Un psiquiatra, un ama de casa y un misionero de Birmania. Tres historias, tres testimonios para aprender en las circunstancias cómo Cristo responde al problema de la vida Trabajar con “locos”
MARCO BERTOLI
Soy psiquiatra y trabajo como responsable del Centro de Salud Mental de Palmanova, provincia de Udine. Estoy casado y tengo cuatro hijos estupendos. Digo esto porque no sería lo que soy si no tuviera junto a mí a mis hijos y, sobre todo, a mi mujer, que me permite vivir cotidianamente la experiencia de ser amado. Esta experiencia y esta mirada es la que llevo cada día en el corazón al enfrentarme con una realidad de trabajo difícil y a veces incomprensible, como es relacionarse con personas que viven el drama de la enfermedad mental. Está también el dolor de sus familias, siempre en busca de una posible curación para sus seres queridos. Nunca he tenido vocación de médico, y menos aún de psiquiatra, pero el buen Dios me ha guiado como ha querido, permitiéndome conocer el movimiento al tiempo del terremoto que sacudió Friuli en 1976.
He crecido, primero en la experiencia de GS, después en la del CLU, en Trieste. Mis amigos, en especial los de la Fraternidad, han sido siempre los fieles custodios de mi fe y, por tanto, de mi felicidad. En esta compañía empecé a percibir cada vez más que Jesús no era sólo una palabra pía, sino un hombre fascinante al que se podía encontrar.
Vuelvo a mi trabajo. Una vez me invitaron a un encuentro de las empresas sin ánimo de lucro de la CdO. Creí que se habían equivocado al invitarme y, tomando la palabra, empecé diciendo que me sentía fuera de lugar porque yo no hacía ningún trabajo de caridad, simplemente trabajaba. Además, trabajo en una empresa pública porque como médico he optado por esta actividad profesional. Casi me avergonzaba de ello porque creía que si no ponía en marcha alguna obra compitiendo con el Estado no era digno de trabajar en la CdO, ya que no defendía la subsidiariedad vertical y horizontal. Sin embargo, en ese encuentro, Vittadini dijo que le interesaba que yo hablase de mi trabajo porque «la caridad es el don conmovido de uno mismo». Entonces, si la caridad es eso, ¡yo sí tenía que estar ahí! Sí tenía que ver conmigo, porque el movimiento me ha enseñado a afirmar al otro por lo que es, a amar al otro porque Jesucristo ha muerto también por él en la Cruz, para que el hombre pueda vivir, y esto vale también para mis enfermos abandonados, solos y olvidados.
Las pruebas de amor, de belleza y paternidad que últimamente Enzo Piccinini me había hecho gustar, no podían dejar de tener algo que ver con las personas que cuido, con los padres angustiados y agotados por la presencia de un hijo esquizofrénico, con mis hijos, mi mujer y mis amigos.
Entiendo cada vez mejor que se me propone algo que no se puede desperdiciar y, por eso, he empezado a utilizar las categorías de la escuela de comunidad durante las psicoterapias individuales. Me he dado cuenta de que las personas ya no entienden el significado de palabras como ‘libertad’, ‘verdad’ y ‘realidad’, y de que están dispuestas a aceptar y seguir las indicaciones que provienen de alguien que se interesa gratuitamente por ellas y por su bienestar. Y no sólo esto... he empezado a usar los instrumentos del movimiento con mis compañeros, con mis superiores y con los enfermeros, sugiriendo la lectura de los libros de la BUR (Biblioteca Universale Rizzoli, ndt.), proyectando películas, hasta llegar a proponer una escuela de comunidad en el hospital.
Durante el Meeting de Rímini con mi director - el Dr. Righetti - y el director general de la empresa de Trieste - el Dr. Rotelli - propusimos algunas reflexiones sobre los trastornos mentales. Al final del encuentro, el Dr. Rotelli, impresionado aún por la acogida recibida, me propuso ir a Trieste como responsable del Centro de Salud Mental más importante de la ciudad. Y mi jefe se decidió a bautizar a sus hijos, una chica de 16 años y un chico de 9.
Por último quiero contar dos hechos que atestiguan lo que Giussani escribe en las primeras páginas de L'attrattiva Gesù: cuando «el encuentro se convierte en la forma de toda relación», se construyen lugares de humanidad verdadera, disponible y atenta a las necesidades de los demás. Para que esto pueda suceder hay que estar ante la realidad haciendo memoria, es decir, experimentando una mirada amorosa que te perdona siempre.
