Conferencia de D. Luigi Giussani en una reunión de jóvenes trabajadores de Comunión y Liberación
Bérgamo, 1 de Mayo de 1987
En el pasado Meeting de Rímini terminé mi intervención deseándoos que nunca os quedéis quietos y tranquilos: era una invitación a que no os dejéis definir por la mentalidad dominante. Ésta, con el pretexto de que parte de la consideración del hombre tal y como es, tiene en la práctica un planteamiento eminentemente reductivo; debido a ella, quienes, ostentando el poder, no lo utilizan con la conciencia de prestar un servicio auténtico a los hombres como criaturas de Dios, pueden con toda facilidad no estar haciendo otra cosa que primar sus propios proyectos. Esta reducción es particularmente evidente en el trabajo, al que se considera normalmente como un factor de producción, una prestación inevitable, un destino ineludible de esclavitud, y también como un derecho (ciertamente justo) que se llega a convertir en pretensión o, por el contrario, como un deber que se asume de forma moralista.
En todo caso, la fatiga del trabajo llega a carecer de sentido, al igual que el esfuerzo de un hombre que camina con los ojos vendados.
Pues bien: el trabajo es una necesidad del hombre. Es preciso comprender por qué los anteriores aspectos - derecho, deber, factor de producción, prestación inevitable para poder comer - son parciales. La palabra necesidad, en cambio, permite plantear la cuestión certeramente. La palabra necesidad se refiere a un fenómeno constitutivo de toda persona que está viva, del ser humano, que tiene su raíz en ese impulso profundo que está dentro de nosotros al que la Biblia llama corazón.
Solo siguiendo este impulso profundo se realiza la persona por entero. Comparemos la necesidad del trabajo con otras necesidades: la amistad, la diversión, la contemplación de la belleza, el arte o la naturaleza... Todas ellas son, aparentemente, aspectos particulares del deso humano, pero su característica común es que tienden a la realización de la persona en su totalidad.
La palabra necesidad implica e indica el motor íntimo del que forman parte constitutiva - como dice nuestro libro El Sentido Religioso - ese conjunto de exigencias, de deseos, de evidencias cargadas de perspectivas que empujan al hombre a su realización como persona.
Uno de los hombres más grandes que ha habido en la historia de Occidente, cuando todavía era un joven estudiante que lideraba en París a un grupo de estudiantes de la Sorbona, oyó decir un día que otro español, como él, andaba predicando de plaza en plaza. Lleno de curiosidad, ya que la gente había hecho correr el rumor de que estaba loco (pertenecía a una familia noble de alto rango y ahora iba por las calles como un mendigo hablando de Jesucristo y anunciando el Evangelio), propuso a sus amigos armar jaleo durante una de sus predicaciones. Cuando iban a entrar en la plaza en la que Ignacio de Loyola - ex capitán del ejército español - estaba hablando, el joven estudiante, que iba a la cabeza del grupo, quedó fulminado por unas palabras, una frase del Evangelio que Ignacio de Loyola repetía con voz fuerte y clara. La frase era ésta: “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo? y ¿qué puede dar el hombre a cambio de sí mismo?”
Desde ese momento, la vida de aquel joven cambió y llegó a convertirse en el mayor aventurero de la historia; dio la vuelta al mundo dejando tras de sí más de un millón de cristianos: era Francisco Javier. El concepto de necesidad es éste: da a entender la naturaleza de los deseos que mueven al hombre y que nacen de su corazón.
Los deseos que nacen de verdad del corazón, los que verdaderamente lo constituyen, son deseos que no tienen límite, son infinitos; su horizonte es como un ángulo abierto al infinito, porque, partiendo de cualquier punto, apuntan a la realización de la persona entera.
Así es el trabajo; hasta tal punto es esto cierto que, cuando a la persona no se la trata como lo que es, el trabajo empieza a volverse mucho más pesado, y llega a hacerse a veces insoportable. El hombre tiene que decir “yo” con un poco del amor que le tiene Aquel que le ha creado, porque, si el hombre ha sido hecho a imagen de Dios, no hay nada que le haga imitar mejor a Dios que el quererse bien a sí mismo.
