El acontecimiento de Cristo da consistencia al “yo” y lo sitúa en condiciones adecuadas para vivir el drama de la libertad. La última parte de la intervención del teólogo de Madrid centrada en el título del Meeting 99
Si el camino que hemos descrito someramente parece terminar con la victoria definitiva de esta destrucción de lo humano, ¿a partir de dónde se puede volver a empezar? Pero antes aún, ¿es posible volver a empezar? Podemos formular estas preguntas con las certeras palabras de Vasilij Grossman. «¿Sufre la naturaleza del hombre una mutación en el crisol del Estado totalitario? ¿Pierde el hombre su aspiración a la libertad? En las respuestas a estas preguntas reside la suerte del hombre y la suerte del Estado totalitario. Una transformación de la naturaleza del hombre implicaría el triunfo universal y definitivo de la dictadura del Estado totalitario» No cuesta mucho comprender que los términos en los que se plantea la alternativa son radicales para el destino del hombre, y es iluminador en este sentido escuchar la respuesta de Grossman: «El totalitarismo no puede nunca renunciar a la violencia. Si renuncia a ella, perece. La coacción y la violencia continuas, directas o enmascaradas, son el fundamento del totalitarismo. El hombre no renuncia por su propia voluntad a la libertad. Esta conclusión es la luz de nuestro tiempo, la luz del futuro».
El hecho de que el hombre no haya perdido su deseo de libertad y ni siquiera lo haya sacrificado a las terribles condiciones que los regímenes totalitarios han creado para anularla, ofrece el punto de partida y señala el camino a recorrer incluso en estos tiempos, en los que los regímenes políticos democráticos no son ya los del totalitarismo clásico, pero donde la indefensión cultural frente al Estado es siempre una grave amenaza para las sociedades, incluyendo las occidentales. Aunque los cambios en la concepción de Dios y del hombre que han tenido lugar en la edad moderna han sido tan profundos como hemos descrito, sigue en pie de todos modos la evidencia de que, testarudamente, la libertad se asienta como el punto de partida para una recuperación adecuada del rostro del hombre y del rostro de Dios. Jesús enseña a sus discípulos el modo mediante el que un hombre llega a ser libre; sólo en el encuentro con Su presencia se cumple la libertad: «Si el Hijo os hace libres seréis realmente libres». Pero, ¿qué hombre puede garantizar a otro hombre su plena libertad? ¿De qué modo este encuentro nos hace definitivamente libres? Esta afirmación inaudita se puede justificar bajo una única condición: que Jesús sea en sí mismo la Verdad, el Misterio sobre el que se funda la existencia y que cumple con creces su exigencia de satisfacción total. Tertuliano tenía bien clara esta condición cuando, haciéndose eco de la solemne declaración del Evangelio de Juan: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida», afirmaba: «Dominus noster Cristus veritatem se non consuetudinem cognominavit», es decir: «Nuestro Señor Jesucristo se llamó a sí mismo ‘Verdad’, no ‘costumbre’». Cristo no se presentó ante los hombres como una posibilidad entre otras para alcanzar un comportamiento religioso y moral, sino que tenía una pretensión excepcional, la de ser la Verdad universal en relación con el destino de cada hombre, una verdad que se manifiesta a través de la particularidad histórica y personal de Aquel que nació en Belén en el siglo primero de nuestra era. Este es el único acontecimiento que justifica el famoso milenio: hace dos mil años Dios se ha hecho compañía para el hombre.
Características del encuentro con Dios
Tratemos de detallar algunas de las dimensiones de este encuentro que introduce en el conocimiento de Dios y en la plenitud de uno mismo.
El que reconoce a Cristo experimenta el estupor propio de la evidencia de lo verdadero. En su gran obra Gloria, Von Balthasar había subrayado que el Misterio cuando se comunica no tiene necesidad de que se le explique a partir de otra perspectiva sino que da testimonio de sí mismo como verdadero, y ofrece gratuitamente sus razones al interlocutor de tal modo que éste pueda reconocer la correspondencia con sus exigencias más profundas y reaccione expresando la sorpresa, la maravilla, la atracción, el deseo. La Redemptor hominis de Juan Pablo II había afirmado que «este asombro profundo ante el valor y la dignidad del hombre se llama Evangelio, se llama también cristianismo».
