Para el cristiano la memoria revela la naturaleza del trabajo, y su verdadero y exhaustivo significado
Publicamos a continuación un capítulo inédito en Castellano titulado: Memoria, coscienza di una presenza. Pertenece al libro Si può (veramente!?) vivere così?, Ed. Rizzoli, Milán. Se trata de la respuesta de don Giussani a la pregunta sobre cómo vivir la memoria, planteada en un retiro de los novicios de los Memores Domini.
Juan y Andrés tenían fe, porque tenían certeza de una Presencia que experimentaban: cuando estaban allí, en el primer capítulo de san Juan, sentados en su casa, al atardecer, mirándolo hablar, tenían la certeza de una Presencia, la experiencia de algo excepcional, de lo divino en una presencia humana. Luego - añado yo - se fue cada uno a dormir a su casa: Andrés con su mujer y Juan con su madre. Se fueron a su casa, cenaron en casa, durmieron en casa, se levantaron y fueron a pescar con sus compañeros. Lo que habían visto la tarde anterior dominaba en su cabeza, ¿sí o no? Sí. ¿Lo veían? No.
El hombre tiene la experiencia de una presencia no sólo cuando la toca, nariz contra nariz; más aún, querer experimentar una presencia de ese modo, normalmente favorece algo inútil, da pie a una relación que no se mantiene - como pasa normalmente entre chicos y chicas - y, aun cuando se tenga, no se mantiene. Por el contrario, entre el día anterior y el mediodía - cuando volvieron a casa con las barcas llenas de pescado y se sentaron allí, en la playa, y seguían contando cosas de la jornada anterior -, había una continuidad; entre aquella tarde y el día siguiente se daba una continuidad: la memoria. La memoria es la continuidad de la experiencia de algo presente, la continuidad de la experiencia de una persona presente, de una presencia que no tiene ya las cualidades y la inmediatez de cuando uno agarra la nariz a otro y tira de ella, y tira, y tira… o bien, agarra de los pelos y tira, como hacen los niños con su madre. Esa inmediatez no es decisiva, en absoluto, para la profundidad y la seguridad de la relación. Aunque no lo hubiesen visto más durante tres semanas, el deseo que dominaba en aquellos dos era volver a verlo, porque estaba claro que era Él, que Él era Él; no sabían quién era, pero era Él.
La memoria es la conciencia de una Presencia.
(¿Se puede vivir así?, pp. 224-225)
Quisiera preguntarte si conciencia de una Presencia quiere decir que en todos los momentos de la jornada tengo que ponerme en actitud de petición, es decir, pedir lo que he encontrado de verdadero en la vida.
Ésta es una pregunta seria, es la pregunta que cualifica la seriedad de una persona, y, a la vez, es la pregunta más ingenua y más buena que se pueda hacer: si la memoria es conciencia de una Presencia, ¿tenemos que vivir la conciencia de esta Presencia en cada acción? La pregunta se podría traducir así: el valor de una acción estriba en la memoria que vivimos; por tanto, en cada acción tenemos que vivir la conciencia de esta Presencia, pues, de lo contrario, la acción se embrutece, se empequeñece, se queda obtusa.
La pregunta es justísima. Resulta trágico que vosotros no la entendáis, que no os la hayáis planteado nunca. No os la habéis hecho nunca, siendo la más elemental, una vez afirmado que el valor de una acción consiste en la memoria: «Cuando comáis o bebáis o hagáis cualquier otra cosa... para que, despiertos o dormidos, vivamos con Él»1. El valor de lo que está sucediendo en vosotros - el valor, es decir, la relación con lo eterno, el mérito ante lo eterno, la grandeza de ánimo con la que entraréis en lo eterno, la grandeza de la vida eterna - estriba en vivir la memoria; estriba en vuestra fidelidad a la memoria.
Si resulta tan claro lo que ha dicho él, ¿dónde surge la dificultad? Si la memoria es la conciencia de una Presencia, esta conciencia debería acompañar todas nuestras acciones. ¿Dónde está la dificultad? Esta dificultad, sobre todo, mide la pobreza, la pequeñez, e incluso el infantilismo de nuestro modo de vivir: “infantilismo” significa actuar sin conciencia del objetivo que se persigue, o actuar con un tipo de reacción no digna del hombre (por ejemplo, instintiva como la del niño).
