Entre la niebla, sobre la nieve reciente, defendiéndonos del granizo que en ocasiones nos azotaba más fuerte por el viento, caminábamos nuestra primera etapa. Como tantos, como millones, simplemente queríamos llegar a Santiago sin que la dificultad pusiera en cuestión nuestra meta.
Santiago está de moda; el Xacobeo promovido por la Xunta y patrocinado por El Corte Inglés es hoy atracción turística, desafío para senderistas y alimento para ensoñaciones mágicas. Pero es también lo que siempre ha sido: un Camino, figura de la peregrinación de la vida. Cientosesenta peregrinos, entre bachilleres y maestros, nos uníamos a la gran riada humana que desde hace siglos venera a uno de aquellos doce; a quien por su afecto a Cristo testimonió el fin y el motivo de cada paso de la vida de los hombres.
Salimos de aquel Cebreiro nevado, puerta de Galicia, esperando el milagro de nuestro cambio. El hecho mismo de andar mantenía viva nuestra petición. Compactos, sin dejar huecos, abriéndonos paso una cruz que nos recordaba Quién nos acompañaba, la sencilla disposición a obedecer hasta el más mínimo detalle manifestaba que el hombre camina cuando pertenece.
Comimos en Melide, y el providencial techado de una feria de ganado nos salvó de la lluvia borrascosa. Por la tarde alcanzamos después de 28 kilómetros el Monasterio de Samos. Allí nos recordó Leticia que aquellos muros, perímetro de un lugar santo donde orando y laborando los monjes han gritado al mundo para Quién hemos nacido, son hoy los de nuestra amistad: una unidad que en el Instituto y en el barrio pueden anunciar la belleza de una vida nueva.
Sentados en el suelo, abigarrados en muy poco espacio, escuchamos el testimonio de Pepe que contaba cómo la contradicción, el hacer lo que no queremos y nuestra tristeza extraviada pueden salvarse cuando abrimos espacio y damos tiempo a la simpatía que nos despiertan ciertos hombres que señalan algo distinto y más humano que los demás.
Cada mañana madrugábamos más; siempre un poco menos que la gente de cocina, que no andaba pero sí peregrinaba. Parte en autobús y otro buen trecho a pie, llegamos a Arzúa y celebramos con su gente el Domingo de Ramos, sintiéndonos dentro del mismo Pueblo elegido. Ya en el Monte del Gozo, desde donde se divisan las torres de la Catedral, aleccionados con apoteósicas imágenes de Julián sobre el hombre nuevo, nos encaminamos a abrazar al Apóstol cantando en el último trecho por las calles de Santiago. La gente acostumbrada a las multitudes se volvía sorprendida por el canto.
Concluida la Misa del peregrino que presidió el Obispo, el botafumeiro se elevaba incandescente queriendo tocar las bóvedas del crucero de la catedral. Entonces pedimos que también nuestros corazones ardieran con el mismo amor que Santiago tuvo a aquel hombre de Nazaret. Así podremos ser piedras vivas de un nuevo Pórtico de la “Gloria humana de Cristo”.
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