En segundo lugar, el encuentro no se limita a una fascinación estetizante, más o menos estática; es esencial para la razón que este reconocimiento de la realidad y de uno mismo llegue a iluminar la dependencia original, como dato creatural, que el encuentro histórico esclarece. Es aquí donde el encuentro revela todo su contenido de verdad y aclara la condición propia de Dios y del hombre. Ireneo de Lión lo había expresado de modo sintético en su conocida fórmula: «Deus facit homo autem fit». Dios es el que hace ser, es quien genera, se manifiesta como Padre, y el hombre está hecho por Él, vive por Otro, es hijo. Hasta que no se llega a este punto no es posible todavía hablar de una religiosidad plenamente humana.
El camino de la libertad
A partir de este encuentro se abre el camino de la libertad como un camino hacia el otro. La modalidad de camino, típica del Evangelio, se muestra profundamente correspondiente con la estructura de la libertad humana. La libertad es dramática, es decir, tiende necesariamente hacia una plenitud que no posee y que no puede dejar de desear por naturaleza. Dicho en otros términos: el hombre existe, pero no se basta a sí mismo; no puede substraerse a la acción porque es inevitablemente atraído por el deseo de unidad con lo real. Este movimiento implica el salir de sí mismo, un ser-con-el-otro que en el caso de los hombres se materializa en ser-para-el-otro, en un darse para alcanzarse a sí mismo. Dicha estructura dramática de toda libertad muestra cómo el hombre está originariamente llamado a vivir en relación con la realidad, en una relación que tiende a la unidad con lo real, si quiere ser él mismo. La gran tradición cristiana siempre ha identificado como algo bueno este tender, característico del deseo humano incluso en la relación con Dios. Exclama San Agustín: «Se busca para encontrar más dulcemente y se encuentra para buscar con más avidez». Esta tradición humana y de fe resonaba todavía en Calderón. He aquí, desde el punto de vista contrario, el motivo por el que el hombre, aislado a consecuencia de su pretensión de deshacerse de todo vínculo, queda siempre insatisfecho.
La naturaleza dramática de la libertad se manifiesta también en su dimensión histórica. Escribe Ratzinger: «La paradoja de la esencia humana es que sólo en la tensión hacia lo particular de una historia que procede del exterior puede encontrar lo universal de sí mismo».
La libertad humana, dicho de otro modo, tiene una naturaleza histórica, está en camino hacia la realización de sí misma a través del tiempo y del espacio. Hemos dicho que, para llegar a ser él mismo, el hombre debe salir de sí, y este movimiento se produce concretamente cuando se pone en juego en las situaciones concretas de la vida, que son condición para que el hombre alcance su plenitud. El hombre adquiere los significados universales inevitablemente a través de la particularidad de una condición determinada, y cuanto más entra en un particular más se desvela la exigencia de totalidad que lo constituye. Sabe verdaderamente qué es la paternidad quien ha podido conocer un padre que lo era de verdad. Por eso el hombre jamás se contenta con una particularidad cerrada sobre sí misma y que no remite a lo universal. Incluso aquí, estamos lejos del ideal de una razón autónoma que buscaba en sí misma, aislada de la dependencia de tiempo y espacio, el saber absoluto.