Preguntas como la suya constituyen la forma más humana de plantear un problema: es típico del pensamiento cristiano, de la conciencia cristiana. Pasa igual que cuando intento explicar Juan 21: nadie entiende por qué insisto tanto o qué significa que el sí de Pedro a Cristo constituye el inicio de la moralidad. ¿Por qué nadie lo entiende? Porque tenemos una mentalidad formalista y moralista inculcada por la colectividad - que es el lugar donde el hombre es más esclavo y menos libre - que no permite que el cristianismo tenga una concepción de la relación entre el Infinito y el yo tan libre, tan grande, tan misericordiosa por parte de Dios.
En todo caso, insisto sobre la pregunta hecha porque nos hallamos en un punto de análoga dificultad.
Retomando; en cada acción debemos tener conciencia de la Presencia, pues de otro modo la acción nace gravemente mutilada y «más le valdría no haber nacido»2, es decir, mejor sería que la acción nunca hubiese nacido, porque le falta el factor que determina su sentido. El factor que determina su sentido consiste en ser lugar vivo - una acción es un lugar vivo - donde yo soy provocado por la gran Presencia. Comiendo, esa Presencia me provoca; yendo a dormir, esa Presencia me provoca; levantándome por la mañana, estirando con desgana mis cansados músculos, esa Presencia tiene que determinarme. De otro modo resulta falso lo que realizo, es fácil que acabe siendo falso, es verdad que acaba siendo falso lo que hago. Y si no es falso, por lo menos resulta infantil: carece de objetivo, de la conciencia del fin, falta el empeño por alcanzar el fin, falta la responsabilidad frente al objetivo, por lo cual falta el afecto hacia el fin. No es humano. Si quitas la inteligencia y quitas la responsabilidad afectiva: ¡quitas todo lo humano!
Si es tan evidente lo que acabamos de explicar, ¿por qué surge la pregunta de vuestro amigo?
Porque es difícil mantener una actitud de petición, ya que vivimos distraídos.
¡Caliente, caliente… te quemas! La petición surge porque sería realmente difícil - si hiciese falta - que en cada acción nosotros renováramos la conciencia de la Presencia. ¿Cómo se puede mantener en toda acción? Deberíamos detenernos un momento - bien al principio bien al final de la acción - y decir: «Y además de todo lo que estoy haciendo como hombre, para darle dignidad a todo esto, está la gran Presencia». ¡Y así en cada acción! Resulta imposible: es imposible no distraerse nunca.
Quisiera que al menos algunos entre vosotros empezaran a comprender lo que digo, porque en ello se revela la grandeza de cómo Dios ha concebido el juego con su hijo pequeño que es el hombre (porque Dios juega con el hombre: ludit in orbe terrarum3; la relación entre el hombre y Dios es como un juego entre padre e hijo, el cual se vuelve trágico por la repentina maldad del hombre y por la respuesta que Dios mismo da ante la maldad del hombre: Cristo crucificado. La respuesta que Dios da es un hecho: se hizo hombre, un niño pequeño, murió en la cruz).
Entonces, el Señor que hace el cielo y la tierra, que pone las estrellas en el cielo, cómo te responde a ti que, frente a los tres pasos a los que he aludido - primero, la necesidad de la memoria como conciencia de la Presencia; segundo, cómo conseguir que esta memoria determine mi sujeto en cada acción; tercero, es demasiado difícil, hasta el punto de que la distracción resulta casi como una salvación (la salvación de una insistencia histérica sobre mis propios errores; y daos cuenta de que esto es general: o volvéis la cara a otra parte y censuráis el error, o bien insistís histéricamente en vuestros errores. Es necesaria otra clave: no la afectividad que tenemos entre nosotros, sino la afectividad que abre de par en par un ser a otro ser, que abre la entrada de nuestro ser a otro y este otro acepta entrar en él) -, haces la pregunta: «Pues bien, ¿qué tengo que hacer?».
¿Cómo responde el Dios que envió a Jesús para revelarnos la esencia de su verdadera naturaleza? Nos dice: «Es imposible que tú pienses en ello en cada acción, y no es tampoco necesario».
