoger pacientemente - y no sin riesgos - los testimonios de nuestros hermanos, documentar con imparcialidad todas las violencias del poder, no podía no conducir a una postura de condena del régimen comunista y de alerta frente a sus presuntas aperturas. Quiero decir que, precisamente porque amaba cordialmente a la Iglesia, Irina se acordaba de sus sufrimientos. Los análisis culturales y políticos eran consecuencias puras y lógicas de este amor.

Seguramente no fue una batalla fácil de combatir, ni siquiera dentro del así llamado "mundo católico", por entonces imbuido de comunismo y sus similares.
Efectivamente, lo que más nos sorprendía era la incomprensión de tantos católicos, incluso de aquellos que tenían toda la información necesaria para sacar conclusiones más realistas. Desde este punto de vista, quiero recordar la concepción que Irina Alberti tenía del ecumenismo. Ella, como el resto de los que formábamos parte de Rusia Cristiana, nunca creyó mucho en lo que yo llamo "ecumenismo de fachada", eso de los compromisos, de los encuentros formales, de las sonrisas y conveniencias oficiales. Estaba totalmente convencida de que esa actitud no contribuía a la difusión de la fe, que era, lo repito, su único interés. Y además, se sabía que el precio que había que pagar por estos diálogos de pura fachada, eran las dificultades que se provocaban a los creyentes que, por usar una frase famosa de la disidencia, querían "vivir en la verdad". Su ecumenismo estaba mucho más ligado a las experiencias reales de Iglesia que encontraba paso a paso y a nuestro apoyo, que a los debates oficiales. Precisamente por eso, Alberti se convirtió en una de las principales divulgadoras en Occidente del fenómeno de la disidencia. Encontraba en ello una verdad de experiencia, una sufrida búsqueda, un testimonio heroico sobre el que se podía fundar, por un lado, un renacimiento religioso y humano y, por otro, el restablecimiento de un diálogo ecuménico auténtico.

Se comprende, entonces, la consonancia entre Irina Alberti y Juan Pablo II.
¡Claro! La elección al pontificado de un cardenal que provenía de un país de régimen comunista fue decisiva para todo nuestro ambiente: ahora el testimonio de los mártires, la resistencia a todas las presiones del régimen, la voluntad de defender la propia libertad religiosa, no se podrían interpretar como manías de algún grupo de retrógrados; ahora, el testimonio del supremo pastor indicaba que la "Iglesia del silencio" no era un cuento de los anticomunistas viscerales y que las cesiones al poder, no podían ser el camino justo a recorrer. A Irina le encantaba recordarme un episodio de la vida de Karol Vojtyla, cardenal de Cracovia: una vez fue a verle un eclesiástico, movido más por diplomacia política, por homenajear a las autoridades comunistas, que por él mismo. El futuro Papa le hizo esperar durante largo rato y después no lo recibió. En esta determinación, en esta ausencia de compromisos, se encuentra una de las características esenciales de Irina Alberti. No sorprende, por tanto, que Juan Pablo II haya querido que estuviera junto él, como una preciada colaboradora. El último episodio de esta amistad, fue la asistencia de Alberti al Sínodo sobre Europa el año pasado. De nuevo en esa ocasión, Irina no se desmintió y tuvo una valiente intervención, en la que afrontó el problema del diálogo con los ortodoxos sin giros de palabras y sin fingimientos.

Después de la experiencia de los años sesenta, ¿Irina Alberti continuó colaborando con Rusia Cristiana?
No directamente. Todavía eran bastante frecuentes nuestros encuentros; fui más veces a París, donde, hasta la caída del muro, dirigía su semanal, y ella venía a vernos con cierta frecuencia. En este periodo, finales de los setenta y los ochenta, debo señalar el encuentro directo de Alberti con la experiencia de CL. Su simpatía fue inmediatamente cordial y decidida. Y, una vez más, la razón de esta simpatía residía en ver en el movimiento una experiencia cristiana auténtica, preocupada por lo esencial, no rendida a al cultura dominante.
De este periodo de fecunda colaboración, recordamos todos los iluminadores artículos de Il Sabato y su asidua participación en el Meeting de Rímini. Al regalar a la biblioteca de Rusia Cristiana una copia de su autobiografía, expresó toda su consonancia con nuestra experiencia, en su dedicatoria: «Con enorme estima y gran afecto, en comunión de pensamiento y plegaria». No son palabras de circunstancias, sino expresión auténtica de su corazón.

¿Los últimos encuentros?
Sólo quiero citar dos. En junio del 97, invitamos a Irina Alberti al encuentro de la Fundación Rusia Cristiana, titulado «El desafío de la comunión en la diversidad»; nos dio una charla titulada «Ser católicos en Oriente». Con la misma lucidez y determinación, puso de relieve los límites de varias aproximaciones: triunfalismo, fuga, diplomacia, etc; pero en una frase, leída casi de pasada, encontré resumida su vida y su espíritu. Decía: «Por gracia (indudablemente es el don más grande que he recibido del Señor, que nunca podré agradecerle lo suficiente), desde joven, he tenido siempre la sensación de que la Iglesia es una, aunque se manifieste, se explique o hable de modos distintos: el católico y el ortodoxo». Esta frase explica, creo yo, el origen de la pasión ecuménica de Alberti. Y el segundo episodio esclarece de dónde sacaba las fuerzas para su trabajo incansable y la esperanza en su fecundidad. Estábamos juntos en Torino, en un encuentro sobre Rusia. Ella, demasiado cansada y achacada ya por la enfermedad, me dijo que sólo se quedaría una hora y media y que quería, a toda costa, ir a ver la Sábana Santa. Le objeté que en ese momento la Sábana Santa no estaba expuesta. «No importa - me contestó - estar, aunque sea por poco tiempo, en el lugar donde hay un testimonio tan impresionante y concreto de Cristo, me basta». En el amor a Cristo, por tanto, está el secreto de su increíble creatividad y actividad.