Intentos imperfectos
Si la figura completa de la libertad es esta de la que estamos hablando, se puede adelantar otra conclusión. En su imperfecto tender, en su devenir, es decir, en su no ser todavía lo que es, el hombre se asemeja ya al Ser perfecto e inmutable, aunque quede siempre la fundamental diferencia entre el hombre y Dios. El hombre es semejante a Dios aún dentro de su condición finita, histórica, mutable, y no debe superar su característica tensión, su estar en camino, porque es precisamente en este tender, en sus “insatisfechas aproximaciones analógicas” a la perfección, en lo que se asemeja a Dios, quedando claro al mismo tiempo que no es Dios, en quien su plenitud excluye cualquier posibilidad de devenir. Si el hombre religioso se reconoce semejante a Dios justamente en sus intentos imperfectos, el hombre no religioso, que pretende ser Dios, oscila en cambio entre la pretensión de ser capaz de hacer todo por sí mismo, mientras tenga fuerzas, y la triste resignación de quien no llega a adueñarse por sí solo de la verdad y concluye, contra el sentido común, que la verdad no existe.
El rostro bueno del Misterio
«La presencia del Misterio en los Evangelios no solo sobrevuela, sino que es realmente palpable, sensible. En el lenguaje del Evangelio, la presencia del Misterio se incluye como una noción no negativa, no es un límite al conocimiento; al contrario, es una invitación al conocimiento». Estas palabras de Mario Luzi subrayan la diferencia radical entre la concepción cristiana del Misterio y otras concepciones. Para la revelación cristiana está claro que Cristo es Misterio; podemos decir que es el Signo que explica todos los signos, esto equivale a decir que no agota el Misterio - uno no se puede adueñar de Cristo -, pero esclarece todo el resto sin perder su carácter de Misterio.
Las palabras de Jesús explican la vida. Por tanto, después de Cristo, no se puede hablar ya en sentido radical de ‘desconocido’ ni de miedo, excepto en cuanto atañe a Satanás, el príncipe de la mentira, de las falsas apariencias. Si el misterio de la encarnación, del acontecimiento de Cristo, nos permite comprender en qué consiste y cómo actúa la libertad humana, también desvela, al mismo tiempo, cómo es íntimamente el Misterio. Se nos ha abierto el camino para conocer su verdadero rostro. A la vez que desvela al hombre a sí mismo, Cristo manifiesta que Dios no es el ente supremo del deísmo o el soberano amenazante del que el hombre moderno quiere escapar a toda costa, sino un “tú” que nos ama sin reservas. El Misterio infinito es un “tú”, y en este reconocimiento lleno de respeto y veneración, que sólo la experiencia frente al tú de una persona amada permite evocar, reside toda nuestra dignidad. Podemos sostener que toda nuestra grandeza se basa en la pertenencia de nuestro “yo” al “tú” que nos hace ser. “Yo” soy “tú” que me haces.
Estamos justo en las antípodas de aquella religiosidad sin paternidad con la que hemos iniciado nuestra reflexión. La concepción del Misterio que Jesús ha introducido para siempre en el mundo es la de un Padre que no se reserva, como genialmente llegó a describir en la parábola del Hijo pródigo. Justamente la revelación puede afirmar «Tam Pater nemo» (cfr. Dt 32,6).
Afecto y trabajo
Jesús enseña que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. No es este el momento para adentrarse en complejas reflexiones trinitarias, pero quizás sea útil verificar la bondad de la tesis que acabamos de formular: Dios ilumina nuestra realidad humana sin dejar de ser Misterio indescifrable por nosotros. Pongamos un ejemplo. Que Dios sea Padre, Hijo y Espíritu Santo nos ofrece la razón última para el respeto de la diversidad de raza, religión y cultura en la convivencia entre los hombres. Era clásica la objeción racionalista al monoteísmo como factor de desequilibrio y, por tanto, de potencial peligro para las democracias basadas en el relativismo: quien confiesa una verdad absoluta no es capaz de participar en el juego de la democracia, que postula el respeto a los demás. Entonces, o se abandona una fe así o se la vive privadamente, sin consecuencias sociales y políticas, y se actúa como “ciudadano” según los principios universales de la razón, que excluyen otras pertenencias absolutas. Frente a tal objeción conviene recordar cómo el hecho de que en Dios haya distinciones reales entre las personas, significa que existen el Uno, el Otro y su Unidad. Por tanto, es un bien que el otro exista, la alteridad no es una amenaza o un riesgo para la realización de uno mismo, como teme el mundo en el que ha desembocado el racionalismo, sino justamente al contrario, es su condición de posibilidad. Es ésta la razón que distingue, por otra parte, al monoteísmo cristiano de los otros grandes monoteísmos - judaísmo, islam -. En la revelación cristiana Dios mismo es una Unidad de tres Personas en una única esencia de amor. El respeto al otro, a quien es diferente, a la minoría, no es, para un cristiano, el resultado de una corrección externa a su fe, sino precisamente la manifestación social de la más profunda verdad de la fe, la Trinidad. El cristiano es respetuoso con el otro, no a pesar de su fe, sino gracias a ella (caridad). Sus expresiones históricas limitadas o torpes lo llevarán si acaso a un ensimismamiento mayor con la naturaleza del ser divino tal y cómo Jesús la revela, no a una homologación extraña a su propia identidad. Si la objeción racionalista es válida para otras posturas religiosas no me toca decirlo a mí, pero ciertamente la revelación cristiana no es tal si no cuando, interpelando la libertad del hombre, le muestra que en Dios mismo la alteridad es una verdad eterna.
La vida se libera del miedo
En una conversación de hace unos años, don Giussani le decía a Giovanni Testori: «No se puede dar a un ser humano, no se puede dar a un hijo el sentido de ser querido, no se puede hacer entender esto a nadie si no se comunica la alegría de un destino». Nuestra reflexión ha querido contribuir a iluminar la diferencia que hay entre una concepción del Misterio como algo desconocido y una concepción del Misterio como presencia que despierta asombro y hace ser. La razón de este interés es muy simple: frente a lo desconocido se tiene miedo, y por tanto no se es libre; el que no es libre no puede construir nada en su vida ni en la vida social. Es necesario volver a encontrar esa Presencia única que permite salir del miedo y le devuelve a la vida la alegría de un destino, haciendo posible comunicar a otros seres humanos la experiencia de ser querido. Si una concepción deísta o neopagana de Dios, desde dentro de las palabras cristianas, ha llevado a un debilitamiento en la transmisión de la fe, es porque padres, maestros y sacerdotes no han sabido comunicar el gozo de un destino bueno. De la relación filial con el Misterio surge, en cambio, un amor verdadero hacia el otro, un darse sin reservas que permanece deseable tanto el día siguiente como el anterior, que no se consume al darse, sino que se incrementa. Hannah Arendt apuntaba que el hombre moderno, aislado, vive en el resentimiento, mientras la actitud propiamente humana es la gratitud típica del hijo. Muchos de nosotros podríamos expresar los motivos de esta gratitud, pero tal vez el más profundo de todos es aquél con el que podemos concluir esta intervención.
En el encuentro con Jesús se hace posible la moral, como adhesión racional y libre a una Presencia que tiene que ver con el propio destino, que pone el horizonte de una plenitud impredecible, y sin embargo interna a la acción, no ya medida exterior, limitación o pura ley; una moral cuyo culmen histórico es el perdón, o mejor aún, la misericordia como abrazo que acoge al otro incluso en su desesperación más negra. Esto distingue al hijo del esclavo, dominado por el miedo; ésta es la compañía que lo desconocido jamás podrá ofrecer al hombre en su dolor, en las contradicciones, en el mal y en la muerte. Es el hombre Jesús la victoria definitiva del Misterio de Dios sobre lo desconocido, ese hombre presente, que suscita con su atractivo nuestro estupor y pone en marcha la libertad.
Si al inicio he citado a un gran escritor, termino diciendo que también la cultura popular cristiana ha sabido siempre que la verdadera religiosidad no es jamás una medida frente al Otro, sino una relación tenaz, donde el otro - Dios - siempre abraza. «¿Qué importa si tengo las botas rotas?, yo te miro y se me alegra el corazón», como me enseñó hace algunos años una bellísima canción italiana de montaña.
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