En el Antiguo Testamento la figura del rey está indisolublemente unida a la del pueblo. El ejemplo del segundo rey de Israel. Su misión para la grandeza del pueblo, su gran humanidad relacionada con la historia y la miseria humana. Jesús se llamaba a sí mismo “Hijo de David”, pues éste había sido el rey más grande y amado por Dios
Me encontré casualmente con la figura del rey David trabajando en una nueva versión poética de los salmos que el editor Marietti me encargó el año pasado (Poesía del hombre y de Dios). Ya sabía que se atribuía a David la composición de muchos salmos y que, más allá de la discusión filológica todavía vigente, su “doble” figura de rey y poeta es central en la historia del pueblo judío. Pero más allá de esto, más allá de lo que cualquier pobre cristiano sabe por las lecturas dominicales de la misa y de algún rudimento aprendido aquí y allá, sabía bastante poco.
Sabía que Dante lo sitúa en el Paraíso en el centro de la pupila del águila de los bienaventurados que mira la luz de Dios, según la leyenda que dice que el águila es el único ser que puede mirar fijamente al sol, y recordaba que el autor de La Divina Comedia, según exegetas autorizados, se veía a sí mismo como un nuevo poeta David. Por lo demás, en los textos de Dante no faltan referencias a la figura de David mientras baila «más o menos como un rey» (Purg. II), «rey y humilde salmista».
Con posterioridad descubrí que Boccaccio había regalado a Petrarca un Comentario a los Salmos de san Agustín, y que el poeta del Cancionero (y de algunos Salmos Penitenciales) quería que aquel libro estuviese «de día... siempre entre las manos y de noche y en la hora de la muerte bajo la cabeza». El mismo Nietzsche decía que nada era comparable en toda la historia literaria a esa poesía de judíos. Sobre la obra y la figura de David ha trabajado y trabaja una infinita escuadra de poetas, pintores, novelistas y músicos.
Amor y pecado
Pero la poesía, incluso la poesía potente de Dante, es tan sólo un bosquejo, una introducción a la realidad.
David, rey y poeta, aparece en el horizonte humano e histórico de la Biblia como un gigante de humanidad. No es casualidad que san Ambrosio, autor de una espléndida Apologia prophetae Davide, para comentar en qué consiste el pecado, asemeje la reflexión en torno a san Pedro y al momento en el que Jesús le pregunta si le ama a la contrición de David homicida y adúltero. «Un gran amor - escribe Ambrosio - perdona el pecado». Ambrosio, además, “usa” a David y sus historias (también sus culpas) como figuras e interpretaciones del misterio de la Encarnación, contra las herejías de los arrianos en aquel momento. Las palabras del salmo 50, Miserere mei, han entrado no sólo en el Purgatorio de Dante, sino en el sentimiento de piedad hacia sí mismo en el que todo cristiano es educado a descubrir en la liturgia. El número 50, según
dicen los exegetas, fue asignado a ese salmo porque es el número del perdón: es el número que aparece en la parábola evangélica de los dos deudores y son los años que separan entre sí los jubileos de misericordia.
Sobre David, como sobre cualquier personaje grande, han proliferado leyendas e interpretaciones diversas y fantasiosas: que era una reencarnación de Orfeo, el semidiós de la antigüedad; que no se trataba de un hombre solo, sino de una serie de reyes (David sería equivalente a Zar); que tenía trescientos hijos; Paolo Flores d’Arcais, participante en un reciente congreso sobre la figura de David, le ha tributado un anodino homenaje laico.
Elegido por Dios
La Biblia nos cuenta acerca de este joven de cabello rubio, el pequeño de sus hermanos, que fue identificado por el profeta Samuel. David tiene 14 años y es ungido rey por el profeta en el silencio de los soleados campos de Belén. Nos situamos aproximadamente veinte años antes del 1000 a.C. Esta elección sigue siendo un misterio. Como ha apuntado un agudo novelista biógrafo de David, el joven poeta debe haber madurado en aquellos largos días y noches pasados en las desiertas campiñas con el rebaño su gran relación con Dios, con Aquél cuyos dedos crean el cielo y fijan los astros, con el Dios “pastor”.
Pero es invitado a la corte para que pueda con su poesía consolar el ánimo del rey Saúl, apesadumbrado por la infidelidad a Dios y atormentado por un espíritu maligno. El hijo del rey, Jonatán, ha oído hablar de la valentía de este joven poeta que inventa sus propios instrumentos.
En la corte se convertirá en un guerrero. Da pruebas de valentía y de tener a Dios de su parte. El célebre episodio de la victoria contra Goliat representa la entrada en el número de los héroes del pueblo y de la corte. Durante diez años estará David al servicio del rey como soldado. La hija del rey, Mikal, se enamora de él y el rey se la concede a David en matrimonio. Entre tanto el pueblo empieza a preferir a David y murmura que él ha matado a más de diez mil filisteos, mientras que Saúl “sólo” a matado a mil. Esto, unido a otras cosas, hace que surja en Saúl la sombra de la envidia. Está abatido por el presentimiento del fin, que le ha sido preanunciado por el profeta Samuel. Después de las bodas, según un plan secreto de Saúl, David debe morir. Pero el plan es desbaratado por el amor de Mikal. David se ve sin embargo obligado al exilio y se separa de su querido amigo Jonatán.