Nosotros arruinamos el amor a nosotros mismos, en el que se refleja el misterio del amor de Dios, cuando nos empeñamos en nuestros particularismos: así lo que determina nuestra vida es la reacción, de manera que, aun cuando conseguimos muchas cosas de las que deseamos, nos quedamos casi siempre insatisfechos. El hombre se siente insatisfecho si no percibe la correspondencia que hay entre la respuesta a una necesidad concreta y la totalidad de su persona, si no progresa hacia su destino. Los deseos del corazón del hombre porque el hombre no se puede reducir por entero a sus componentes biológicos, químicos y físicos: no todo lo que el hombre es nace de su padre y de su madre. Posee algo que nace directamente de Dios y que tiene que ver con todas sus necesidades, también las materiales, y que produce en él un hambre y una sed que ninguna cosa material logra colmar.
Por eso el sentido religioso, es decir, esa apertura al infinito, fundamenta, explica, sostiene y, dilata - potenciándola ilimitadamente - cada necesidad del hombre. En cada necesidad está contenida esta perspectiva que supera todas las metas que progresivamente parece marcarse el hombre, y por eso se siente empujado a ir siempre más allá. Este “siempre más allá” es su relación con el infinito, es la relación con Dios que no puede eludirse en la relación del hombre con la mujer, con la familia o con el trabajo. El sentido religioso es, por tanto, el factor último de todas las necesidades humanas, y por consiguiente también de la necesidad “trabajo”.
a) El sentido religioso produce la unidad en la persona que trabaja
Gracias al sentido religioso, el hombre adquiere y mantiene un compromiso total con la realidad, incluso cuando afronta solamente una necesidad particular. Y mediante este compromiso, con este descubrimiento, la necesidad nos abre paso hacia nuestro destino.
De este modo se descubre poco a poco el significado para el que está hecho el corazón del hombre, y entonces el cansancio también puede abrazarse y colmarse de sentido. En cambio, cuando te tratan mal resulta desesperante ir todas las mañanas a trabajar. No cabe duda de que se puede luchar para ganar cinco mil pesetas más al mes, y es justo hacerlo, pero un hombre no se satisface sólo con esto, aún limitándonos a su dimensión de asalariado. Al subrayar la importancia del sentido religioso estamos adoptando una postura que considera al hombre que trabaja en su integridad, no fragmentado, no tratado como si fuese una cosa.
Por eso todo gobierno que actúe sobre la convivencia humana desde un punto de vista tecnocrático comete un delito contra el hombre, porque el hombre no se puede reducir exclusivamente a factores propios de un análisis técnico o a funciones con una específica finalidad productiva: todo se sitúa en su lugar cuando se considera a la persona en su totalidad.
b) El sentido religioso produce unidad entre los hombres que trabajan
Es únicamente el sentido religioso lo que puede verdaderamente unir a los hombres, no sólo porque recuerda que todos tenemos el mismo origen y el mismo destino, sino también porque en él nos descubrimos iguales, portadores de un conjunto de exigencias y evidencias originales que constituyen el corazón de todos. Los hombres se pueden reconocer “uno” únicamente mediante el sentido religioso. Entonces y sólo entonces empresarios y parados pueden tener un ámbito de diálogo y colaboración no ficticio, que no sea abstracto.
Éste es el origen más profundo de la capacidad de compartir. No es abstracto que se junten empresarios y parados, porque en el sentido religioso todos nos descubrimos hermanos e intuímos que estamos de hecho en el mismo camino. Ya no podemos desinteresarnos del otro, o interesarnos tan sólo por puro cálculo pragmático. Incluso tras realizar un puro cálculo pragmático no podemos dejar de interesarnos radicalmente por los demás. La palabra “yo” se vuelve unitaria y unificante cuando el hombre descubre el destino infinito al que le empuja cualquier necesidad natural, un destino de realización total de nuestra persona. Nada existe tan unitario, indivisible e irreductible dentro de la realidad como lo que significa esta palabra: destino.
c) El sentido religioso crea un movimiento
Nosotros estamos unidos porque hemos descubierto este sentido religioso, esta dimensión infinita de nuestras necesidades.