El otro día, al visitar a una enferma esquizofrénica afectada también por una alteración en la alimentación, se sorprendió porque, después de haberle preguntado como estaba, empecé la conversación diciéndole sinceramente: «¿Qué puedo hacer para ayudarte?». Me respondió llorando que nadie jamás se había dirigido a ella así. Todos los que la habían visto sabían ya de qué tenía necesidad, y no se habían dignado ni siquiera a mirarla.
El segundo episodio se refiere a mi impensable capacidad de servir a ciertos enfermos que dan miedo, no siendo yo precisamente un tipo muy valiente. Me encontré a los pies de un enfermo, que en más de una ocasión me había pegado, y mientras trataba de buscarle el pulso de las piernas me percaté de la situación de peligro en la que me hallaba y de repente me di cuenta de que Cristo, aquel día, me alcanzaba a través de ese rostro sufriente y poco recomendable...
Por último, quiero contaros un episodio que conocí por mi mujer y que pone de manifiesto la importancia de mantener un corazón sencillo y sincero para poder acoger y reconocer la presencia del Misterio que se hace carne. Cuando estaba en Costa de Marfil, donde sigo un proyecto de cooperación de mi empresa, mi mujer dijo a mis hijos que les iba a enseñar dónde estaba su padre: estaban todos inclinados sobre el libro y elle, después de buscar en el atlas dónde estaba Costa de Marfil, dijo: «¡Aquí!, papá está aquí». Muy desilusionados, exclamaron señalando el papel: «Pero aquí no está papá ».
Sólo el estupor conoce, con un conocimiento que se convierte en afecto, en pasión y gusto por la propia vida y por la de todas las personas que Dios nos hace encontrar.
El camino que dispuso el cielo
MARÍA ALETTI
Cuando me casé, hace muchos años, creía que el matrimonio era un modelo que había que realizar: querer a mi marido, serle fiel, tener hijos y educarlos cristianamente.
Los hijos vinieron enseguida: tres en dos años. Creía que sabía cómo hacer de ellos buenos cristianos, tenía mi esquema en la cabeza.
Enseguida empezamos a tener problemas con el primogénito: no nos seguía, no respondía, parecía sordo. A los tres años nos dieron un diagnóstico terrible: casi con toda seguridad no aprendería a leer ni a escribir, ya era mucho que se hubiera decidido a hablar. En cualquier caso llevaría una vida difícil e infeliz. Se me cayó el mundo encima: se rompieron todos mis esquemas. Lo más insoportable era pensar que no sería feliz. No encontraba paz ante el hecho de haber traído al mundo un hijo infeliz. Era el principio del verano. Me fui de vacaciones yo sola con los tres niños. Llevaba conmigo el Libro de las Horas, rezaba todas las Horas, todos los días, buscaba en cada versículo la respuesta, exprimía cada palabra. Lo leía entero, desde el principio hasta el final, siempre con la misma pregunta: «Dios mío, ¿por qué? Toma mi vida a cambio y hazle feliz». Hasta que una tarde a finales de verano - acababa de terminar la Hora Intermedia - me pareció como si el Señor se hubiese servido de las últimas palabras y me dijese: «Pues, ¿no lo entiendes? No está en tu poder procurar la felicidad a tu hijo, es cosa mía. Tu hijo está hecho para la felicidad y tú también». Como diciéndome: «No es necesario que me des tu vida a cambio: Yo tengo lo necesario para hacer feliz a todos e infinitamente más de lo que crees». Me embargó una gran paz: asegurar la felicidad no es una empresa humana, no es tarea para las pobres espaldas del hombre, sería un peso que le aplastaría.
Desde ese momento se dieron en mi vida una audacia en la acción y una creatividad sin tregua. «El que planta no significa nada, ni el que riega tampoco; cuenta el que hace crecer, o sea, Tú»: nosotros plantábamos y regábamos, a Dios el resultado. Si lográbamos algo, bien y si no, igualmente bien; se intentaba otro camino. Lo cierto era que Dios no le dejaba ni un instante, todo lo demás era discutible y posible.
¡Cuánto camino desde entonces! ¡En qué hombre se ha convertido! ¡Cuántas personas a las que estar agradecidos empezando por sus siete hermanos! ¡Todo lo contrario de modelos y esquemas! Lo único necesario es adherirse a la circunstancia concreta: ahí está el Señor, no en tus pensamientos, sentimientos o ritos. Ahí se reclama de forma dramática tu libertad.