El tiempo del exilio
El tiempo del exilio estará repleto de batallas, traiciones, hechizos, de nuevos y numerosos hijos, de emboscadas secretas para hacer comprender a Saúl que él no le odia, hasta el punto de perdonarle la vida dos veces.
Los dos libros de Samuel en el Antiguo Testamento relatan este periodo cautivador. Mientras, Saúl vive su amargo declinar, abandonado progresivamente por “su” profeta, por Dios y por el pueblo. David, después de haber pasado algunos años en el exilio y d spués de haber llorado la muerte suicida de su rey Saúl al término de una batalla perdida y de Jonatán, puede ser rey. Él tiene consigo el Arca de la Alianza, que lleva finalmente a Jerusalén, la ciudad que establece como capital. En este momento sucede uno de los episodios más significativos. David avanza “danzando con todas sus fuerzas” ante el Arca, desnudo y contento. La primera mujer, Mikal, se siente contrariada por esto y le reprocha su indigno papel. Pero él le responde que ha bailado para Dios y no se preocupa del juicio de los conservadores como ella, sino del de su pueblo, que ama al Señor. La imagen del rey y poeta que baila permanecerá para siempre en la iconografía.
Su gratitud hacia Dios se pone de manifiesto en las grandes palabras de los Salmos y en las que pronuncia cuando entra en Jerusalén: “¿Quién soy yo, señor mío Yahveh, y qué mi casa, que me has traído hasta aquí? Y aun esto es poco a tus ojos, señor mío, Yahveh, que hablas también a la casa de tu siervo para el futuro lejano... Señor Yahveh. ¿Qué más podrá David añadir a estas palabras? Tú me tienes conocido, Señor Yahveh. Has realizado todas estas cosas grandes según tu palabra y tu corazón, para dárselo a conocer a tu siervo. Por eso eres grande, mi Señor Yahveh... ¿Qué otro pueblo hay en la tierra como tu pueblo Israel a quien un dios haya ido a rescatar para hacerle su pueblo, dándole renombre y haciendo en su favor grandes y terribles cosas...? Tú has constituido a tu pueblo Israel para que sea tu pueblo para siempre”.
El que pronuncia estas palabras es el mismo hombre que compuso el magnífico salmo 8. Habiendo entrado como rey en Jerusalén, David hace llamar al último descendiente de Saúl, el tullido y desgraciado Meribaal, único hijo de Jonatán que permanece con vida, y le invita a comer para siempre en su mesa. A pesar de las luchas y los odios, permanece en David el sentido de pertenencia a un pueblo, a su historia concreta.
Desde entonces David, aun creciendo en poder y prestigio, verá turbada su vida y su reino por aquello que le es más querido: los hijos y el amor.
Una historia humana
David, hombre de gran amor, comprenderá por un pecado de amor la dureza de la lejanía de Dios: es la conocida historia del homicidio con el que se mancha para poder poseer a la bella Betsabé. El hijo que ella ha concebido morirá. Dios mandará la peste. En aquella ocasión, en efecto, Dios había presentado tres hipótesis de castigo: el hambre durante tres años, la derrota a manos de los enemigos o la peste durante tres días. David decide que es mejor caer en las manos del Señor que en las de los hombres, porque Él es grande en misericordia.
Su primogénito Amnón ultraja a una hermana suya. Su otro hijo predilecto, Absalón, se enfrentará a Amnón, matándole por lo que hizo con su hermana. Es una historia de consejeros astutos, de pasiones irrefrenables, de maniobras por el poder: una historia humana de fango y sangre. no de los vértices dramáticos de la vida de David es el asesinato de Absalón a manos de uno de sus generales. El rey, aunque estaba en guerra contra su hijo, no deseaba esto y había pedido que fuese perdonado. Cuando le llegó la noticia, lloró a Absalón con ternura desgarrada. Sus seguidores no lo entienden, y se lo reprochan. Una vez más el rey es demasiado humano.
Al final de su vida David siente el frío del tiempo y de los dolores padecidos. No logra encontrar calor. Sus hombres buscan por todo el reino y le llevan una virgen llamada Abisag para que, durmiendo a su lado, pueda darle calor. Con ella el viejo rey no mantiene ninguna relación. Esta imagen del rey anciano que necesita calor ha entrado en la historia, además de como figura de valor teológico, también como emblema del poder que no es suficiente para hacer sentir a un hombre el calor de la vida.
David tiene tiempo todavía de ver la revuelta de otro hijo suyo, el hermoso Adonías, al que no quería mortificar, aunque aspirase evidentemente a un reino que no le correspondía. De nuevo se produce un derramamiento de sangre. Su reino, como le había sido predicho, no sería un reino de paz. Finalmente, aconsejado por Betsabé, proclama al hijo tenido con ella como nuevo rey: Salomón. Y con él llega un periodo de paz en Israel. En el año 970 a.C., según la expresión tradicional, David se acostó con sus padres, después de haber reinado sobre Israel durante cuarenta años.
Acerca de él ha escrito un evangélico histórico, Samuel Amsler: “David se alza en uno de los puntos de fuga de las perspectivas véterotestamentarias, allí donde se conjugan y se cumplen la misión de Israel y la obra de salvación de Yahveh. Es allí donde David surge todavía hoy del testimonio del Antiguo Testamento para indicar a la Iglesia el papel único y decisivo de un cierto Jesús...”.
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