El Osservatore Romano del 7 de octubre ha publicado las intervenciones de Jone y Jesús Carrascosa, del Centro internacional de CL, invitados al Sínodo en calidad de “auditores”. Carras y Jone hablaron en la asemblea plenaria el 5 de octubre
Jone Echarri
Deseo, ante todo, expresar mi gratitud por la invitación de Su Santidad a participar en este Sínodo. Lo agradezco al Santo Padre también en nombre de Comunión y Liberación, que es la experiencia que me ha generado y me permite profundizar en el acontecimiento cristiano. Hace algunos días, hablando con don Giussani de esta Asamblea, decíamos que Europa toma su fisionomía del cristianismo, es decir, del lugar y de la compañía que asegura al hombre el descubrimiento y el redescubrimiento de todos los factores fundamentales de la existencia. De hecho, la experiencia cristiana exalta la dignidad del hombre como criatura racional, y por eso como autoconciencia de lo creado, en cuanto que se descubre a sí mismo como relación directa con el Misterio que hace todo y como libertad. Ésta reconoce que todo depende de Dios y que, por tanto, cualquier paso de la existencia debe coincidir con la voluntad de Dios. Por eso, cualquier acción del hombre es obediencia, si bien imperfecta, al Misterio. Todo olvido y rebelión representan una mentira para la autoconciencia del hombre, mentira que se llama pecado. Nadie nace tan justo como para evitar experimentar en la existencia la huella del pecado original, esto es, la imposibilidad de conseguir con sus propias fuerzas, ser verdaderamente aquello que está destinado a ser. De esta imposibilidad nos libera Jesús de Nazaret, Dios encarnado, compañía humana a nuestro destino. Cristo libera al mundo a través de la Iglesia, que es la prolongación, en el tiempo y en el espacio, de su acontecimiento, fuente de luz y fuerza para el juicio y el comportamiento del hombre. La participación en el Sacramento - signo eficaz de la presencia de Cristo -, en el que el hombre vive la existencia para la voluntad de Dios, representa la irrupción del Eterno en el tiempo y en el espacio. El bautizado es restituido así, como protagonista nuevo en la escena del mundo, ante todo, a través del testimonio del propio cambio, como nos ha recordado el Papa en el discurso inaugural: «Europa del tercer milenio, la Iglesia [...] te propone a Cristo, verdadera esperanza para el hombre y para la historia. Te lo propone no sólo y no tanto con palabras, sino especialmente con el testimonio elocuente de la santidad». Este cambio puede llegar a generar obras, distintas en su utilidad para el hombre, lugares de verdadera esperanza, signos de un alba incipiente de nueva humanidad en medio de la oscuridad de una barbarie que amenaza hoy a Europa, para la gloria humana de Cristo en la historia.
Jesús Carrascosa
Beatísimo Padre, en nombre de don Giussani, junto a todos los amigos del movimiento de Comunión y Liberación y en el mío propio, agradezco a Vuestra Santidad la invitación a participar en este Sínodo. Debo confesar que comencé a percibir qué era el acontecimiento de Cristo como respuesta a toda la vida después de haberlo buscado, durante mucho tiempo, por otros caminos sin éxito: los caminos de la ideología, que me parecían inmediatamente los más atractivos y convincentes por su fuerza a la hora de explicar y querer cambiar la realidad. Pero, después de un tiempo, se revelaban a mis ojos como lo que son: incapaces de cumplir la promesa de plenitud y de felicidad que vibra en el corazón del hombre. Sólo al encontrar a Cristo en la carne de su Iglesia, he experimentado la correspondencia con las exigencias y las preguntas de mi corazón, razón y afecto. Lo que entonces, hace tantos años, me había conducido a perder la presencia de Cristo en mi existencia fue una concepción dualista: separaba la fe de la vida, la fe de la razón, reduciendo a Cristo a un profeta social o a una inspiración moral. Justamente por la experiencia vivida, me parece poder observar que esta tentación de dualismo continúa estando presente entre los cristianos de Europa. Si en los años setenta se resolvía en un activismo social y político fuertemente ideológico, hoy asume la forma de un espiritualismo descarnado, hasta llegar a un inevitable moralismo esclavo de las leyes. El alba de un nuevo inicio para mí, siendo ya adulto, fue un encuentro humano. La excepcionalidad de Cristo se me hizo presente a través de la fragilidad concreta del signo elegido por Él: un grupo de amigos, una compañía que era una comunión vivida, cuya vida era más atractiva y completa que la de aquel grupo de cristianos anarquistas del que formaba parte (cifr. Instrumentum laboris, n. 45: «Una Iglesia, verdadero lugar de comunión»). El encuentro no se dio en la penumbra de una sacristía, porque en la iglesia no estábamos más que un rato. Se dio, más bien, en el colegio donde enseñaba. Lo que me impresionó de esos amigos fue que no hicieron discursos sobre Cristo, sino que me propusieron su presencia real como respuesta racional, es decir, interesante, a todos los aspectos de mi vida y su amistad como lugar donde verificar esa correspondencia. Si el cristianismo fuese sólo una doctrina o una moral, anunciarlo sería difícil, una labor de especialistas y adeptos al trabajo, que interesaría a pocos o a ninguno. Preguntarse por la dificultad de la misión en Europa significa volver a descubrir la absoluta sencillez del método de Cristo, del Dios con nosotros: Jesús es una presencia humana que asume toda la vida y la cambia. Por eso hacen falta cristianos conscientes y persuadidos de esto, para hacer presente a la Iglesia en sus comunidades. Tal cambio exalta los factores originales de la experiencia humana según tres dimensiones: un juicio nuevo que se convierte en cultura, es decir, conciencia crítica y sistemática de la experiencia y mirada valorizadora de todo, incluso de la más mínima pizca de verdad presente en el otro (ecumenismo). La caridad como ímpetu de compartir y de la afirmación gratuita del destino del otro, de su bien, que es Cristo, hasta el perdón. La misión como conciencia de que todo nos lo ha dado Cristo y que la vida dada por Él (cifr. 2 Cor 5) se vuelve deseo de que todos Lo conozcan, dentro de la materialidad de la existencia. De este modo, el cristiano da un testimonio sostenido por los Sacramentos y la Autoridad.
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