Ninguno de nosotros puede permitirse el lujo de vivir teniendo como criterio de su actividad solamente el espacio angosto de sus propias necesidades. El sentido religioso nos permite estar juntos y nos obliga a vivir la vida en convivencia.
Por eso el descubrimiento del sentido religioso crea un movimiento que muestra con evidencia ante todos cómo el protagonista de la historia y de la existencia es el hecho humano en su integridad original: el hecho humano en su corazón, tal como lo refleja la mirada de una madre llena de amor hacia su hijo, la mirada de un hombre que piensa en su mujer con amor natural, limpio, o el gozo y la alegría con los que se piensa en los amigos. Así ha nacido nuestro movimiento.
Pero la afirmación que me importa destacar no se refiere sólo a nuestro movimiento. Quiere ser una observación de orden general: el sentido religioso y, por tanto, la conciencia de este origen común de nuestras necesidades, es lo único que puede unir a los hombres, lo único que puede crear dentro de la sociedad (a la que el poder tiende a mantener estática y bajo control) algo irresistiblemente móvil, algo irresistiblemente creativo, algo que no se quede quieto y aturdido. Por esta razón un movimiento inspira siempre un poco de miedo a quien no le gusta que le molesten. El sentido religioso crea dentro de la sociedad movimientos, experiencias de unidad entre los hombres que no viven de abstracciones, sino que desean construir, cambiar la sociedad y sus estructuras para hacerla más acorde con la imagen verdadera del hombre y con la verdadera medida de sus exigencias. El sentido religioso crea en la sociedad un movimiento que continuamente desafía todo lo que tiende a reducir al hombre a programas preestablecidos o análisis mecanicistas. Los análisis, los programas son muy importantes; pero lo que más importa es saber cuál es la función para la que deben servir. El factor principal y decisivo es el hombre. Pero no el hombre en teoría, delineado en una mesa de despacho, sino el hombre que soy yo, el que eres tú.
El movimiento que nace del sentido religioso es, por tanto, un factor eminentemente progresivo y progresista (en el buen sentido), exigente, crítico en el sentido profundo del término (la palabra crítica en su principal acepción semántica quiere decir “saber captar el valor”, y exige que el valor se explique, se exprese, se destaque).
Esta es la razón por la que nuestro primer deber es construir lugares, ámbitos en los que se cultive la imagen verdadera del hombre. El valor de nuestros grupos, donde quiera que estén, estriba en construir ámbitos en los que el hombre sea tratado por lo que verdaderamente es. Es necesario comprometerse con el otro no conforme a una idea preconcebida, sino de acuerdo a lo que el otro es por su propia naturaleza.
d) El sentido religioso mueve a construir obras, crea un movimiento de obras.
El sentido religioso, es decir, el verdadero sentimiento de sí del hombre, tiene una concreción sorprendente (como testimonia la Madre Teresa): no existe santo que no haya construido obras. Un movimiento que nazca del sentido religioso no puede dejar de afrontar en concreto las necesidades con las que se encuentra, porque buscar al hombre quiere decir toparse con sus necesidades concretas (el hombre, de hecho, existe en el interior de una trama de necesidades). Así nace la idea de la obra; no se puede estar unidos si no es creando obras.
La primera obra, recordémoslo siempre, no reside en la capacidad de crear nuevas estructuras, sino que es lo que cada uno realiza en su ambiente de trabajo: una sensibilidad ante las necesidades comunes o individuales y el uso de la inteligencia y las energías propias para poder ayudar a la realidad del ambiente - formado por hombres - en el que está cada uno: la primera obra es crear un movimiento allí donde estemos. La invención de nuevas formas de trabajo está íntimamente ligada al despertarse de la imaginación y la creatividad, todo lo más profunda e intensamente que nos sea posible. Pero esta actitud sólo puede nacer de un asombro, de una devoción, de un amor por lo que el hombre es.