En lugar de obedecer a la circunstancia tal como se nos presenta, nos agotamos en esquemas, mundanos o clericales, y malgastamos nuestra humanidad. Si nos casamos pensamos que el matrimonio consiste en estar de acuerdo en todo, en decidirlo todo juntos, tener hijos, ir al encuentro de la Fraternidad juntos. ¿Y si los hijos no llegan? ¿Y si te peleas y te separas? ¿Y si por trabajo uno está aquí y el otro en América y no se puede hacer y decidir todo juntos? ¿Y si uno se queda viudo a los tres meses? ¿Entonces el matrimonio ha fracasado? ¿Me he equivocado de compañero? ¿Tenía que haberme hecho cura o monja? ¿Quién ha dicho eso? No te has equivocado de camino. Tal vez al principio te equivocaste en el juicio sobre tu marido o tu mujer: él o ella es diferente a lo que te habías imaginado, pero Dios no se equivocó cuando bendijo esa unión. No dejes a la mitad lo que has empezado. «Conviene recorrer el camino en el que el cielo nos puso, sea cual sea, hasta el final». Esa circunstancia que te hace sufrir quitándote el sueño o que te molesta no está contra ti, es para ti, ¡vívela entera!: ahí está el Señor queriéndote decir algo bueno, ahí está para ti. Él está para hacerte feliz, Él sólo necesita que le reconozcas.
«Un matrimonio tiene éxito ante Dios cuando se ofrece enteramente», le decía Giussani a una amiga que vive un matrimonio difícil. No huyas, ofrécelo. Sólo tú, entre miles de personas, puedes responder ese “sí” que esa circunstancia exige. Y todos nosotros, de alguna manera, dependemos de tu respuesta.
En el matrimonio nos quejamos con frecuencia: «Pero, ¿cómo es posible? Hemos ido a todo juntos: Ejercicios, retiros, liturgia, reuniones, ¿cómo es posible que él (o ella) no entienda? ¿Por qué se comporta así?». Tú no eres quien decide los pasos que debe dar tu compañero, ni por quién se debe dejar ayudar. No eres el dueño de su vida. Si el Señor quiere que se quede así - más adelante o más atrás -, acéptalo. En su relación con Dios no sustituyas a Dios. Tú, como le quieres, le invitas a que hable con su mejor amigo, le sugieres que hable con alguien, le propones leer los textos del movimiento, y con eso basta: lo único que puedes hacer es mirarle como le mira Cristo y ofrecerlo. Creo que ésta es la virginidad en el matrimonio: un amoroso estremecimiento en la distancia. Ten la certeza de que Dios cuida su alma, su felicidad eterna más de cuanto lo puedas cuidar tú. A ti te puede mover tu deseo de que sea mejor, el dolor de tu herida, tu orgullo tocado, pero a Dios no, Dios se mueve porque piensa en él.
Creemos que el mayor testimonio que nos podemos dar a nosotros mismos, a nuestros hijos y al mundo es el de la concordia. Cierto, ésta es una gracia preciosa cada vez menos frecuente hoy día. Sin embargo, hay algo más grande que la concordia: el perdón.
Todos experimentamos que sin perdón ningún vínculo se mantiene, pero no somos capaces de perdonar: cien veces al día tenemos necesidad de perdonar y cien veces al día debemos pedirlo. «Señor, si dependiera de mi lo rechazaría, pero Tú estás aquí y puedes concederme que lo acepte de nuevo». No hay ninguna situación que no se pueda vivir si tenemos la conciencia de que Le pertenecemos. Él, que nos crea en cada instante, puede concedernos también lo que nos falta.
En los bosques de Birmania
JOHN AYE KYAW
Soy un sacerdote de la diócesis de Mandalé de Birmania. La población birmana es de 48 millones de habitantes de los cuales sólo el 1,1 % son católicos. Hay unos 430 sacerdotes en todo el país.