Por tanto, es imposible que no haya una aproximación: lo piensas diez veces, cinco veces, cincuenta veces… Cuando estaba en el bachillerato, ya en el seminario, mientras rezaba el rosario contaba las veces que lo pensaba en los términos que hemos dicho, en que ofrecía mis acciones, pero pronto abandoné aquel sistema, porque toda matemática oprime. La matemática supone medida: siendo la medida la documentación de lo efímero, de la apariencia, si se insiste en ella acaba sofocando. En efecto, sólo el número y la medida expresan con exactitud el valor de la materia, que es efímero y - si se insiste en ello - sofocante, en cualquier campo. Por eso dice Dios, o diría Jesús si estuviese aquí - está aquí y, a través de la participación mía y vuestra, dice lo que tiene que decir a tu corazón, tal como tu corazón merece o ha llegado a comprender, para que puedas retomar el camino -: «Es imposible que tú pienses en ello en cada acción». Memoria no significa que en cada acción se piense en Él; ni siquiera es necesario que sea así.
Lo que es necesario es que tú ames esto. Desde aquí se entiende por qué el sí de san Pedro constituye el origen de la moral: el sí de san Pedro, no un análisis de cómo y cuándo, o de leyes respetadas o no. La moral es el sí de san Pedro, que es la expresión de un amor. Por consiguiente, el que tú digas «Sí», o que digas «Quisiera poder reconocerte», o que digas «¡Ayúdame a recordarte más!» es expresión de un amor.
«Y Tu recuerdo me llena de silencio»: todo el resto calla, es decir, habla verdaderamente. Y es en este silencio donde el símbolo de Dios, de la verdad y de la belleza más amada que tuvieras en la vida, se vuelve luminoso; y quisieras caer de rodillas y pedir perdón, porque la prioridad con la que debe ser vivida, también en este caso, - ¡vuelve el mismo problema! - resulta demasiado difícil.
De aquí que no sea necesario que tengas que pensar en ello en cada acción; lo que es necesario es que desees esta memoria, que tú desees ser consciente de su Presencia, que ames tener la conciencia de esta Presencia. ¡Ojalá invadiese cada acción! No la temes como un histerismo: no es una exageración.
Ante todo: deseas que suceda, ¡deseas que suceda lo imposible! Hemos leído ya alguna vez un texto poético acerca del «Querer lo imposible»: el Calígula de Camus4. Es idéntico, solo que ahí es poesía, creación poética - la creatividad poética siempre supone un genio profético -, y en nosotros es realidad. Porque si - no digo ante cada acción, sino cuando fueras a comulgar - me pusiese a tu lado y te dijese: «Pero tú, ¿desearías acordarte de Aquél que nos une a Él tan íntimamente que se convierte en alimento para tu cuerpo, para tu organismo? ¿Deseas que esté presente en tu memoria, en cada una de tus acciones?». Es fácil decir sí; y es justo que sea fácil; y es necesario decir sí a aquello que, si se hiciese de otro modo, parecería una insistencia histérica. Todas las relaciones - especialmente en la medida en que tocan con mayor profundidad el corazón del hombre, su libertad, esto es, su afectividad -, todas las relaciones corren el peligro de ser tachadas de histéricas por quien no sabe entregarse totalmente a lo que ha reconocido como sentido de su vida. Por eso, sobre todo, tenemos que desear que esta memoria se acreciente cada vez más: «Todo el que tiene esta esperanza en Él se purifica a sí mismo, como Él es puro»5.
Desear esto. Y el sí de Pedro, que es genérico, general, afecta a la persona en toda su expresión, incluso cuando su manera de comportarse parezca contradictoria. Puedes equivocarte siempre: san Pedro podía equivocarse siempre y, sin embargo, decir con verdad: «Sí, te quiero». Hasta el punto de poder decir, como hemos comentado: «Yo no sé cómo, pero te amo».
Entonces surge la objeción: «Pero te has equivocado tantas veces, te equivocarás de nuevo». «Yo no sé nada. Sólo sé que te quiero». Nuestra vida tiene que situarse en este nivel, en algo tan aparentemente genérico como es, en la realidad, la relación con el Dios hecho hombre, con este hombre-Dios, mientras se le ve en la barca adentrarse en el lago de noche6; mientras se le ve detenerse ante el árbol donde se había encaramado Zaqueo7; mientras se le ve mirando fijamente a la mujer y decirle: «Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más»8. Aunque decir «No peques más» siempre puede reavivar el peligro de la histeria. Entonces, ¿qué se hace? No debemos mirar a la coherencia o a la incoherencia, si nos equivocamos o cuántas veces sucede: debemos mirar si amamos o si no amamos, si amamos aquella Presencia o si no la amamos.