La fábrica sigue siendo lo que es, pero ya no es como era antes. Donde haya una presencia que esté determinada por esta pasión por el hombre y que se exprese en forma de generosidad, constancia, imaginación y disponibilidad, el ambiente de trabajo ya no es como antes. He oído a cientos de vosotros decir: “Ahora voy al trabajo con un gusto que no me esperaba nunca, que antes ni soñaba tener”; eso quiere decir que tú ya no vas a tu trabajo “de antes”, sino que realizas un “trabajo nuevo”, un trabajo más humano que no deja fuera ningún aspecto, ningún factor. Nada hay más concreto que el amor, porque la concreción, si se sitúa fuera o más allá del ámbito del amor, no es más que un prejuicio que se traduce en programa, en un programa que se vuelve prejuicio, es decir, en una ideología que busca vías de escape y explota a quien encuentra a su paso. Un grupo humano que se reúne teniendo presente, aunque sea confusamente, la imagen del hombre tal como Dios lo ha creado, adquiere capacidad de inventar lo nuevo, supera todo esquema, no permanece prisionero de los programas de moda, encuentra siempre un espacio en el que hacer que nazca una flor o una hoja nueva.
Cuando la gente se reúne de este modo se hace verdaderamente creativa, se vuelve verdaderamente protagonista en el mundo. Nosotros queremos ser protagonistas en el mundo del trabajo, no representando categorías, roles, intereses o corporaciones, sino representando al hombre en el mundo del trabajo.
La novedad que ha creado nuestro movimiento es ésta. Es algo tan sencillo que parece irrelevante. Por lo tanto, no nos cansemos de reconocernos unidos dentro del mundo del trabajo, en la familia, en el pueblo, en el barrio, en la sociedad entera; reencontrémonos, reconozcámonos unidos como representantes del hombre. El Papa, en su reciente discurso en la Unesco, habló de una cultura primaria y de una cultura secundaria. Dijo que la cultura primaria es el uso del mundo para realizar el destino de la persona, mientras que la cultura secundaria es el conocimiento y el uso de todos los aspectos particulares que forman el mundo. Así es nuestra posición. El trabajo es un aspecto de la cultura que puede incluso ser sinónimo suyo, porque en el trabajo el hombre manifiesta y realiza su ideal: es la expresión con la que el hombre afirma y abraza todas las cosas que se le ponen delante para arrastrarlas hacia ese ideal. Por eso la verdad del trabajo está en lo que el Papa llama la cultura primaria, porque el uso del mundo está en función del destino de felicidad que tiene cada individuo. Pero para satisfacer este deseo de felicidad no debemos esperar al fin del mundo, al fin de nuestra vida. La conciencia de que estamos realizando la verdad de nuestra persona y caminando hacia nuestro destino llena también de consuelo, de fortaleza y de gozo nuestro trabajo cotidiano; hace ya posible en este mundo una amistad y, por tanto, una convivencia en paz, una realización de nosotros mismos que de otra forma no se podría experimentar.
La vida sigue siendo una continua guerra si no tiende a esta paz; ésta es, en el fondo, la traducción de la frase del Evangelio: “El que me sigue tendrá la vida eterna y el ciento por uno ya aquí”.
Comprobar todo cuanto decimos no es algo que debamos dejar para el final de nuestra vida, cuando lleguemos a nuestro destino, sino que nos espera cada día: en una verdad, en un gusto de vivir y en una capacidad de convivir que fuera de este camino no son posibles. El sentido religioso, si se reconoce, si tratamos de vivirlo con humildad, representa el camino de la persona, del yo, del hombre: el camino de todo ser al que una madre da vida con dolor.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón