Artículo publicado en el diario italiano La Repubblica del 28 de diciembre de 2004
Estimado director: E muy interesante la publicación en las páginas de este diario de la correspondencia del presidente del senado italiano, Marcello Pera, con el cardenal Ratzinger, prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe. Los temas que se afrontan en ella son centrales para el desarrollo de una “convivencia europea”. Sobre todo resulta inesperado que una personalidad “laica” –de matriz empírica y profesor de Filosofía de la Ciencia– afirme la necesidad de desbaratar una concepción relativista de la vida y de volver a descubrir en las raíces cristianas la referencia decisiva para una cultura civil común. Que una hipótesis semejante sea sostenida por Ratzinger se da por descontado: podríamos decir que forma parte de su trabajo. Pero que lo haga Pera –junto a otros “ateos devotos”, como se autodenomina Giuliano Ferrara, director de Il Foglio– es por lo menos algo nuevo, porque precisamente ellos son “laicos” no creyentes.
Dado que yo, aunque creyente, soy también laico –es decir, no soy sacerdote, ni clérigo, ni intelectual autorizado a hablar de cosas religiosas–, quisiera tratar de comprenderme y de explicarme a mí mismo para “comprenderles” mejor a ellos. Laico, como he aprendido, proviene de la palabra griega laos, que significa “pueblo”, e indica al hombre y la mujer (para ser políticamente correcto) del pueblo. Por tanto, laico es una persona que habla en primer lugar no por lo que ha estudiado, sino por la experiencia que tiene y que le suscita el pueblo al que pertenece. Todos pertenecemos a algo, o mejor dicho, a un pueblo, porque ni nos hemos hecho, ni nos hacemos a nosotros mismos. El que piensa que se pertenece sólo a sí mismo, a sus propias ideas, está en una posición verdaderamente triste, porque pertenece a aquello a lo que pertenecen sus ideas: a la televisión, al periódico que lee por la mañana, al jefe, en una palabra, al poder. De esta forma, existen sacerdotes “laicos”, que testimonian su relación con Dios; y existen laicos “sacerdotes”, que explican –¡qué haríamos sin ellos!– quién es dios, o bien cómo deben ser y cómo deben funcionar las cosas. También existen personas, como el presidente Pera, que reivindican lo inevitable de la referencia cultural al cristianismo como fruto de una razón laica. Esto significa que reconocen que pertenecen a un acontecimiento, humano e histórico, que impone la positividad de la experiencia cristiana como evidencia para su razón. ¿Cuál es esta evidencia? Someramente, creo poder decir que tal evidencia es el valor absoluto de la persona, que debe ser afirmado siempre, incluso en su inicio embrionario, en cuanto relación con el Misterio que la constituye. No es una casualidad que esta posición de laicos a favor de las raíces cristianas haya emergido frente al fundamentalismo islámico y al discutido referéndum sobre la ley 40 acerca de la fecundación, porque tanto uno como otro ponen en discusión el valor de la persona: el primero porque la anula como consecuencia de la voluntad de Dios (interpretada por los “sacerdotes” islámicos); el segundo porque la anula como consecuencia de la voluntad del hombre (interpretada por los “sacerdotes” de la ciencia). Pero la persona debe ser defendida en su unicidad y en su libertad de creer y de pertenecer, irreductible incluso a la pretensión del Estado.
En una reciente entrevista en el Corriere della Sera, Giussani afirmó que «Dios no puede concebir su acción para con el hombre más que como un “desafío generoso” a su libertad». Dios quiere que el hombre –su criatura, la “nada”– le ame, se vuelva casi como Él. ¿Qué concepción del hombre, de su libertad y grandeza, es más laica que ésta?
Merece la pena darse cuenta de que este subrayado del valor absoluto de la persona ofrece un elemento fundamental para una idea adecuada de democracia. Si es verdad que el valor de la democracia se ve en la acogida del otro, es también verdad que no es posible acoger al otro sin acogerme a mí mismo, a toda mi persona: a todo aquello que sostiene mi identidad. La acogida es una reciprocidad en la que debo poder afirmar el valor del otro y de mí mismo a la vez («Ama al prójimo como a ti mismo»), o bien el valor de una verdad, tan decidida en el proponerse como paciente y generosa, como ha demostrado –a pesar de todo– la historia cristiana de Occidente. Quiero decir que no es casualidad que la democracia, tal como la conocemos hoy, sea un fenómeno surgido en el Occidente cristiano. Quiero decir también, siguiendo a don Giussani, «que se es más ecuménico –es decir, pluralista– cuanto más se va al fondo de uno mismo, de la propia identidad». Pues, en efecto, en la propia identidad –y no en su abolición– es donde se pone laicamente a prueba la capacidad de acoger al otro. Una identidad está abierta justamente porque es fuerte, y no tiene necesidad, para afirmarse, de excluirse o de excluir.
Me permito finalmente hacer una observación sobre la fe, que habitualmente es considerada como algo opuesto a la razón laica. No es así, porque la fe cristiana es aquello que la razón descubre cuando reconoce que la tradición cristiana no es una limosna del pasado, sino una cultura y una sociedad sui generis (como decía Pablo VI de la Iglesia) en la que el hecho de Cristo se hace presente hoy, como camino para el conocimiento de la realidad. En otro momento, si alguien quiere, podemos discutir sobre este conocimiento. De forma laica.
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