La vida
Vale la pena recordar algún dato biográfico: Irina Llovaiskaja nació en Belgrado, en 1924. De padres rusos, exiliados de su país sólo dos años antes. Se casa con el italiano Edgardo Alberti y lo sigue por distintos países en los que ejercita su función diplomática, pero sin renunciar nunca (salvo cuando se trata de cuidar a su marido enfermo) a su compromiso por Rusia y el ecumenismo. Se queda viuda en 1976, Solzenicyn la reclama como secretaria y colaboradora para su enorme trabajo de recuperar la memoria de los crimines soviéticos y los heroicos testimonios de muchos rusos. Nada más aparecer, el fenómeno del "disentimiento" encuentra en ella una atentísima intérprete y un apoyo decisivo; la llamaban "la mamá de los disidentes". Al inicio de los ochenta, asume la dirección del semanal Russkaja Mysl", que con ella ascendió a los más altos niveles de autoridad. Tras la caída del muro, extiende su actividad directa sobre el suelo ex soviético, en particular Moscú, donde colabora en una radio, intensifica las relaciones con los ortodoxos, pone todas sus fuerzas para combatir cualquier batalla de ideales. La muerte la encontró en plena actividad.

Recuerda un amigo
Egidio Maggioni
Nuestro último encuentro, quince días antes de su muerte, había tenido los mismos contenidos de siempre: su reciente visita al Papa, don Giussani (hablamos del artículo de La Repubblica) y el deseo de poder encontrarse con él en breve, su periódico, con las crónicas dificultades económicas y la celebración de nuestros veinte años de amistad.
París, 1980, nuestro primer encuentro: aquel año abría la oficina de correspondencia de Il Sabato, era el periodo en elq ue la capital francesa hospedaba el mayor número de exponentes de la disidencia soviética.
Irina Alberti era el punto de referencia para todos los que, también por elección, no hablaban otra lengua que el ruso, no tenían conocimientos ni trabajo; Irina gestionaba sus entrevistas con la imprenta occidental, se ocupaba de sus colaboraciones como escritores o periodistas con editores franceses o americanos, les permitía vivir.
Hizo suyo mi trabajo rápidamente: le gustaba la aventura de Il Sabato, tenía curiosidad por nuestro movimiento. Era también el año del primer Meeting, en el que participó con gran entusiasmo, una cita que se mantendría después atendiendo a la invitación con inmediatez en ediciones sucesivas.
Nunca nos hemos perdido de vista en estos veinte años, de un modo o de otro, nuestras historias se han cruzado constantemente, cuando podía, le pedía a Irina una colaboración para esta o aquella noticia que tenía que hacer. Hacerla escribir respondía a dos objetivos importantes: dar claridad a los argumentos, para ella queridos, relativos a la situación de la Unión Soviética primero y después de Rusia y ayudarle económicamente a sostener la gran empresa que desde hacía años llevaba adelante con su semanal El pensamiento ruso.
Durante muchos años, todas las semanas, y con los medios de transporte más disparatados, la publicación partía de París para encontrar algunas decenas de millares de lectores que en la Unión Soviética, deseaban conocer la realidad de su país. Después del derribo del muro todo cambió e Irina Alberti realizó, al mismo tiempo, dos de sus grandes deseos: poder regresar a Rusia y que su periódico circulase libremente. Encontró el modo, siempre trabajando desde París, de tener una imprenta en Moscú y de distribuir desde allí, cada semana, juntando a sus lectores.
Con la ayuda de algunos amigos y la contribución de "Ayuda a la Iglesia que sufre" conseguía respetar la cita semanal, resistiendo incluso a todas las presiones procedentes de Rusia para que aceptase financiaciones locales, publicidad y suscripciones: no quería que le taparan la boca. De todo esto hablamos en París, poco días antes de su muerte, de todo esto y de la frase del artículo de don Giussani en La Repubblica, de la frase que más nos había impresionado: «Por eso, quien ha encontrado a Cristo, no espera un instante para ayudar al mundo a ser mejor, o, al menos, más soportable. Pero él también está convencido de que el mundo lo perseguirá siempre, acusándolo de todos los males». Con esta intención recorrimos nuestros primeros veinte años, los que poco antes habían justificado un brindis, y concluimos que habríamos necesitado otros veinte años para ser capaces de mejorar, sólo un poco, lo que nos rodea. No era así, lo sabía bien, había dado algo, renunciado a todo, sufrido demasiado; había cambiado mucho de lo que nos rodeaba y quien debía reconocerlo, lo ha hecho.
Por todo lo que te debo, gracias, Irina, gracias por todo.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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