Y hay momentos en los que te paras y la miras y le hablas. ¿Hay o no momentos de estos? La regla - es decir, el orden de la compañía, si es verdadera compañía - fija estos momentos. Pero incluso estos pueden vivirse distraídos; no se viven de un modo justo automáticamente. ¡Ojalá al menos algunos de estos momentos devuelvan el sentido a tu persona, vuelvan a ponerte a mano el significado que buscas para tu vida!
Por tanto, en primer lugar, la respuesta que Dios pide es que se le diga: «Sí», «Te reconozco», «Sí, te reconozco. Quisiera poder pensar en Ti en cada momento, pero ¿cómo se hace?». Además… se tiene miedo de pensarlo en cada momento, porque si Dios nos respondiese: «Vale, te lo concedo», nosotros diríamos: «¡Ay, no, no he dicho nada!». A tal grado de estupidez podemos llegar.
La primera respuesta a la pregunta planteada es que la memoria se debe vivir como afirmación de simpatía hacia Dios, de simpatía hacia Jesús: el sí de san Pedro. Aunque uno se equivoque 999 veces de cada 1000 - si en 999 acciones de cada 1000 estamos distraídos; pero no sólo distraídos, sino también contradiciéndonos, porque hacemos el mal -, el Señor, tras el noningentésimo nonagésimo nono error, te diría: «Basta con que desees mi presencia, con que desees ser consciente de mi presencia. Si lo deseas, si con dolor lo deseas, ¡pídemelo! Pero no en el sentido de que antes de cada acción debas pedírmelo. Cuando te detengas y - ¡en el fondo por pura gracia mía! - pienses en mí, en este o en aquel momento durante el día, cuando te resulte más fácil, pídeme que mi memoria acontezca cada vez más, que se desarrolle».
Cuanto más intentes ejercitar esa memoria - ayer lo pensaste dos veces, cuando comulgabas y antes de acostarte; hoy lo has pensado ya cuatro veces… no importa el número, sino la tensión que vives, que tiendas a ello -, en la medida en que intentes pensarlo, cuanto más pidas pensar en ello, más es como si tu terreno se elevase, se alzase, se hiciese más rico. En lugar de partir de cero, es como si partieses de cuarenta. En el tiempo fit habitus, se dice en terminología tomista: la repetición de un acto consciente se convierte en hábito; cuanto más a menudo se hace, antes llega a hacerse habitual. Tan habitual que no miras necesariamente de frente a la gran Presencia; no es que vivas la memoria con sencillez y claridad absolutas; pero es como si la memoria se convirtiese en un perfume, una frescura que fluye por todo tu ser, que se transmite a cada iniciativa que tomas: «Vuestros huesos florecerán como hierba fresca», escribe el profeta Isaías9.
Y a medida que se avanza, cuanto más repites el gesto, más se vuelve algo estable en ti, hay una actitud que se hace estable, fit habitus; y, haciéndose estable, te hace más fácil que se multiplique el recuerdo. Y conforme se multiplica el recuerdo, se vuelve estable el deseo, se vuelve estable el sentimiento, se vuelve estable su necesidad, se hace estable la petición a Dios.
Hasta el punto de que se alcanza un cierto momento de la vida, cuando, de improviso, la vejez cambia de signo, de repente, y se hace más juvenil que la juventud. Porque llega el momento en que te sorprendes de que sea fácil no distraerse, se hace obvia la memoria, familiar el sentimiento de apoyo en Cristo presente: es la continuidad del amor, el permanecer del amor.
Es exactamente la misma trayectoria de alguien que se enamora - pero, se enamora verdaderamente, ¡lo cual es difícil! -, si tiene cerca a la mujer, vive con ella: al principio la memoria se da a retazos (la memoria escribe como tomando apuntes en un cuaderno, y lo mejor se halla en lo implícito); con el tiempo, más habituado esté uno a escribir sobre los apuntes de la memoria (como se dice al comienzo de la Vida Nueva de Dante10), más la memoria se vuelve estable. En primer lugar se vuelve continua como necesidad - si ella se marchara… ¡Dios mío, qué dolor! -; después, se vaya o se quede, será más doloroso o más alegre, pero es lo mismo. No cambia nada, porque en el ser y en la existencia somos una sola cosa, una. De modo que, si alguien, acercándose a hurtadillas, te preguntase de repente: «¿En qué estás pensando?», «Pienso en el trabajo»; si en otro momento, viéndote absorto, te preguntase: «¿En qué estás pensando?», estás pensando en ella.