En 1983, pocos meses después de mi ordenación, mi Obispo me mandó a estudiar a Roma. Un gran privilegio, era el primer sacerdote que salía al extranjero. Cuando llegué a Italia los primeros meses tenía mucha nostalgia de mi casa, pero esos siete años fueron estupendos. Llegó el momento de volver a mi patria y eso me resultó difícil. Volví entre mi gente y me sentía como un forastero. Traté de ayudar a los demás con los medios que tenía. Traté de integrarme en la sociedad birmana: tenía que cambiar mi forma de vivir, de hablar y de pensar. La pobreza, la miseria, la injusticia, los trabajos forzados, la falta de comunicación con el extranjero y, sobre todo, la falta de libertad, eran dificultades que me sofocaban en la vida cotidiana. Rabia, insatisfacción, tristeza y desilusión me oprimían.
Mi Obispo me confió la tarea de ser Rector del Seminario Menor. Como no tenemos escuelas nuestras, nuestros seminaristas menores van a la escuela pública y por eso debemos formarles bien en esta etapa, antes de que pasen al Seminario Mayor. Empecé con sólo 15 seminaristas, hoy son 116. Hasta hoy, el 35% de ellos se ordena sacerdote. Es bonito ayudarles en su camino al sacerdocio, pero además yo tengo que tratar de satisfacer sus necesidades materiales. No es fácil obtener alimentos. Además faltan textos, Biblias y energía eléctrica. Mi Obispo me ha confiado también una parroquia donde la gente vive en una situación miserable. Yo sufría por no ser capaz de ayudar a los que acudían a mí. Estaba triste y desesperanzado. Quería volver a Italia con la esperanza de encontrar ayuda. Por otra parte, no me parecía justo dejar a mi gente. Tenía que afrontar esta realidad.
Un día, en 1994, encontré en casa de mi Obispo dos libros en italiano: Un avvenimento di vita, cioè, una storia y Está porque actúa. Son libros de don Giussani. Los tomé para leerlos. El punto de partida es la experiencia de la fe como algo real. Esto me impactó y seguí leyendo. Me llamó la atención el relato que hace Giussani de cuando se encontraba en el bosque de Tradate y presa del pánico se puso a gritar. Entendí que el hombre es búsqueda y grita si hay alguien más que le puede escuchar. Yo me encontraba precisamente en esa situación. Mientras leía me preguntaba: ¿cuál es mi tarea? La respuesta fue: dar testimonio de Cristo. Mi misión era hacer presente a Cristo en medio de esa gente. Y como no podía cambiar la realidad, tenía que cambiar mi actitud y mi vida ante ella. Unos meses después, el 11 de febrero de 1995, tuvimos una misa en el Santuario de la Virgen de Lourdes que está a veinte kilómetros de mi ciudad. Le pregunté a un turista por qué había venido a misa tan temprano. Me respondió: «Es un día muy importante para mí: es el aniversario del reconocimiento de nuestra Fraternidad». Le pregunté: «¿De qué Fraternidad?». Me respondió: «De la Fraternidad de Comunión y Liberación». Entonces le dije: «También yo he leído los libros de don Giussani y me han impresionado mucho; han cambiado mi vida». Hablamos un rato de Giussani y del movimiento.
Silvio, este amigo de Pietraligure, escribió a Huellas de nuestro encuentro. Algunas semanas después me escribió don Ambrogio y le respondí. Después conocí al padre Mauro, un fraile de Thailandia y a sus amigos Franco y Patrizia que vinieron a verme. Así empezamos nuestra amistad.
En octubre de 1996 obtuve permiso para venir a Italia durante un mes como huésped del grupo de la Fraternidad de los sacerdotes, Studium Christi. Tuve la oportunidad de conocer personalmente a don Giussani y a muchos otros amigos. Cuando volví a casa reuní a cinco o seis sacerdotes para hacer escuela de comunidad mensualmente e invité también a mis seminaristas. Don Ambrogio viene una vez al año y me llama por teléfono cada quince días. Hoy, tres años después, he vuelto aquí con vosotros. Este encuentro fue muy significativo para mi vida porque la cambió. Los problemas y las dificultades permanecen y son muchos, pero yo he cambiado. Mi misión es vivir para los demás en Birmania. El encuentro me ha dado fuerza para vivir esta misión porque me ha dado a conocer a Cristo a través de las personas. No tengo casa, familia, ni parientes en Italia, pero esta amistad, esta pertenencia, estas llamadas de teléfono, esta fidelidad me hacen reconocer a Cristo presente en mi vida cotidiana.
Ahora, al mirar a Aquel que me ha llamado a dar testimonio de su presencia, quiero dar gracias por este don. Gracias Señor y gracias don Giussani.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón