Apuntes de la intervención final de Luigi Giussani en los Ejercicios Espirituales de verano de los Memores Domini
La Thuile, 5 de agosto de 1999
Pido disculpas por entrar también yo en el diálogo, pero querría aportar una contribución. En estos días hemos dado un paso, nuestra compañía ha dado un paso; un paso nuevo, aunque también antiguo, ya que la verdadera novedad revaloriza todo lo verdadero que hay en el pasado.
¿Qué debo deciros? Os digo que, como sea que se sintetice lo que se ha dicho, como sea que nos sintamos personalmente instigados por ello, o uno permanezca en cierta confusión, incertidumbre o extravío, de la manera que sea, hemos dicho algo que no podrá irse nunca de la cabeza; ya no podéis evitar estos días, no podéis apartarlos de vuestra vida.
Es un encuentro. Estos días han sido verdaderamente un encuentro (si hay alguien que no esté de acuerdo, que levante la mano...¡ninguno!). Antes que decir “con quién”, decimos que han sido un encuentro. Se puede comenzar diciendo “con quién”, pero entendiendo el meollo de la cuestión, identificando en qué sentido este encuentro tiene que ver contigo.
1. El Cristianismo no es una religiosidad habitual. Acabo de corregirme mientras hablaba, porque he estado a punto de decir que el Cristianismo no es una “religión” (pero esto no sería justo y es muy complicado defender esta afirmación). El Cristianismo no se presenta como una religiosidad habitual, de la que no se sienten influencias, pretensiones, ayudas, desilusiones, en la vida cotidiana (“en la vida cotidiana”: esto ya excede la pretensión que habitualmente debe tener una religión). De todos modos, Cristo no es un profeta o un pensador que reclame a la gente a algo que a Él le apremia. Mejor dicho: la religiosidad propia del cristianismo pone de manifiesto que el problema del hombre no es tanto lo que comúnmente se entiende por religiosidad, es decir, algo que, se vuelve hostil a la vida, se muestra como tal y, por lo tanto, es odiado, eludido o excluido de la vida concreta; ni tampoco es algo que, proponiéndose como interesante para la vida, se adopta como una alternativa a otras cosas [de tal forma que por un lado está el «problema religioso» y por otro la vida].
Yo quisiera subrayar lo que más me ha impresionado: el problema de la vocación es el problema de la vida, no el problema de la relación con Dios, con Cristo; coincide en primer lugar con el problema de la vida. ¡Es el problema de la vida! Y a nosotros nos interesa Cristo más que a todos los demás porque todo lo que Él dice, todo lo que hace, es expresión de una voluntad de respuesta a la vida.
Esto es lo primero que, tal como lo ha dicho Carrón, hace casi comprensible la frase que acabo de decir: el Cristianismo no es una religión y Cristo no es un profeta. Cristo es un hombre, un hombre que no se puede escuchar sin una voluntad de vida, que no se puede encontrar sin un gusto por la vida, con el que no se puede estar sin pasión por la vida, sin una «fiebre» de vida. Por tanto, tú tienes que ver con Él, tú. Eres tú el que tiene que ver con Cristo. ¡Pero todo tú!
Digo que el cristiano es calificado ante todo por esto; el mundo le descalifica, pero quien le conoce, quien tiene interés por él, le califica por esto (¡vamos!, uno «se califica» a sí mismo).
2. Lo segundo que ha caracterizado todo lo que se ha dicho estos días es que la vida es misión. La palabra “vida” suscita en mí una reacción intensa. En su deseo original la vida parece mirar hacia el futuro como portador de una respuesta que desborda la propia satisfacción. El niño es así, y en el adulto subyace esto bajo todas sus negligencias o acusaciones, bajo toda su tranquilidad. Que la vida sea misión significa que la vida es para Otro.
Entonces, ¿qué deberías hacer? Una de las cosas más bellas del universo es nuestra compañía cuando alcanza cierta madurez: nos hace padres y madres en el sentido literal del término. Y al mirar al futuro de todos los que hemos conocido en un determinado encuentro, se tiene una paternidad, una maternidad: «¿Dónde se habrá ido aquél? ¿Qué habrá hecho aquélla? ¿Quién sabe?». Y se querría intervenir todas las veces que se pudiera en la vida de todos: los amigos, los compañeros, o los que deberían haber sido también ellos amigos y compañeros nuestros. Pero, como veis, ¡los límites son grandes! Sin embargo, dentro de nosotros lo que llamamos paternidad y maternidad permanece. Permanece en su valor real, producido por el Ser, es decir, por Dios, como imitación y esclarecimiento de Sí mismo.
Por eso, se querría decir: «Chicos (¡bueno!, es un decir eso de “chicos”), ¿qué esperáis de este encuentro? ¿Qué queréis hacer con ello?». Por favor, no digáis que no esperáis nada, porque la nada es un número que no se puede meter en ninguna máquina, ¡ni siquiera en el ordenador! Por eso, la respuesta o es negativa, o es positiva. Si fuera negativa, ¡sería para degollaros! Por tanto, más que una negativa, es una incertidumbre, una confusión lo que os haría olvidar lo que se os ha dicho. Entonces, ¿qué se os puede recomendar para que sea positivo el resultado de estos días y no negativo; no en el sentido de que no estéis totalmente de acuerdo, pero sí inciertos y confusos y, por lo tanto, desmemoriados?