Sustituir este «ella» por «Él». En primer lugar tiene que ver con todos esos «ella» - todas -; y tiene que ver según la jerarquía que exige tu corazón, según la predestinación de cercanía, de proximidad que Dios ha establecido, con una riqueza de variedad, con una verdad y respeto a la proporción de las cosas.
En definitiva, la primera regla es: «Haz lo que puedas, acuérdate cuando puedas… lo cual ni siquiera resulta necesario si me admites. Lo que es necesario es que me admitas, que me digas sí. Lo que haces, lo que amas, lo que has obtenido es mío. “Sí, lo reconozco. Por eso, del mismo modo que amo a esta persona o a aquella otra persona, te amo a Ti”». Porque el Dios encarnado solamente se ama a través de las criaturas, en una carne.
Si multiplicas con frecuencia estos gestos, se hacen permanentes, como un sustrato permanente, como la frescura permanente de todas tus acciones. Hasta el punto de que se convierte justamente en el contenido preciso, objetivo, de tu pensamiento y de tu corazón, y no querrías apartarte nunca de Él. Ya no querrías pensar en los huevos a la coque que tienes que preparar en la cocina, aunque no debes dejar que se quemen, y tienes que ocuparte de ellos. Si te tienes que ocupar de ello, es como si se rompiese la consideración del gran Presente sobre cuyo pecho - igual que Juan en la última cena - reposas imaginariamente tu cabeza. ¿Sólo imaginariamente? ¡Mucho más realmente que si estuvieras allí físicamente!
Esto supone otro mundo, desconocido para cualquiera. Los hombres más afortunados pueden recorrer un tramo de este camino, para, después, decaer miserablemente en la vejez, en una melancólica distracción, y en una mucho más melancólica desesperación: prevalece el sin sentido, la ausencia de la Presencia que constituye el sentido. Y lo que se había vuelto un hábito conquistado de pensar bien, de amar bien, de familiaridad con la propia mujer, con los hijos, con el amigo, decae, corruit, se corrompe. ¡En la memoria, por el contrario, no! Aquí la vejez, siendo el último grado de este desarrollo, volviendose habitual la conciencia de esa Presencia - del mismo modo en que se vuelve habitual el rostro de la persona preferida -, te estabiliza, te entronca, te hace construir sobre la piedra angular despreciada por los demás. Aunque quien no la usa, se romperá la cabeza11: la cabeza hecha pedazos. Todos tienen la cabeza hecha pedazos: una cosa, otra cosa… sin ningún nexo, sobre todo, sin ningún sentido.
Comenzaste con el estupor que admitía que Cristo es el ser que merece ser amado por encima de todas las cosas, dentro de cada cosa (no sabes decirlo mejor; piensas en ello una vez y luego se te olvida durante una semana); esta rarefacción original, al multiplicarse el gesto, se hace cada vez más densa, forma una capa compacta; y cuando llega la vejez se vuelve una roca estable sobre la cual puedes construir tu casa, tu morada con Dios en la tierra; y en ella todos - como en el diluvio, pero al contrario de lo que pasó en el diluvio, lo opuesto a lo provisional e instintivo que dominó en el diluvio - todos podrán encontrar un hogar. Así florece la vejez, de igual modo que los áridos huesos florecerán como hierba fresca.
Deja de ser un problema… Siempre resulta un problema el objeto de la pregunta que ha planteado nuestro amigo… hasta el momento en que deja de serlo, ¡porque se ha resuelto! De una manera distinta para cada uno - según la misteriosa voluntad de Dios y según el misterioso modo de actuar de la libertad humana, del amor del hombre -, pero llega a realizarse.
Entonces se empiezan a vivir los frutos supremos de la relación entre el hombre y su destino: la leticia, en la buena o en la mala fortuna, y la paz en las relaciones. Sólo hombres así pueden sostener la paz en las relaciones sociales. Sólo si ha quedado marcado por esa huella, un hombre que tenga tareas de gobierno puede trabajar por la paz de un modo verdadero. La leticia y la paz: no son palabras para la otra vida, son palabras de esta vida.
La paz es el bien del exilio, de igual modo que la felicidad es el bien propio de la patria. La patria es la eternidad y el bien de la patria es la felicidad. El exilio es el camino de la vida y la paz es el bien a lo largo del camino.
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