La Declaración conjunta de católicos y luteranos sobre la doctrina de la justificación, que estuvo en el origen de la Reforma protestante contra la Iglesia de Roma. Después de 500 años de división, un gesto de ecumenismo real
El Papa ha comentado con autoridad en el Ángelus del domingo 31 de octubre la firma de la Declaración conjunta sobre la justificación para la fe firmada precisamente ese día en Habsburgo (Augusta, en Alemania) por los representantes de la Iglesia Católica y de la Federación Luterana Mundial. Es muy significativo que la firma se haya realizado en el mismo lugar en el que, en 1530, fuera entregado al emperador el primer escrito confesional de los protestantes y se leyera públicamente.
«Se trata de una piedra angular - afirma Juan Pablo II - en el no fácil camino de la reconstrucción de la plena unidad de los cristianos. (...) Este documento constituye una base singular para continuar la investigación teológica ecuménica y para afrontar las dificultades que aún permanecen con una esperanza más fundada de resolverlas en el futuro. Es también una contribución preciosa a la purificación de la memoria histórica y al testimonio común».
La Declaración conjunta es fruto de un renovado clima ecuménico que ha caracterizado los últimos decenios de nuestro siglo y que el Papa reconoce, dirigiendo «un pensamiento agradecido a todos los que han rezado y trabajado» para hacerla posible. El trabajo de los estudiosos se ha basado en la profundización de los textos de la Sagrada Escritura y de los Padres y en renovadas investigaciones sobre la compleja historia de la Reforma y del Concilio de Trento.
La breve fórmula que tradicionalmente fija en el contraste entre fe y obras la concepción luterana y la católica de la justificación aparece hoy bajo una nueva luz, tanto que la Declaración conjunta afirma: «La obra de la gracia de Dios no excluye la acción humana: Dios obra todo, el querer y el obrar (...) pero el justificado tiene la responsabilidad de no desperdiciar esta gracia y de vivir en ella».
Comentando el delicado trabajo que ha llevado a la redacción de la declaración, un artículo de L'Osservatore Romano del 28 de octubre de 1999 ayuda a comprender el punto central de una controversia secular: «Por una parte la afirmación católica de la cooperación humana con la gracia ha sido considerada por los luteranos como una disminución del valor de la acción de Cristo o como un intento de establecer la propia justicia; por otra parte los católicos han objetado a las posiciones de Lutero que la justificación resulta exterior al hombre y no toca su ser profundo. Las visiones, sin duda diferentes, del hombre pecador y alcanzado por la gracia, no deben hacernos olvidar una coincidencia fundamental: sólo por la gracia de Cristo el hombre puede ser salvado y sería una pretensión vana confiar en las propias fuerzas o en los propios méritos».
La importancia central de la gracia
No debe escapársenos la importancia del término «gracia» ya elaborado por el Concilio de Trento en respuesta a la posición luterana y ahora reconocido como común por ambas partes. Es un término, estrictamente conectado al de mendicidad, en el que se resume la tarea de la libertad humana, tan querida para don Giussani.
Desde el punto de vista histórico, además, no se pueden olvidar las consecuencias de una escisión tan profunda que ha herido desde hace más de 400 años el rostro de la Iglesia y ha hecho más difícil y solitario el camino hacia la eternidad de millones y millones de hombres en Europa y en América. Además hay que recordar también que muchas guerras que han devastado Europa en el curso del siglo XVI y XVII han tenido su origen en una división de carácter religioso, que ha invadido también la realidad social y política, y en la cual el absolutismo y el capitalismo han encontrado un terreno en el que han arraigado fácilmente.
La nueva llamada del Papa a purificar la memoria histórica con ocasión de esta inicial reconciliación entre católicos y luteranos me parece que puede entenderse como una invitación a mirar con profundidad el camino común de los hombres, guiados misteriosamente por una Providencia que se afirma a través de sus errores, de su intransigencia y de sus incomprensiones recíprocas.
Más de una vez durante su pontificado, Juan Pablo II ha pedido perdón por los pecados y los errores con los que los cristianos han ofuscado el rostro de Jesús. A menudo ha sido malentendido. Con estos gestos nos ha enseñado a todos una lealtad que va más allá de las excusas, gracias a un abandono total en la Misericordia que rige el mundo y que triunfa, también en la oscuridad de las apariencias, allí donde es reconocida e invocada: «Su misericordia se extiende, de generación en generación, sobre aquellos que le temen».
Hoy, al inaugurarse el Jubileo, el reclamo a la penitencia y a la esperanza, se hace más cercano. Esta semilla de unidad, depositada en Augusta, puede ser una ocasión para «sentir con la Iglesia», de forma que no sean solicitadas sólo la piedad y la devoción, sino también la memoria y el apoyo al tesoro de gracia custodiado en el seno de la Esposa de Cristo.
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