Os debo recomendar - sólo he venido por esto - dos cosas. Fuera de estas dos cosas no hay nada que valga verdaderamente, nada donde se pueda reflejar - en un momento determinado, en un instante de fantasía o en un momento de recuerdo - algo de la vibración que en estos días ciertamente habéis sentido.
a) Las cosas que hemos escuchado, una a una, antes que nada, nos llevan a decir: «¡Es imposible!», o «No lo siento, no entiendo», o «¡Qué fatiga!». Y, en realidad, el encuentro que hemos tenido es un don de Dios; es cómo el Ser que se nos ha participado ha querido solicitar de vosotros lo que os ha puesto en el corazón, ha querido que se realizara esa humanidad, esa naturaleza que Él ha dado a vuestra persona. Por tanto, brevemente, no hay más, no hay nada más que la gran cosa que es rezar. ¡Hay que rezar! Para poder llevar adelante estas jornadas, el fruto de estas jornadas, debéis pedir, debemos pedir; como solemos decir a raíz del 30 de mayo pasado: mendigar. «Mendigar», porque es algo que necesitamos; e incluso quien no cree en nada al menos entiende que necesita ser como éste o aquél compañero suyo, como sus compañeros que se comportan de un determinada manera ante las mismas palabras.
Digo esto porque realmente - como ya dijimos - sólo la libertad puede ser concebida fuera de la definición «Dios todo en todo». Si, como resulta evidente, Dios es todo en todo, una sola cosa se puede considerar existente fuera de Él; sólo una cosa aparece ante la razón como fuera de Dios: la libertad (cfr. L. Giussani, Tú o de la amistad, Ejercicios de la Fraternidad de 1997, pp. 15-19). La libertad, es decir, el hombre. Y la libertad, ¿qué es? Si Dios es todo en todo, el hombre, que es libertad, ¿qué hace? Esta libertad, ¿qué quiere decir? Dios ha hecho al hombre libre para poder tener en la nada - por así decir - este reconocimiento de lo que Él es. Estas frases se reconducen al concepto litúrgico de «gloria de Dios». Es la gloria del Ser, la participación del Ser.
Por eso, todas las veces que nos encontramos perdidos, o incapaces, o inciertos en un paso que racionalmente se reconoce justo - justo, esto es, correspondiente con la naturaleza de la vida, esto es, que responde a las exigencias del corazón, por las cuales la vida se vuelve verdaderamente más vida -, entonces es necesario mendigar de Dios, mendigar de Cristo, mendigar de todas las personas decisivas en la historia de Cristo, creadoras de la historia de Cristo. Por este motivo, desde hace unos años la jaculatoria que encuentro como expresión confortante de mi miseria e incapacidad, que no me niega ninguna esperanza y me calma frente a todo (¡aún cuando un carácter no es tranquilo para nada!), es Veni Sancte Spiritus. Veni per Mariam. Si sois fieles a este grito, que es la única expresión adecuada de nuestra libertad, entonces sentiréis ciertamente hacerse verdadero en vosotros lo que habéis sentido gritar en vuestros oídos y en vuestro corazón.
«Antes que rompa el alba, velamos en la espera: lo creado calla y canta en el silencio el Misterio» (Himno de los Laudes del jueves, en El libro de las horas, CL Madrid, pp.114-115). He pedido que este himno se cante o que se lea lo más posible en todas las comunidades. No hay una descripción que defina mejor nuestro estado, el estado de quien ha tenido un encuentro: cree y todavía no entiende, no ve todavía, no lo consigue todavía, porque hace falta un tiempo. El tiempo es un instrumento de Dios para su creación. La materia es tiempo y espacio. Es el Espíritu quien crea la materia y después inviste aquello que ha creado con su fuerza absoluta, el Espíritu de Cristo. Porque el Espíritu del Misterio de Dios, del Verbo de Dios, se ha traducido totalmente en la energía de aquel Hombre, en el pensamiento y en la voluntad de aquel Hombre nacido de una mujer virgen. Por eso se dice «per Mariam». «Ven Espíritu Santo» - esto lo entiendo - para cambiarme; pero «ven a través de la Virgen»: ven para actuar en mí como lo hiciste en aquella mujer. Así se produjo el hecho más sensacional e inconcebible: Non horruisti Virginis uterum, es como decir, Dios, el Misterio infinito, no ha tenido vergüenza de venir al hombre a través de las entrañas de una mujer.
Pero he dicho que, si pedimos al Espíritu con esta posición exacta que nos haga entender, que nos haga adherirnos, que haga nuestro corazón capaz de aquella obediencia que es la puerta para un consuelo que ninguno conoce («El Espíritu consolador», decía Jesús a sus discípulos en la última cena), es sólo tiempo lo que se necesita. Os hace falta el tiempo para que se pueda realizar lo que os ha empujado a pedir. El tiempo, que Dios mide, que sólo Dios sabe, pero que da a quien le pide, se describe en este himno de una manera fantástica, bellísima; fantástica en el sentido de realista. Por eso insisto en esa página, porque si no nos referimos a ella como criterio para seguir, no comprendemos lo que nos decimos, porque el cambio que debe acontecer en nosotros es algo que no se puede ver.
Cuando la gente me pregunta: «El ciento por uno aquí en la tierra, ¿dónde está?». Les contesto: «Pero el ciento por uno no es el ciento por uno de la cosa como la sientes y la ves tú, porque esto es efímero, no será así para siempre, ¡no es esa la verdad! (el amor entre el hombre y la mujer no es eso, amigo mío, no es eso)». Hay algo que te lo puede hacer entender, como un alba, un alba que se abre en un arrepentimiento y en una espera. «Nuestra mirada busca un rostro en la noche. Del alma a Dios se eleva más límpido el deseo»: ésta es la descripción de una regla de vida en su aspecto concreto cotidiano.
b) Tengo una segunda recomendación que haceros, y es lo que he dicho después del Ángelus: os recomiendo que seáis fieles a los amigos. A los amigos que ya dicen: «Mira que después del alba se comienza a ver la aurora». Es decir, después de emprender un camino que tiende a la luz, entiendes que el sacrificio que se te pide para ir despacio y después - no sé - para detenerte, no es una acusación por tu error (que venga de ti mismo o de los demás) ante tu deseo de posesión, tu hambre y sed de cierta satisfacción, sino algo que te hace entender que tu modo de vivir aquella relación, esas relaciones, no es justo, no es verdadero. Y si gritas: «Esto que siento es más verdadero que todo el resto», si gritas así, eres consciente de ser “tonto”, de no seguir toda la verdad, toda la evidencia que se perfila en la relación.
Y es en un momento así cuando uno siente un desgarro. Si no se siente el desgarro, no se da un paso. Pero un desgarro no se siente cuando se cede ante una satisfacción o, al contrario, porque se desafía a algo negativo, una afirmación negativa: un desgarro se siente por el emerger de un afecto que todavía sigue vivo en mí, como una chispa en el desastre de la situación en la que me encuentro. Es una chispa que se vuelve fuego y lentamente derrite el aspecto pringoso del asunto, de nuestra situación; lo derrite, hasta que uno llega a beber un agua pura, consigue beber el agua pura. La realidad le entra por los ojos, la realidad, cualquiera que sea, pequeña o grande, personal o expuesta ante los ojos del mundo. Uno llega a beber un agua pura; porque como dice un poeta italiano: «Todo, Señor, excepto lo eterno, en el mundo es vano» (A. Fogazzaro, «A sera», en Le poesie, Mondadori, Milán 1935, pp. 194-197, vv. 21-23): lo eterno que, por lo tanto, es la verdad (pero ésta es una reflexión inteligente y madura que hará a sus hijos). Porque el hombre está hecho sólo para la verdad. La verdad abre a la felicidad.
Como quiera que sea, os aconsejo no destruir en vosotros el resultado o los primeros impactos de este encuentro que habéis tenido, que hemos tenido. Pero acordémonos también de que el encuentro implica a los otros, a los que se les ha pedido que sean fieles, a los que nos han hablado; en resumen, a aquellos que ante nuestros ojos suscitan una correspondencia, no de gusto, sino una correspondencia de destino, y que han nacido para hacer nuestra compañía: los he encontrado para hacer aquella compañía, han nacido así en mi vida, para que yo haga con ellos una compañía así. Esta compañía hecha entre dos, entre tres, entre cuatro, entre cinco. Entre tres, como el primer día del movimiento: el primer día eran tres, el séptimo año del movimiento eran 107 en Milán, y ¡ahora son tantos en el mundo! ¡Tantos! Pero no sólo por mí, también por ti, en la medida en la que estas cosas son verdaderas también para ti. Y serán más verdaderas para ti que para mí, porque el tren gana velocidad, y tú correrás mucho más - pongamos - que lo que he corrido yo.
Hay una última recomendación. Id a releer el salmo 79, de los Laudes de esta mañana, porque es la descripción del método de Dios, del comportamiento genial de Dios con nosotros. Ahora no lo tenéis en mente, pero si lo releéis, lo veréis. Dios, el Señor que crea, el Señor que es traicionado («Paso, paso de Él»), que no es valorado, que contradecimos, que es negado u olvidado («que es negado u olvidado»: ¡qué feo!). «Negado u olvidado» quiere decir, ¡darle un cero de nota!)... ¿y después? Después viene ese bellísimo versículo que dice: «Señor Tú me has perdonado y me has dado la posibilidad de volver a empezar». ¿No os acordáis?
Ahora os toca a vosotros, ¡adiós!
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